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Lección de las Aves de Eduardo Reyme
(Editorial Vivirsinenterarse, 2015)

Por Miguel Ildefonso



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Lección de las Aves (Editorial Vivirsinenterarse, 2015) de Eduardo Reyme (Lima, 1984) se compone de cuatro partes en donde el poeta dialoga con diferentes interlocutores acerca del destino de la vida y de la muerte, y en ese trance, el del amor se hace el más importante motivo para querer ir más allá del conocimiento, como método platónico, y buscar en lo estético ese “un no sé qué que quedan balbuciendo” como diría San Juan de la Cruz, y que es lo que nos envuelve desde adentro de nosotros cuando pensamos o rememoramos en los sentimientos.

Podemos remitirnos a libros antiquísimos, didácticos, morales, filosóficos, sensuales como Los diálogos de amor de León Hebreo, El libro del buen amor o Elogio del amor de Ovidio. Pero en Lección de las aves, nos hallamos con un libro de poemas cuyos lances con el amor abarcan diversos aspectos de lo humano pero sobre todo íntimos como, por ejemplo, la memoria familar.

Para este propósito el poeta ve en la metáfora de las aves una serie de cualidades físicas y espirituales que le sirven para hablarnos de esas pulsiones sublimes, para empezar, el de escribir poesía, cuando dice: “una mañana quise trascender/ por eso dejé que todo se construyera al libre albedrío de mis manos”.

En la primera parte Las aves y el amor nos hallamos en la orilla del mar, bajo las aves marinas. Las manos del poeta, como el poema de Baudelaire, son las alas del pelicano o albatros, que construye este locus amenus para realzar la cualidad más importante de las aves. Volar como sinónimo de libertad, volar como signo de felicidad. Y ello en este finis terre que es el mar que simboliza la vida y la muerte. Hay una relación más que visual entre ese vuelo y el movimiento marino, para entender esto cito estos versos: “el brillo de esas aves era semejante/ al que cultivan las olas frente al mar”. Léase ese verbo cultivar como dedicación y constancia, y es que dijimos que el vuelo de las aves es como la felicidad y como la libertad, ambas hay que saberlas cultivar. 

Hay que aclarar que en este concepto de felicidad está en juego el significado de amor. No se concibe esta felicidad alada sin el corazón que se eleva también. Se eleva moralmente de las miserias y bajas pasiones, con una responsabilidad que trasciende lo individual; así como dicen estos versos: “defender a ese pelícano rey alado/ paseado cual Jesucristo humillado por los hombres”.

Entonces, como se dijo antes, el amor se cultiva siempre, la libertad no se coacta al amar, y eso que hay saberlo, nos dice el poeta: “solo entonces intentamos pensar como aquellas aves, pero/ nuestras alas nos estorban/ nos convierten en aves torpes y frágiles que no piensan”.Lo que nos dice, además, es que no debemos volver a caer con el peso de nuestras propias ideas: la libertad es ese anhelo constante de amar; el pensamiento debe ser leve para no sentir el simple peso de la muerte.

En la segunda parte Todos somos aves frente al espejo el dialogo cambia de la amada hacia diversos personajes, en un medio en que el elemento agua, ahora vuelto lluvia, es  confusa y conflictiva. Como se trata de un espejo, la imagen primera es del propio Eduardo, quien se interpela a sí mismo. Luego están: Horacio, Nicómaco. Alejandra. Sofía y Mamá Nina. Dice uno de los poemas: “Son orificios pequeños tus temores/ de incienso Nicómaco aquellos caminos que llevarán a los árboles/ a escribir canciones en la puerta de tu casa/ con letra de espanto y espejos dorados.”.Este nombre nos remite a la Ética a Nicómaco, obra de Aristóteles del siglo IV a.C., que está dedicada a su hijo Nicómaco, y que versa sobre lo que Aristóteles denomina como virtudes éticas y virtudes dianoéticas, así como acerca del modo de conseguir  la felicidad.

Sofía o el conocimiento será, en esta sección, la principal guía para conseguir esa felicidad que nos da la libertad de pensar y amar a la vez.

En la tercera parte Cuando descansan las aves volvemos al ámbito de la primera parte: “UN CUERPO EN EL MUELLE se han tendido sobre las cortezas/ tibias de las ninfas de arena,/ pasajes burbujeantes debajo”. El paisaje aquí se hace más intenso, más abarcador y más desgarrador, justamente para resaltar o pintar el inicio y el fin de todo: “Llegamos en silencio y la muerte/ era algo tan lejano que pronunciar”, dice el poeta. Pero para pronunciar aquello habrá que remitirse a la memoria familiar, a los abuelos, por ejemplo. Solo así con la memoria se puede reconocer lo verdadero de lo falso: “este camino que me conduce a un paraíso falso/ como si fuera mi piel una vía o un precipicio/ como si al final estuviera Dios”. Y es que no sabemos lo que hay al final. Acercarnos al final solo puede ser posible con el arte, cito estos versos: “una imagen poética que podría ser/ la de una isla y un náufrago/ buscándose eternamente en la vida y encontrándose/ solo en la muerte”.

Esa es la meta, en el principio está el final, diría T. S. Eliot. La conciencia de haber amado, de haber caído y vuelvo a elevarse mediante las palabras. Una herida en el ala para escribir en el aire su vuelo familiar, su memoria hecha de olas azules para perpetuarse con el viento. Dice el poeta: “fui capaz de dejar de ser el hombre que soy y pasar a ser ave que/ surca los aires”; es decir, se hace poeta al volar. Todo ser humando ante el final se hace poeta, se hace vuelo, se hace memoria de su amor como huella que deja en la arena antes de entrar al mar.

Lección de las Aves termina con Vuelo final que es el poema en donde vemos un alejamiento del cuadro, el ave está allí iniciando su vuelo final, “sacude pólvora incrustada en el pecho/ desnudo de seres que avanzan sin fe”. Y es que, para esos lectores sin fe, esos hipócritas lectores, como diría Baudelaire, van estas lecciones de aves que alzan vuelo y quedarse en el cielo de las letras.



 


 

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"Lección de las Aves" de Eduardo Reyme.
(Editorial Vivirsinenterarse, 2015).
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