
         
        UNAS PALABRAS PARA  DESCORRER LA BRUMA
        Por Waldo ROJAS
 
          Publicado en Acta Literaria Nº 46 Primer semestre  2013
        Departamento de Español /
          Facultad de Humanidades  y Arte
          Universidad de  Concepción
          Concepción -Chile
        
        
          
          
           
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          Texto de presentación del libro Bruma,  de María Inés Zaldívar, en la Biblioteca del Centro Cultural Gabriela Mistral  (GAM) de Santiago, Chile, el 14 de noviembre de 2012.
         
        La presentación de un libro se ha vuelto en el marco de la sociabilidad  literaria chilena un rito sin misterio, cuyos códigos ceremoniales, debo  admitir, no me resultan aún lo suficientemente quitados de brumas, pese a mi  propia experiencia repetida de simple número en medio de los asistentes  ordinarios a estas ceremonias. Pero hasta adonde nuestro modo de ver nos hace  ver claro, de lo que se trata en resumidas cuentas es de hacer extensiva a un  público, por el momento auditor, y como esperamos, pronto lector, la invitación  que nos hiciera tácitamente el autor, en este caso la poeta María Inés  Zaldívar, al confiarnos su reciente libro para una lectura personal.
          
          Por “una lectura personal” queremos referir aquella de uso personal,  íntimo, en cierto modo y que consistiría no ya en buscar satisfacer en la  frecuentación de un poemario ajeno unas respuestas a nuestras preguntas más  tenaces sobre lo que es un poema, sino, muy por el contrario, en indagar ahí,  justamente, la posibilidad de esas y nuevas preguntas.
  
          Según este modo de ver las cosas, los primeros signos de una intención  significativa en poesía —o dicho de otro modo, de un trabajo poéticamente  genuino— aparecen cuando su lectura nos conduce una vez más a interrogarnos,  como en el primer día, sobre lo que puede ser la poesía. Es decir, sobre su  diferencia significativa respecto de toda otra construcción verbal, a cuyo  conjunto llamaremos, por ejemplo, prosa. Pero que podría llamarse también,  lenguaje de uso doméstico. Aparte la seguidilla de innumerable interrogaciones  obvias, hay una o dos que siéndolo un poco menos guardan siempre su  pertinencia.
  
