María Inés Zaldívar, Década 1996-2006, prólogo de Alejandro Zambra, Madrid, Torremozas, 2009.
          
        "DÉCADA" DE MARÍA INÉS ZALDÍVAR:
UN RITUAL DE VISIONES
        
          Por Selena Millares
Universidad Autónoma de Madrid
        
          Las páginas que acogen la trilogía poética Década, de María Inés Zaldívar, tejen 
          un minucioso cuaderno de bitácora, un singular diario de vida que abarca el período 
          1996-2006, y que incluye tres títulos, íntimamente imbricados como las estaciones de 
          un mismo viaje: Artes y oficios (1996), Ojos que no ven (2001) y Naranjas de 
            medianoche (2006). La navegación poética de Zaldívar supone una personal y madura 
          exploración en el tan 
erosionado territorio de la palabra, donde se instala con una voz 
          propia; la rara facultad para huir del tópico, y también para desplazarse cómoda entre el 
          cántico y la cotidianidad, se hacen índice de su verso, y la lectura de cada poema se 
          convierte así en un apretón de mano, un arrimar el hombro al de un amigo, un sentirnos 
          en casa. Su escritura serpentea vivaz para sortear las acechanzas numerosas que la 
          circundan; es a veces feroz, y otras traviesa o esquiva: ronda minuciosamente el dolor 
          hasta apropiárselo, dominarlo y conjurarlo, o disolverlo a golpe de sonrisa, en un ritual 
          eficaz de supervivencia. Sus estrategias privilegian la desrealización, la metamorfosis, 
          la visión epifánica o el súbito golpe de timón, y todo se transmuta por arte de palabra; el 
          frío de pronto quema, la lágrima sonríe, y el ceremonial logra su objetivo: tomar las 
          riendas y domeñar esa vertiginosa fuerza que es la vida, con todas sus escaramuzas y 
          trampas. Los ceremoniales íntimos de Zaldívar son un acto de exorcismo contra la 
          soledad, contra el desasosiego, contra el dolor: porque, como lo anotara Artaud, el acto
          de la escritura es siempre una tentativa de huida del infierno. La poética de Zaldívar 
          pone en tela de juicio una realidad mercantil, venal, deshumanizada, y acusa los 
          callejones sin salida que vetan el refugio ya imposible en los reinos perdidos; el abrazo 
          poético y el carnal –como lo anotara Breton– serán los asideros posibles para esquivar la 
          miseria cotidiana. Es así como la poesía amorosa de Zaldívar, una de sus vetas más 
          definitorias, emerge y nos reta con sus enigmas, sus juegos y desenlaces inesperados, 
          como en el caso de la bañista que gozosa se sumerge en el mar y de pronto alerta del 
          espejismo:
        
           …hoy te miro con ojos
            enrojecidos por la sal y
            labios repartidos en el tiempo
            mientras una lágrima
            deshace el castillo de mi
            infancia,
            sobre la arena
          
          EL GRAN TEATRO DE LA VIDA
        
        En su primer poemario, umbral de Década, los personajes más diversos se 
          suceden, y en ellos espejea el alma de la poeta, velada, sesgada, esquiva, en tanto que la 
          autoironía disuelve cualquier tentación de vanidad poética. Ausente de toda propuesta 
          sentimentalista, posa sus cuitas en las de sus criaturas, y con ellas se funde hasta ser la 
          voz de un nosotros: puede ser de pronto la bailarina, el postulante o la viajera, y el yo se 
          refracta como la luz en muchas voces, en saludables cambios de figura. Nos 
          acercaremos así al equilibrista que descubre el abismo invisible que se abre a nuestros 
          pies, o a la viajera que hace la maleta, y de pronto se desalienta al imaginarse 
          abandonada en una sala de espera, no se sabe si de salida o de llegada, a la deriva, en 
          una imagen tremenda del proceso vital:
        
           …¿Cómo empacar esta soledad maciza y pesada
            que se da aires de sólido mármol blanco
            sin que aplaste y pulverice los pétalos de estas
            flores secas
            que guardo entre mis poemas más queridos?
            ¿Y qué hago con este silencio cabrón que a gritos
            me delata cuando intento embalarme en secreto?
        
