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NARANJAS 
DE MEDIANOCHE
 
(María 
Inés Zaldívar, Ediciones Tácitas, Chile, 2006) 
Por 
Cristián Gómez O. 
 
De 
los varios registros que maneja María Inés Zaldívar 
en este libro, tal vez si el que llama más la atención, sea aquel 
por el cual la descripción más o menos minuciosa de un mundo físico 
-referencial, las más de las veces, aunque no se trate aquí de meras 
descripciones- ponga ante los ojos del lector la representación de ese 
objeto referido, la sensación que eventualmente produciría si nos 
topáramos con él. No es poca hazaña si se piensa que Zaldívar 
escribe en una época que rehúye la representación o, si se 
quiere, la mediatiza a más no poder. Desconfiados de sus capacidades, los 
poetas no han dado 
un paso en falso, pero sí uno hacia atrás, imbuidos de una especie 
de (creemos) saludable pudor que refrena el ataque sin rodeos de la cosa, por 
otro que sin bien no rehúye su objeto, también da cuenta del proceso 
de su representación. 
Zaldívar no. La tramoya aquí 
permanece en su lugar y en cambio tenemos el despliegue feliz de zarzamoras, bolsas 
pletóricas de alcachofas, naranjos, rosas y espinas que se toman el foco 
del poema. Para fortuna de lectores, Zaldívar no quiere pasarse de lista 
y el muestrario vegetal de estas páginas, da literalmente sus frutos sin 
desatender la experiencia que de ellos y con ellos se pueda extraer. Los ciclos 
de la naturaleza, al parecer, tienen su eco en el quehacer humano y estos polos 
no constituyen mundos ajenos. Aunque tenga poco que ver con lo que usualmente 
se entiende por poesía lárica, hay en este libro de Zaldívar 
un goce con la humildad de las cosas que es difícil de soslayar. Bolsas 
de malla, de esas que antiguamente se usaban para ir a la feria, protagonizan, 
llenas de alcachofas, un poema. Un terminal de buses en Rosario es el escenario 
perfecto donde las mujeres que allí habitan se identifican con el mundo 
físico: la familia, asimismo, está pendiente de la caída 
nocturna de las naranjas, esas que a medianoche -aparte de darle el título 
al libro- interrumpen subrepticiamente la tranquilidad familiar. La madurez del 
fruto es un presagio sutil de la muerte o del carácter inexorable de ésta. 
Pero esto, más que asumirse trágicamente, más bien parece 
parte del paisaje. Para mayores antecedentes, no está demás leer 
esta estrofa del primer poema del libro, "Sentarse, tomar el lápiz, 
escribir": 
Llorar 
de frío o de calor, no de sobresalto 
Respirar, con cierta naturalidad, 
respirar
 Transitando sobre las horas con el corazón acompasado
 
Entrar en la noche como el sol en alta mar
 Dormirse al son de ruidos familiares 
Despertando sin necesidad de tomar el antídoto 
Para el veneno que 
trae el nuevo día.
 
Si es cierta la afirmación de Bourdieu, según la cual las producciones 
culturales son un "mundo económico al revés", entonces 
creo que el afán de Zaldívar es el de aventurarse a una crítica 
oblicua, una crítica por omisión del Chile contemporáneo. 
Y lo hace a través de la creación de este espacio cuya ruralidad 
es más bien imaginaria o, por lo menos, intencional: no vemos un retorno 
a ninguna parte, ni a una edad de oro ni a un paraíso perdido, sino un 
espacio cruzado por las tensiones de una amenaza externa, un afuera que percibido 
como peligro invita, en consecuencia, a inventar un topos nuevo y a reinventar 
otros previos, dentro de cuyos límites la amenaza previamente descrita 
se morigera o aplaza. Pero no necesariamente se diluye. No está demás 
decir, también, que este espacio tiene una significación ideológica 
que no es posible pasar por alto, a riesgo de terminar escribiendo una crítica 
sospechosa e interesadamente cómplice. Aquí nos colgamos de la definición 
negativa de espacio que tiene Henri Lefebvre: 
El 
espacio no es un objeto científico ajeno a la ideología o la política; 
ha sido siempre político y estratégico. Si tiene un aire neutral 
y de in- diferencia por sus contenidos, lo que lo hace parecer tan sólo 
"formal", epítome de abstracción racional, es precisamente 
porque se lo ha ocu- pado y usado (1976:31) (1)
De 
hecho, son varios los textos de este conjunto que trabajan sobre la presunción 
de un adentro y un afuera (sin ir más lejos: el mismo libro está 
dividido en dos partes, de títulos sintomáticos, En tierra 
y Rodando), a saber: "Visita", "Mampara", "Naranjas 
en la noche", "Paseo entre los árboles", "Primavera 
en Rosario", "Réquiem porteño", "La esquina 
del monasterio" y "El portón", textos pertenecientes tanto 
a la primera como a la segunda parte. En esta última, sobre todo, se recalca 
la presencia de un límite, en cuyo traspaso se arriesga el fin del sujeto 
como entidad independiente. La relación dialéctica entre sociedad 
y espacio, o entre la(s) representación(es) que se hace de éste 
la primera, nos hace preguntarnos por la alternativa de Zaldívar en medio 
de una sociedad como la chilena, ahora recién comenzado el siglo XXI, donde 
se supone -recalquemos esto último- que las fronteras territoriales se 
han diluido o por lo menos atenuado en su condición de marcos simbólicos. 
Aunque esta discusión no sería breve, vale la pena tener presente 
-como si de una especie de mantra se tratara- que los espacios o territorios aquí 
aludidos son fundamentalmente universos simbólicos, más allá 
de las comunidades imaginarias de las que hablara B. Anderson, pero sin dejar 
de lado por completo su realidad geográfica. En el estado actual de nuestras 
sociedades capitalistas, la simultaneidad de las tecnologías no ha logrado 
(y tal vez ni siquiera se cuente entre sus propósitos) borrar las fronteras 
que nos dividen, nacionales o no. 