          ¿Es el reemplazo, consciente o no, por el poeta, de la comunicación llana  por la simple sugerencia? ¿O por la sobrecarga de imágenes, figuras, tropos,  etc., esos intríngulis o galimatías que descorazonan la lectura gallardamente  dispuesta del común de los mortales?
          ¿O se trata tal vez de un discurso perdulario que con desmaño pierde de  vista las fronteras de los géneros tan celosamente trazadas por la academia, de  Aristóteles a nuestros días? ¿Es una tentativa de arrancar esos  maravillosos objetos que son las palabras a su ancestral dependencia de la  razón? Y si el decir del poema —puesto que de todos modos un poema es un decir—  no quiere ya decir la razón, ¿qué es lo que nos dice? ¿A quién, o a qué el  poema da la palabra? ¿Y con qué derecho da algo que su propio acto de decir  inutiliza para los fines habituales de la palabra al volverla incierta? O,  finalmente, con toda la salvedad del caso, ¿sería el poema, concebido como  está, el espacio privilegiado de la mirada que el lenguaje vuelve sobre sí  mismo? Basta que a la lectura de un poemario broten estas preguntas para  caer en el anuncio de que lo que leemos son efectivamente poemas, porque de  todo ello hay en el acopio de la verdadera poesía. Y que cada poeta encuentre  sus intransferibles respuestas.
          Desde ya la presente publicación escapa por su puesta en página a una  edición habitual de un libro de poemas. La autora ha 
querido incluir en su  configuración gráfica, una serie de piezas fotográficas confrontadas a sus  textos y sin mayor comento que el nombre del fotógrafo, Bruno Ollivier. Son  éstas en su mayoría unas vistas de ceñido recuadro que eluden las más veces la  presencia de seres animados, o los sugieren, en favor de objetos o parajes, o  huellas perceptibles de vidas invisibles.
          Un libro, ya sabemos, no se reduce a sus páginas interiores, poco importa  el contenido de éstas. Su título inscrito en la portada, la portada misma en su  concepto gráfico, sus elementos de información sobre la identidad del autor  contenidos habitualmente en la solapa, las circunstancias de la edición, etc.,  amén de eventuales prefacios o simplemente epígrafes, o sea sus para-textos,  como dicen los especialistas, son otros tantos factores que inciden en la  circunstancia de su lectura. 
          Valga advertir, de paso, que al título propiamente tal de estos poemas  precede la mención genérica de “Canto”, y cabe preguntarse si no juega aquí un  vago sesgo paródico visto que, como se sabe, de Homero a Darío, se designa  especialmente como canto aquella composición poética de tema elevado y tono solemne. Ahora, salvo  alguna excepción, como es la del Canto IX, titulado “Mar  adentro”, los poemas de Bruma, como  veremos, se atienen, por el contrario, a una prosodia de sobria hechura y su  vocabulario incurre con llaneza en giros o vocablos de temple coloquial e  incluso de corte idioléctico.
          Un libro, y sobre todo un libro de poemas, huelga insistir en ello, sólo  existe en y por su lectura, sus lecturas, en la apertura que es lo propio de  éstas, a lo cual contribuirá en gran medida, en tanto contexto inmediato, la  compaginación y todo cuanto se juega en ella.
          En este nuevo poemario de María Inés Zaldívar, nos parece, el advertido  lector deberá abstenerse de ver una serie de poemas ilustrados por otras tantas  vistas fotográficas, como también de no ver aquí sino unos textos suscitados  por el poder sugestivo de unas fotografías de arte. Una tal lectura pasaría al  lado de la novedad y el interés de esta obra singular. La historia de sus  páginas que así confrontan poemas y fotografías es la de un encuentro sin cita  concertada. Historia de un hallazgo mutuo; los unos y las otras, cada cual con  sus notables calidades, estaban ahí, desde tiempos y horizontes distintos, y  desde sus respectivos vértices de apertura vueltos hacia la eventualidad de una  experiencia in-nombrada: experiencia de lectura que inventa su condición de  posibilidad. Bien visto, lo común entre los 24 poemas y el mismo número de  imágenes fotográficas es que ambos conjuntos responden a tópicos y temas  igualmente heterogéneos.
          Como es lo propio de toda fotografía, la imagen objetiva captada por la  cámara se cumple en la paradoja de hacer que el mundo se desvele a sí mismo  habiendo disuelto la realidad de éste con la cual ella sin embargo coincide  punto por punto. Puesto que su reproducción de ese mundo, siendo exacta es  mecánica por necesidad.  Es sabido que  apenas si se puede hablar de “imagen” a propósito de la fotografía, puesto que  conteniendo todos los significados no retiene ninguno. Hablando como habla para  nadie, la foto ni siquiera habla para el fotógrafo: una vez disparado el  objetivo, todo ha terminado y el fotógrafo ya no tiene influencia sobre su  motivo. En el chispazo de sus imágenes, por el contrario, el poema habla para  nosotros y nos retiene en el “territorio del sentido” (V. Canto XX); en sus imágenes imita al mundo transfigurándolo y, permaneciendo por ello  en esencia y materia distinto de él, congrega su mirada impregnada de humana  intimidad. Sólo que, como no faltará probablemente de hacérnoslo notar, se  trata aquí, con evidencia palmaria, de un trabajo de “fotografía artística”, es  decir, de un intento tan legítimo como el del poeta, de humanizar la imagen  ordenando como un lenguaje la potencia objetivadora del mundo fotografiado.  Cualquiera sea su resultado estético, el fotógrafo permanecerá dentro de los  límites hechiceros de ese mundo objetivo re-producido ya que no re-presentado.