         En esa poblada galería de personajes transita también la costurera, con esa 
          sábana blanca que es objeto de labor, pero también puede ser escenario del amor, página 
          para una nueva historia, o mortaja final. Asimismo seremos testigos de la dama que se 
          desviste, y tras un minucioso ritual de desnudamiento, trata de desvestirse del marido y 
          queda dormida en el intento. Veremos desfilar a muchos otros personajes sonámbulos  –frecuentemente femeninos, tal vez en secreto guiño a las “locas mujeres” de Gabriela 
          Mistral–, vagabundos, fantasmagóricos y erráticos, como duplicaciones del yo en la 
          imaginación desatada, proyecciones de otra inquietante máquina de Morel que van 
          recorriendo estas páginas al compás de la visión, criaturas del alma aterida, irreales, 
          como la que reparte jirones del vestido, “soñadas mordidas del destierro / como azules 
          cicatrices florecidas”, que habla del desgarrón íntimo, de la pérdida, de la derrota. No 
          hay en ellos victimismo, sólo cicatrices, pérdidas, fragmentos que cuentan su pequeña 
          historia. Conoceremos también a la enigmática cautiva, que espera, con incertidumbre y 
          miedo y calma, y que a veces sonríe, o la moribunda, que alza su plegaria a la muerte y 
          reclama su noche benigna, su descanso narcótico:
        
           Dulce sanadora de miserias
            paciente enemiga misteriosa
            te invoco con respeto y con pavor
            te venero y te huyo en las tinieblas
            te deseo entre las fiebres de mi cuerpo
            ven, pronto, ya,
            y acaba para siempre este desvelo
        
         A menudo se trata de personajes dibujados con brevísimas pinceladas, como el 
          cachurero, “que junta letras a la orilla del camino”, o el barbero que alivia de los 
          pesares. Se trata de personajes de siempre, en una poesía sin tiempo, y la figuración 
          directa del propio yo también se cuela entre ellos, a menudo para retar al lector con un 
          erotismo gozoso, exultante y ajeno a la culpa, que construye un ars amandi donde el 
          amor es navegación contra la muerte, con un erotismo sanguíneo y carnal, táctil y 
          vibrante, descarado, lúdico y ritual.
        
          
 
            UN CEREMONIAL DE ILUMINACIONES
        
         Entre las estrategias más frecuentadas y definitorias de María Inés Zaldívar está 
          la de la desrealización, que asoma ya en su primer poemario y se ve potenciada en los 
          siguientes. En sus visiones irreales podremos encontrar la reescritura de la agonía de 
          Cristo, de cuyas heridas manan sangre y palabras hasta sumir en el silencio y la sombra 
          a la Tierra, o la historia de “La navaja”, donde la automutilación se hace catarsis del 
          dolor, y las partes cortadas del cuerpo se dispersan en un viaje aéreo alucinante. El 
          cierre de Artes y oficios lo compone el poema “Niña ciega”, bisagra que secretamente 
          anuncia el siguiente poemario, y que descubre así la coherente articulación de estos 
          libros aparentemente distintos, y que sin embargo integran un corpus cohesionado y 
          mayor.
         Ojos que no ven nombra desde su título el ver sin mirar, y también el ver lo 
          invisible: la revelación, la iluminación. Dedicado al poeta Gonzalo Millán, está 
          presidido por un decidor epígrafe lopesco: “los ojos tuve con llave”. Instalada en esa 
          infancia anotada de la niña ciega, la autora lo inaugura con el poema “Niña bajo la mesa 
          del comedor”, donde la protagonista contempla y rechaza el mundo adulto, que veta los 
          desórdenes gozosos del juego sin leyes, sin la maravilla de la libertad que no sabe de 
          imperativos ni sanciones. Se desencadenan a partir de entonces poemas transidos de 
          misterio y al tiempo anclados en la cotidianidad, sin preciosismos ni devaneos 
          solipsistas, que leen la inmediatez, y a menudo la cifran y descifran con un humorismo
          pleno de matices. Sus imágenes tienen mucho de fotográfico, y saben encriptar el 
          tiempo conservando olores y sabores, sonidos y silencios. Atrincherada en ese mundo 
          infantil, la mirada de asombro es el leitmotiv que hilvana el poemario, donde el silencio 
          tiene también un intenso protagonismo, es motor de sensaciones y evocaciones, y cuna 
          de voces que bullen en la memoria, ese lugar de la nostalgia, con muestras notables 
          como “Uvas rosadas”:
        
           …Ya no hay bajarse del negro Ford del Tata
            útero del 53
            abrir la puerta y nacer a la viña
            y correr y sentir que el mundo es perfecto
            perfectamente dulce rosado y cristalino
            que te entra por la boca grano a grano
            y te chorrea por los codos
            hasta convertirte en un gran racimo
            devorador y devorado por el deseo
            de fundirte con la tierra
            y detener el tiempo para siempre.
        
