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              Inés Zaldivar | Autores | 
             
             
             
             
            Todos 
              los caminos llegan al blanco
                
                Por María Inés Zaldívar
                Santiago de Chile, mayo de 2002
                
          
           
          Una docena de telas de un formato que supera el metro cuadrado de 
            superficie, todas en blanco y negro y al primer decir de su creador, 
            huérfanas de nombre (son paisajes, paisajes, paisajes, dice 
            la boca del artista, y son abismos, abismos, abismos, dice al mismo 
            tiempo su mano), es el universo que compone esta muestra de Menashe 
            Katz (Tel Aviv, 1952). 
            
            Utilizando la técnica que conocemos en el grabado con el nombre 
            de mesotinta, el artista con brocha y rodillo ennegrece meticulosamente 
            la tela previamente velada por el yeso. Su ejercicio, cual cachurero 
            de camino, consistirá en escarbar en esa negritud para hacer 
            aflorar lo que se oculta en el fondo del contenedor.
            
          
          
            
          
          ¿Qué se oculta en lo oscuro?, sería más 
            o menos la pregunta
            
            Pero antes de intentar una respuesta, quisiera mencionar dos relaciones 
            que me ofrecen un marco de lectura; una que surge de la oposición 
            y otra por la semejanza: A primera y simple vista, y ya sea con una 
            mirada que toma distancia a varios metros de la tela o, por el contrario, 
            otra bien cercana, con la sola distancia que media entre el ojo y 
            la imagen de la tela en la pantalla del computador, los trabajos de 
            Menashe Katz aparecen como grandes fotografías en blanco y 
            negro de bucólicos paisajes campesinos. Sabemos que la utilización 
            del blanco negro y toda la gama de grises es característica 
            de la primera fotografía ésa previa al color, ésa 
            que nace como una manera de reproducir la realidad, lo que los ojos 
            ven, de la forma más fiel y mimética posible. Surge 
            entonces una contradicción básica, pues estamos frente 
            a una pintura que parece inocentemente fotográfica, pero que 
            a poco andar o más bien dicho observar, atrapa al receptor 
            en unas imágenes sugerentes, quizás oníricas, 
            que al parecer retratan paisajes interiores más cercanos al 
            sueño que al mundo de la vigilia y de la luz. Otra relación 
            que no puedo dejar de establecer, esta vez más bien por semejanza, 
            es la que surge entre el negro de la pintura acrílica que cubre 
            la totalidad de la tela, y el negro del plástico de las bolsas 
            de basura en calles y caminos, elemento obligado del paisaje en nuestra 
            cultura urbana y que aparece sugerido en algunas de ellas. Podríamos 
            pensar que esa pintura plástica sobre la tela, de alguna manera, 
            convierte a cada cuadro en el contenedor de las imágenes que 
            se dibujan sobre su superficie. 
            
          
          
            
          
          ¿Qué se me oculta, entonces, en lo oscuro, ya sea en 
            esa aparente fotografía antigua, o bien dentro de esa bolsa 
            negra de polietileno (en estricto rigor de acrílico) con que 
            el artista cubre la tela a fuerza de brocha y rodillo? Son los caminos 
            y el caminar, la diagonal que surca insistentemente la tela buscando 
            el horizonte, hacia la luz. Es ese paisaje cubierto de telas desgarradas, 
            de sudarios que penden cual banderas en el follaje, es la presencia 
            de un caminante invisible que con una mochila cargada de recuerdos 
            y silencio, tanto sortea la basura del camino con horror, como se 
            detiene a contemplar morosamente los cadáveres que conforman 
            el paisaje. Pues ese paisaje campesino puede ser de pronto uno apocalíptico 
            (no puedo dejar de pensar en el Bosco), o más bien post apocalíptico, 
            y todo en él puede ser basura, desecho: desde elementos orgánicos 
            como un perro muerto, ramas y piedras, pasando por envolturas, trapos 
            como sudarios, hasta un bus y un viejo automóvil tragados por 
            la vegetación. Y en esa vegetación exuberante también 
            se dibuja ese lado oscuro de la Tierra, no ése consabido de 
            dadora de vida, sino más bien el otro, ése que devora, 
            ése que se alimenta de lo que traga. 
          Mientras la pintura cromática va vistiendo la blancura con 
            capas de color, el trabajo de Menashe Katz va desnudando la blancura 
            de las capas de negro que la guardan. Es el deseo del blanco, de la 
            luz cegadora que fulmina y ofrece la paz del desapego estable. Deseo 
            que se busca insistentemente en el frotar, raspar, escarbar en la 
            negra tela; del escarbar cuidadoso o empedernido, desde donde aparecen 
            las luces, tímidas o tenues, definidas o difusas y, junto con 
            ellas, los caminos a veces cubiertos de basura, pero que definitivamente 
            se resuelven en las diagonales que enflechan hacia la luz, hacia una 
            luz misteriosa e inasible. 
            
            Las imágenes de Menashe Katz surgen del blanco, atraviesan 
            el negro, para volver al blanco. Es un porfiado ejercicio de desentrañar 
            la luz, de buscar el nombre que se esconde en la nada.