          Se suele asociar el poema a la fotografía en virtud de un cierto poder de  evocación, y es así que se habla de la imagen-símbolo; pero a pesar del  sentido, metafórico, que se le confiere, tal imagen no remite más que a la  verdad de su propia apariencia. Una imagen del mar, por ejemplo, rompiendo  sobre las rocas de la costa –un poco como la foto que acompaña el citado poema  “Chascona” del Canto XX‑ no es tanto el símbolo de las pasiones, sino la  realidad evocada de las pasiones que viene a reforzar ese decir simple e  intransferible del mar por el mar. No  es tanto la naturaleza que se humaniza como el universo moral que, por así  decir, se mundaniza. 
          Un sintagma simple, en cambio, en el cuerpo de un poema, que la intuición  del poeta, fuera de toda receta, se ve consciente o inconscientemente impelido  de privar de contexto, basta y sobra a menudo, para aquel efecto; como por  ejemplo aquí, en el Canto XIX, el verso de “…la deseada brasa” 
          Lo que la  poesía no comparte con las otras formas de arte, en este caso justamente el  arte fotográfico, es su materia, o sea la lengua. Decir que esta materia es su  instrumento no es ni suficiente ni veraz, pues la lengua es en verdad su todo.  La poesía restituye a la lengua su superioridad sobre lo real o lo irreal que  ella designa o connota. Es mediante el lenguaje que el poeta funda esta  superioridad: la cruel ironía consiste en que su tarea estriba en no admitir  nunca que la lengua se esfume en el mundo que ella designa; el instrumento es  la lengua, aquella con la cual compramos el periódico, que en sí mismo está  plagado de lengua (y cuánto más de... ¡fotografías!) 
          (Tratándose aquí de presentar un libro de poemas, dejaremos pernoctar este  asunto, que de todos modos quisiéramos despertar alguna mañana acerca  justamente de su  pertinencia puntual con  la poesía.).
          El hecho es que el título de Bruma,  así, en singular, nos llamó la atención no sin razones. En sus poemarios anteriores María  Inés Zaldívar manifestaba un interés particular por la elaboración de los  títulos. Artes y oficios (1996) y Ojos que no ven (2001),  por ejemplo, remiten a juegos de paráfrasis sobre expresiones del lenguaje  corriente, e implican en ello una distancia tomada con la solemnidad. De otro  modo, Naranjas de medianoche (2006) y Luna en Capricornio (2010),  ya menos denotativos en su fórmula figurativa, van en el sentido de una clave  emocional, a la cual podemos asimilar el presente título de Bruma, confirmando de paso la ausencia  de gratuidad en la elección de dichas rotulaciones.
          Un título en la portada, decíamos, incide en la lectura de todos o de cada  uno de sus textos, denotativa o connotativamente. Es una manera de “hacer  sentido”, y, como se ha dicho, el mejor aliado al mismo tiempo que el más  temible enemigo de la poesía es el imperativo de “hacer sentido”, sobre todo  cuando se busca hacerlo para salir del paso. Se ha dicho también que del mismo  modo como la gran duquesa no soportaba el té chino, la especie humana no  soporta el vacío de sentido (aunque para T. S. Eliot lo insoportable fuera el  “exceso de realidad”…). No hace falta tratar de decir algo, el texto se  encargará de ello. El término “Bruma” nos llamó, pues, la atención,  precisamente por “hacer sentido”.
          Dicho término remite por supuesto a aquella multitud de infimísimas gotitas  de agua en suspensión en el aire, que enmascaran de modo más o menos opaco el  cielo, la superficie del suelo o de las aguas. La fotografía que acompaña uno  de los poemas, así como otras dos que abren y cierran respectivamente el libro,  objetivan diversamente este sentido. Es uno de esos términos que, en plural, la  lengua literaria ha terminado por cargar (iba a escribir: por “abrumar”…) de  sentidos figurados: brumas del corazón, del espíritu, del alma, de la razón, o  del destino, alejándolo en el uso de su sinónimo cotidiano y trivial de  ‘niebla’ o ‘neblina’. En otro orden de consideraciones, el vocablo es un  empréstito del latín clásico, que designaba el día del año más corto del  solsticio de invierno, o el solsticio de invierno mismo ‑el de diciembre en el hemisferio norte, y de junio en el hemisferio sur‑, y por  asimilación, la época de fríos invernales.
          Algo de aquellos sentidos figurados que inducen en el ánimo un humor de  melancolía, nostalgia, añoranza vagamente aflictiva como sería aquella inscrita  en ese lírico “recordar el olvido”,  de que nos hablan los versos del Canto XIX (“Río”), y que se ha  querido verter sobre el conjunto de los textos: 
        
