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Ildefonso y los monstruos anti neoliberales
El hombre elefante y otros poemas (Asociación Peruano Japonesa, 2016)
Por Luis Fernando Chueca
Publicado en la pagina cultural del diario Exitosa el domingo 31 de julio de 2016
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Los monstruos siempre han existido. Cualquier revisión arqueológica da cuenta de seres extraordinarios, desmesurados, imposibles de ajustarse a los patrones de lo habitual en toda cultura y todo tiempo. Los monstruos eran antes lo asombroso. Lo fantástico. Lo sagrado. Pero, apunta María Arnedo, con la taxonomía de Linneo en el siglo XVIII, que establece la relación entre el Homo Sapiens y el Homo Monstruosus, el monstruo dejó el terreno mítico y entró de lleno en lo humano. Derivó así en lo anormal. Lo otro. Lo abyecto. Lo despreciable. Temas de Foucault y de biopolítica: ¿qué es la norma, quién la impone, qué establece qué queda fuera de todo ello?
Miguel Ildefonso ha escrito El hombre elefante y otros poemas (Fondo Editorial APJ, 2016), poemario con el que obtuvo el Premio Nacional de Poesía “José Watanabe 2015”. La primera sección se titula precisamente “Los monstruos” y la segunda “Los otros monstruos”. En la primera aparecen como personajes, además del famoso Joseph Merrik, cuyo sobrenombre da título al libro, el Marqués de Sade, el Hombre de Hojalata, el Joven Manos de Tijera, el Fantasma de la Ópera, Pinocho, el Niño de Madera, el insecto K, Freddie Mercury, entre otros. Ellos son los monstruos. Despreciados, aterradores, fascinantes. O todo junto. Y es que el monstruo habita los bordes, los abismos, los bordes espeluznantes, para decirlo con Vallejo. Quizá los bordes son siempre espeluznantes. Quizá en los bordes siempre hay solo monstruos. Quizá somos así. Inevitablemente.
Los monstruos de Ildefonso, como se desprende del listado, vienen de la historia, del cine, de la literatura, del mundo del espectáculo. Vienen, digo, no solo porque están reunidos en el libro, sino porque se reúnen también en este tiempo. Sabemos con Walter Benjamin que recordar no tiene pleno sentido si solo es ejercicio de nostalgia, de añoranza o de curiosidad. La rememoración cobra más fuerza (y carácter político) cuando lo que se recuerda dice algo a nuestro hoy. Cuando dialoga y permite vincularlo con nuestra experiencia. Cuando leerlo implica activar su posibilidad de acción en nuestro tiempo.
¿Y cuál es este (nuestro) tiempo?, habría que preguntar. Un tiempo en ruinas es una respuesta posible. Y a ratos pareciera que la única. En varios poemas se habla de guerras, de corrosiones, de agonías, de asesinatos. Aquí la pertenencia de Ildefonso a la llamada poesía de los noventa resulta un dato nada casual. Los noventa arrancan de la experiencia ochentera de violencias, crisis generalizada, corrupción, precariedades, aguas turbias en los caños, estallidos y desapariciones. Esto, que continuó al inicio de los noventa, y luego se inscribió en el orden dictatorial de fujimorato que tatuó casi definitivamente un tiempo de pérdida de utopías, de sensación de vacío y de desmovilización generalizada. Sinsentidos más allá de la religión neoliberal del mercado que se imponía con firmeza. En esos días, la poesía (vivida por Miguel no solo como experiencia de indagación individual, sino también como aventura colectiva en el primer Neón) iba quedando convertida en el contexto público (luego de cierto interés por la figura del poeta en las décadas anteriores) en sobrante, en artículo de desecho; iba quedando exiliada de las páginas culturales, que también quedaban exiliadas de los diarios y revistas. Pero a pesar del desconcierto generalizado de la promoción de los 90, se puede reconocer la persistencia. La poesía, el arte, como urgencia y casi como sálvese quien pueda. De eso también hablan los poemas. En todos, casi todos, la escritura está tematizada como componente central de esa agonía, en el sentido de lucha, que es la supervivencia.
No es, por supuesto, un contexto identificable en primer plano con la Lima o el país de esos años, ni los actuales. Pero los trazos pueden establecerse. La poesía como forma de resistencia es quizá, hoy, más urgente todavía. Y entonces es posible vincular la condición del monstruo con la condición del sobreviviente, de la desmesura que significa persistir en lo que no tiene lugar: la confrontación con los sentidos y normalidades que prevalecen.
Y esa es en gran medida la aventura de la escritura de Miguel Ildefonso. Con registros diversos y en libros que son conjuntos de libros, reuniones de fragmentos de textos iniciales, flujos cargados de lirismo, textos híbridos, secuencias narrativas, dialogismo, intertextualidad, Ildefonso ha entregado desde sus Vestigios (1999), una importante cantidad de poemarios (y textos de otras escrituras) que representan sin duda una apuesta terca por la supervivencia desde las posibilidades de la poesía.
Como los monstruos, la poesía habita el margen, los bordes, las fronteras. Aquello que no tiene lugar. Pero que desde ahí, desde su anormalidad, desde su exceso o su defecto, pone precisamente en cuestión el funcionamiento de los límites fijados, las claves establecidas del vivir cotidiano, las biopolíticas que buscan diseñar cuerpos, comportamientos y actitudes. Contra lo funcional de estos tiempos neoliberales, El hombre elefante y otros poemas evidencia los desacompasamientos y lateralidades de la poesía: su condición monstruosa de cuerpo extraño para la sociedad (aunque a veces juegue al espectáculo y a la seducción de lo freak, como también proponen los poemas de este libro). El hombre elefante y otros poemas está para afectar, es decir para, en estos tiempos líquidos, dejar sus huellas sobre los cuerpos. Huellas que conduzcan a reacciones que desacomoden lo previsto. He ahí la monstruosidad que Ildefonso nos invita a mirar y a asumir.