Por
Soledad
Bianchi
en La Época, 18 de septiembre de
1988
¿Qué se espera de un libro escrito por un joven que acaba de
dejar la adolescencia?: tal vez, que muestre a adolescentes como él;
quizá, que narre o poetice sobre su experiencia.. . De todas maneras,
que muestre una visión
fresca, vital, optimista, juvenil. Sin embargo, los poemas escritos
por Gonzalo Millán entre sus 18 y 20 años y acogidos por Relación
personal cuando acaba de cumplir 21, en 1968, rompen estas
expectativas con diversos quiebres y desgarros desde su mismo
inicio: en estos cuarenta y dos poemas que, de cierto modo, se ordenan
como una historia intima (una estricta relación personal) no aparece
ni en el joven eufórico de su juventud, seguro de su cuerpo y
explosivo de entusiasmo y arrebatado por sus ansias de vivir (como en
los cuentos de El entusiasmo de Antonio Skármeta (1940),
publicados sólo un año antes), ni se divisa tampoco el rebelde que se
alza contra las instituciones que construyeron sus mayores. Al
muchacho que con mucha frecuencia se expresa personalmente en
Relación personal no le preocupan esos asuntos, tampoco lo
inquietan los adultos, que al no aparecer, no existen; lo impacienta y
turba, en cambio, una relación a dúo que lo trasciende, pero centrado
en ella, se absorbe tanto que no participa en grupos y casi no percibe
a otros seres.
Y a pesar de la
juventud del autor y de un hablante frecuentemente joven, un nuevo
quiebre se produce en el tratamiento del amor que no se ajusta a
supuestos cánones juveniles: no se trata del “haga el amor y no la
guerra”, la consigna de los hippies de ese entonces. Tampoco de un
amor romántico, sin problemas, ni embellecido porque se niegue a la
carga de violencia que conlleva ni a la cotidianeidad: lejos de la
ceguera amorosa, este enamorado es capaz de reconocer (y de poetizar)
hasta de las diarias necesidades corporales de la amada. Además, los
poemas enfocan dialécticamente la relación amorosa pues desde su
inicio se percibe su posible fin, su término, su destrucción, su
eventual brevedad. Sin embargo, a través de esta correspondencia (poco
lograda), el hablante se conocerá a sí mismo y desde ella se ubicará
para abarcar el mundo con esa misma mirada que lo hace percibir la
precariedad extrema de todo lo temporal. Es natural, entonces, que las
referencias al mar, a la playa o al verano no se ajusten a esos
ambientes estivales -tópicamente asoleados, de descanso y de amores,
marítimos, libres-, propios de ciertas canciones, relatos o imágenes
de esa temporada, caracterizados por la frivolidad, la escasez de
compromisos, lo alegremente pasajero, el artificio de un mundo sin
contradicciones ni vejez donde todo tiende al happy
end.
Buenos presagios
Dos décadas han
pasado desde la entusiasta acogida que tuvo Relación personal y
su autor, un poeta joven que se iniciaba con los mejores augurios de
sus lectores, de los críticos, de sus iguales: los poetas... y en estos 20 años, Gonzalez Millán ha concretado la
madurez literaria que se le presagió entonces. Además, la suma de
La ciudad (Quebec, 1979), de Vida (Ottawa, 1984), de
Seudónimos de la muerte (Santiago, 1984) y de Virus
(Santiago, 1987), permite hoy realizar un recorrido por una producción
que el mismo autor ve como ciclo ya clausurado en esos cinco volúmenes
escritos en Chile, Canadá, Holanda (allí reside en el presente),
lugares todos donde se ha desplazado y vivido con posterioridad a
septiembre de 1973. Esa "mano” que, según Millán, forman sus cinco
libros, puede leerse desde Relación personal pues al rastrear
algunas de sus características inaugurales es pósible reconocer en
ella, ahora, ciertos rasgos estables y peculiares al conjunto de la
obra poética de Gonzalo Millán: y no se trata sólo de esos grandes
asuntos que, distinguidos con marcas propias y temporales, han rondado
épocas y autores; tampoco exclusivamente de temas como la muerte que
vuelve sin cesar ni de esa visión del amor que pudo haberse pensado
propia de la juventud, pero que todavía se prolonga pues siempre este
sentimiento incuba y se liga con la destrucción...
Quizá por ser
citadino de nacimiento, Gonzalo Millán entrega una reiterada imagen
poco amable de la urbe. Pero si en Relación personal, ésta
apenas se atisba, completa se erige en La ciudad donde la
complejidad se agudiza porque todo el texto refiere unitariamente a
ese espacio ciudadano y porque, además, su autor es un anciano cuya
muerte se corresponde con el final del poema y del libro construido en
y por la lectura. Compleja resulta también la inquietud del autor por
la escritura y sus instrumentos, por el acto mismo de escribir y sus
productos: Virus patentiza, entonces, interrogantes y
constataciones que llegan a la obsesión meta-literaria. Considerando
la voluntad organizativa del conjunto de la obra de Millán, estos dos
libros no son excepciones: todos los cinco coinciden en la imperiosa
necesidad de haber sido concebidos y dispuestos como unidades y
no sólo como una adición de poemas aislados: la homogeneidad puede
otorgarla desde un enfoque continuo y unitario hasta la permanencia de
ciertos motivos, así tanto La ciudad como Virus son
atravesados por una temática particular y contundente, y por otras
varias que con diverso énfasis de tratamiento, a veces coexisten en
otros volúmenes. El cuidado por la organización del todo se hace aún
más indiscutible en la lectura de Vida y Seudónimos de la
muerte donde incluso sus secciones están concebidas como
totalidades, que en ocasiones, hasta poseen un hilo
narrativo.
Desde Relación
personal, bastante frecuente es también, la presencia de un YO,
más o menos comprometido, más o menos distante. En numerosas ocasiones
se enfrenta (y apostrofa) a un TU que resulta ser esa misma primera
persona que se expresa: estos desdoblamientos se insinúan desde los
inicios poéticos de Millán para extremarse en esos momentáneos
“Reversos” adelantados por la Antología de la poesía chilena
contemporánea de Alfonso Calderón (1970), y acogidos como
“Ouróboros” cuando en mayor número se agrupan en Vida bajo el
apelativo de ese animal, símbolo de la integración, que al enroscarse
en circunferencia puede morder su cola donde se halla el antídoto a su
propio veneno. Cercanas a estas auto-apelaciones podrían considerarse
las múltiples metamorfosis del hablante y su amada cuya ductilidad les
permite transformarse en varios y diversos animales y materias, acaso
-como señaló Millán a poco de aparecer Relación personal-
porque los amantes son considerados "cosas entre las cosas", acaso por
temor a la enajenación de “un hombre y una mujer (que) se absorben
despojados de su calidad de seres”.
En esta poesía no
hay términos ni exprésiones sobrantes: para Millán, buscar, escoger y
colocar cada palabra no obedece a la casualidad y lo obliga al
(deseado) uso de ese depósito del lenguaje que es el diccionario.
Entonces, anima y agiliza este repertorio y sus ejemplificaciones se
transforman en la base versal de La ciudad. En otros momentos,
es común que un vocablo convoque a sus semejantes en sonido o
significado y precise de un lector vigilante y de oído atento que
resuelva antigüedades y distinga y persiga los verdaderos engarces
sonoros que se producen.
Como se ve, casi
siempre el juego colabora con el ingenio y su imprevista descarga de
sorpresa y sentido, o ambos -juego e ingenio- son instrumentos para
conseguir la ironía en un trabajo apasionado que redunda en esa
concentrada intensidad que es la escritura de Gonzalo Millán.