          Si recuerdo el olvido
            en vez de la memoria
            rescato la ilusión de  una luz perdida.
          
        No obstante, el vocablo “bruma” aparece sólo en uno de los primeros poemas  del libro (Canto XV) y es este texto, justamente, que prefigurando a  modo de referente, bajo el título de “Hay  revolución”, un estado de cosas que multiplica los signos de un  vaticinio calamitoso, se presenta perlado de giros anti-líricos, se puede  decir, y de registros de la verba coloquial:
        
          (…) Se agotan  ansiolíticos, antidepresivos
            tragan  analgésicos, sedantes e hipnóticos
            incluso  antiespasmódicos y relajantes musculares
            La población  arrasa la hierba de san Juan,
            se consumen  litros de agua de Melisa (…)
            No hay tutía  para heridas
            sálvese quien  pueda, dicen
            La ciudad respira  cansada
            A bordo nadie  sabe la firme
            Permanece el  silencio
            Una extensa bruma cubre la faz de la Tierra (…)
          
        Otro modo de hacer sentido aquí, y que iría en la orientación del humor  melancólico ya señalado, concierne, sin duda, a los tres epígrafes inscritos en  el pórtico del libro. Tres poetas japoneses venidos de varios siglos  precedentes y celebrados como precursores o célebres maestros del haïkú, término para designar esta  modalidad poética japonesa, que fuera creado y adoptado hacia fines del siglo  XIX, y ella misma sólo difundida en Occidente desde comienzos del XX. El haîkú,  como se sabe, es ese poema extremadamente breve que apunta a decir la  evanescencia de las cosas del mundo. Así reza el primero de estos epígrafes:
        
          Fue darme vuelta
                y el hombre que  cruzaba
                se hizo niebla
            Masaoka Shiki (Japón 1867-1902)
          
        No se nos escapa, en esta captura de sentidos, que uno de los últimos  textos, el Canto XXII, titulado “Anuncio”, incorpora en su primer verso  al flautista Tammuz, personaje venido del mito sumerio/acádico, a menudo  desenterrado en nuestros días por el así llamado “paganismo moderno”, y que  narra el descenso al Inframundo de su amante, la Diosa de la fertilidad Ishtar.  Ahora bien, dicha divinidad pagana retorna desde el Inframundo en la celebración  del Solsticio de Invierno, o dicho de otro modo, en la época llamada otrora  Bruma, cerrando así el círculo abierto por el título del libro: "Otra vez el flautista Tammuz –dice  este poema‑ sopla y renace la primavera”. 
          
          La mención, verso seguido, del nombre de Ulises, figura imaginaria y  estrechamente asociada al Mar, ha llegado a ser, por lo demás, al cabo de los  siglos, si faltare recordarlo, uno de los más arraigados tópicos del habla  corriente para aludir al motivo del Viaje. El largo viaje de improbable  peripecia al cual se funde, entre otras figuraciones emblemáticas, nuestra  trayectoria sublunar. Y a este nombre se hallan atraídos, y están aquí aludidos  o esbozados, los de Telémaco, Itaca, Polifemo o Tiresias, Circe o Calipso, el  pueblo de los legendarios Feacios y otros Aqueos o Troyanos…Y, por cierto, el  nombre de Penélope, la esposa inagotablemente fiel, alter-ego huidizo de la  hablante de buena parte, si no, de modo diverso, de todos los poemas; una  hablante que tal vez en su discurso se afana como aquella figura ancestral,  voluntariamente o no, conscientemente o no, en deshacer su propio tejido, o  sea, su texto:
        
          (…) Sobre la superficie lisa de madera
                dentro del pequeño cuarto semioscuro
                garrapatea signos sobre una hoja de papel
                Son breves palabras sin sentido
                confusas señales que flotan en la página
                como ansiosos peces en  busca de alimento (…)
            [Canto IX, “Mar  adentro”].
          