Así 
se entienden entonces que, por ejemplo, en un poema como "Rosa Espinosa", 
el atributo de la rosa, i.e., tener espinas, pase de adjetivo a convertirse en 
apellido, de espinosa pase a "Espinoza", rosa y personaje mimetizándose, 
del mismo modo como le ocurre a la voz que, en "Réquiem porteño", 
describe el estilo arquitectónico de una plaza, las tiendas sin clientes 
y el paisaje de la polis al atardecer -en una ciudad que suponemos es Buenos Aires, 
aunque más bien el hablante del poema la mantenga intencionalmente en el 
anonimato-, para terminar asumiendo los mismos rasgos de la urbe que está 
mirando. La mirada, en este y otros poemas, se ejerce como una forma de establecer 
una distancia con lo mirado. Pero los que hemos vivido en la ciudad paranoica 
y contemporánea, también sabemos que la mirada toma forma de vigilancia 
y control, de esas cámaras adosadas en las alturas que aquí, en 
las páginas de este libro, se transforman en las "diferentes cúpulas 
que coronan/ las inquietantes torres de esta esquina". No puedo evitar recordar 
otro caso -Multicancha (El billar de Lucrecia, 2006, México), de 
Germán Carrasco-, que en una vertiente particularmente virulenta, también 
toca con pericia y agudeza -además de cierta mala leche- el tema de esos 
espacios otrora públicos y hoy enrejados/confiscados para su utilización 
colectiva. Por su parte, María Inés Zaldívar prefiere menos 
la frontalidad que la sutileza y más un tratamiento del poema que no lo 
confine a una palabra contingente. Aun más: lo que hace Naranjas de 
Medianoche tiene que ver con una reflexión sobre el habitar del hombre 
en los espacios que le toca habitar y los límites que a estos amenazan. 
En uno de sus ensayos sobre Holdërlin, Martin Heidegger desarrolla 
la idea del verdadero significado de habitar en el mundo, partiendo del aserto 
del poeta alemán que reza "Lleno de méritos, sin embargo poéticamente, 
habita el hombre en esta tierra". Aunque no es el lugar para extenderme sobre 
el pensamiento heideggeriano -ni cuento con los elementos para hacerlo-, sí 
quisiera resaltar el argumento de Heidegger según el cual no existe ninguna 
contradicción entre habitar (en este mundo) y hacerlo de una manera "poética". 
El filósofo se hace cargo desde un principio de lo que parecen dos términos 
irreconciliables, tales como vivir en este mundo y hacerlo poéticamente, 
ya que este último término estaría asociado con ensoñaciones 
e idealizaciones ociosas que no tendrían nada que ver en un mundo cuyo 
lema es el de la velocidad y la eficiencia.
Sin embargo, dice Heidegger, 
tal contradicción no existe, en tanto consideremos el habitar y el poetizar 
en su esencia, i.e., considerándolos en su relación fundamental 
con el lenguaje, que es de donde el hombre obtiene sus nociones de la poesía 
y del habitar, no como un lugar donde vivir, no una residencia, sino como una 
forma de medirse con la divinidad, que es, según Heidegger, precisamente 
aquello que carece de medida. Poetizar es medir, nos dice Heidegger, pero no habla 
ni de planos ni de números, sino de tomar-una-medida, lo cual es la construcción 
inaugural, ergo el poetizar es "es lo primero que deja entrar el habitar 
del hombre en su esencia. El poetizar es el originario dejar habitar".La 
vida del hombre, escribe Holdërlin, es una vida que habita(2) 
. 
Desde esta perspectiva, mientras más deje hablar al lenguaje 
y menos trate de hablar en su lugar, más "poético" y libre 
y flexible será la escritura de tal poeta. Y, volviendo ahora a Zaldívar, 
creo que éste es el mayor logro en este libro: haber alcanzado no tanto 
una expresión personal, una puesta por escrito de una subjetividad, como 
el haber reflexionado con agudeza -pero sin trazos de brocha gorda- sobre los 
espacios que hoy hemos creado y los límites que les hemos impuesto. Como 
para refrendar lo dicho, Zaldívar cierra este conjunto con la siguiente 
estrofa que pone de manifiesto esa convivencia para nada pacífica entre 
un adentro y un afuera que en la negociación de sus fronteras, se juegan 
mucho más que la simple delimitación de una frontera, sino por sobre 
todo los imaginarios simbólicos que estas involucran: 
Se 
nos viene encima,
 de nuevo 
se nos viene encima
 encima
 frágil 
hoja quebradiza
 pedazo de otoño rojeando
 en la caída
 
crujiendo cascarina
 bajo la muela de la suela
 del cerrado zapato protector
 
que camina hacia el portón
 que espera paciente y cerrado
 al final 
del camino.