        Este mar no es, claro está, ese mar que mece la mirada o acuna el ensueño,  sino aquel que aleja y separa corazones y cuerpos: “Esposa, hijos y amigos, lejos / (…) olas, viento y recuerdos”.
          
          Podemos ver también que la figuración viajera del Ulises así comprendida se  reencarna asimismo, con otra significación, en un personaje del film británico La Misión, un cazador de  indios guaraníes y protagonista  emblemático, más tarde, de un atribulado viaje de redención física y  psicológica, si no moral y hasta política: se trata del Capitán español Rodrigo  Mendoza, que, brevemente aludido, tematiza el Canto XXI, titulado no  por nada “Mochila”, ese atuendo o apero por antonomasia de viajeros. 
          
          En el conjunto de todas estas reencarnaciones y resurrecciones metafóricas  el mito es reescrito y se remotiva con guiño irónico en la inserción de objetos  y usos de la modernidad actual, actuante, de la globalización, a fuer de un  despliegue léxico que va de “buses y luces” al “antifaz de la aerolínea, los  “somníferos de última generación” y la, “batería” descargada del teléfono en la  “la habitación del hotel” dotada de “microondas”, pasando por “llaves de un  automóvil arrendado”, “cupos” de aerolíneas y artículos mercantiles “Ted Lapidus (made in China, of course)” y otro “labial Chocolate Ice, (que) está agotado, (y) desapareció, / como Ulises”.
          
          Si entendemos por “motivo” una tela de fondo, un concepto vasto que designa  una cierta actitud o una situación de base, impersonal, cuyos actores no han  sido necesariamente, o no siempre, individualizados, el Viaje es justamente el  trasfondo o motivo dominante de Bruma,  en la constancia y profusión de sus signos alusivos. No ya, como el lector  advertirá de temprano en su lectura, a cuento del placer de la ruta, con su  recompensa de encuentros y alegrías insospechadas, sino en su plasmación del  Desencuentro, el de sí mismo tanto como el desencuentro del Otro, “en el surco del sendero / que Venus dejó en  mi destino” [Canto XVII, “Guarida”]. Motivo de la soledad movediza del Viajero (“Ulises está solo, está lejos”, dice el Canto  XXI), de sus  encrucijadas giratorias, en “la vuelta de  la esquina sin encuentros”, de que habla el último verso del libro. 
        Las fotografías de Bruno Ollivier, decíamos, no hablan de los textos, o  casi no lo hacen, agregaríamos ahora, ni estos de las fotografías. Sin embargo,  en el concepto gráfico del libro dos paisajes embozados de brumas, ambos  desplegados en doble página, al comienzo y al final, respectivamente, dialogan  entre ellos. Y lo hacen sin palabras, o tal vez con todas las palabras juntas  de este poemario, para abrir y cerrar también el círculo del que hacíamos  mención a propósito del fenómeno atmosférico, por un lado, y por otro de la  etimología del término que intitula la obra, es decir, el solsticio de invierno  al que también remite Ishtar, la amante del flautista Tammuz. El primer paisaje  muestra la cerrazón de troncos y ramas a media altura tras la espesa bruma. En  el segundo, en la vastedad del bosque se ve brillar, no muy lejos, un punto  luminoso clavado en el trasfondo embrumecido: ¿es el signo del rescate de “la ilusión de una luz perdida”?…
        Waldo ROJAS
          Santiago de Chile, miércoles 14 de noviembre de  2012.