         En esta segunda entrega, la vocación surrealizante se hace más presente, y los 
          mecanismos de la desrealización tienen un buen ejemplo en “Miguel Claro 278”, donde 
          el cromatismo en blanco y negro nos aleja en el tiempo hacia un pasado muy remoto, y 
          al tiempo, al conjuro de la palabra, las imágenes evocadas se cargan de colores intensos 
          y cercanos: la niña, de nuevo escondida del mundo adulto, contempla el suelo rojo, la 
          miel en los ojos del padre, o las naranjas siempre verdes, una imagen que de nuevo 
          propone un enlace que anuncia el siguiente poemario: esas naranjas se refieren al 
          fracaso, la frustración o la insatisfacción de quien sueña, y anuncian el título del 
          siguiente libro, que se instala en una decidora nocturnidad. Entre los relatos visionarios 
          está también el espléndido “Mariposas amarillas”, un poema que regresará después, 
          reelaborado. En él los puños se abren para dejar escurrir mariposas casi líquidas, y
        
           unos dedos solitarios
            manchados
            de polvo
            dorado
            que quemaba
            hasta los huesos
            se estrellaron
            contra el sol
            esa mañana
        
         Por lo demás, las visiones convierten a Valparaíso en un lagarto “agazapado, 
          luminoso y titilante”, en tanto que el follaje está compuesto por “huesos florecidos que 
          nos esperan”, y las hilachas del paño de labores son raíces de jardín. Es particularmente 
          reseñable en este sentido el poema “El camaleón”, con sus metamorfosis fulgurantes y 
          oníricas, desgranadas en pequeños fotogramas que con trazo ágil dibujan de pronto la 
          figura y le dan vida, en verde, en amarillo, en rojo, como “húmedo petroglifo 
          luminoso”, grano de maíz en el plato del almuerzo o “corteza movediza incandescente / 
          horadando los rincones de la noche”. Imágenes inquietantes, inesperadas, fantásticas, 
          para un protagonista que inesperadamente desaparece al conjuro de la palabra, dejando 
          un vacío aún más terrible que su presencia.
        
          
 
            ORO Y FUEGO EN LA SOMBRA
        
         Finalmente, Naranjas de medianoche supone la culminación de ese viaje 
          exploratorio que surca Década. En él hallamos pistas sobre su sugerente título, de la 
          mano de Gracián –“La naranja exprimida cae del oro al lodo”– o de Alciato, que da la 
          clave del libro a partir de un terceto sobre el naranjo, emblema de la amarga 
          dulcedumbre del amor –al que ya antes Safo nombrara como “dulce animal amargo”–: 
  “De Venus es este fruto dorado / Su amargor dulçe claro lo demuestra / Que ansí el 
          Amor dulçagro fue llamado”. Las voces de Gracián y Alciato se entrelazarán con otras 
          de clásicos y modernos en los epígrafes que van pespunteando la trilogía, para situarse 
          en una atemporalidad dialogante y fecunda, donde no falta lo popular, aportado por los 
          versos de “A la mar fui por naranjas”. El simbolismo de esa fruta, con todas sus 
          connotaciones de sensualidad, tiene una larga tradición –es el color del ropaje de las 
          Musas, y también de Dionisos–, y Zaldívar intensifica sus sentidos al situarla bajo la 
          noche robadora de su luz:
        
           Naranjas en la noche
           Suenan hueco contra el suelo las naranjas del naranjo
            al caer
            en la noche
            sobre la terracita para la hora del té.
            
            Desde la cama tibia
            el golpe estremece a la familia
            como la paletada de tierra
            con una que otra piedra
            golpeando el cajón del último enterrado.
            
            Son naranjas de medianoche, esas que sangran al amanecer.
        
         Con su palabra pulsional, palpitante, la poeta reta a la Enemiga, y también a su 
          aliado, el tiempo, agente de la usura inevitable: “lloras la tristeza de tierra húmeda y pan 
          caliente / que late inalcanzable en la memoria y hambrea el cada día”. Las sucesiones de 
          infinitivos se hacen recurso frecuente y suponen listados de intenciones, planes, 
          propuestas 
de orden del día para dominar los afectos, para seguir en pie, como el árbol 
          herido que erguido mantiene su aspiración celeste, su ofrenda constante de nuevas 
          hojas, de nuevos frutos. Y queda, con el sabor del dolor, la instintiva fe en la 
          permanencia, en la batalla cotidiana.
          
          Casi crónica de una resurrección, el verso fluye a menudo con un humor dulce, 
          sosegado; otras veces se suceden los gestos casi animales, la supervivencia simplemente 
          fisiológica de la prisionera del dolor, del silencio, del recuerdo, que en sordina apaga las 
          lágrimas, que contempla el universo, los objetos cotidianos, bañándolos con el 
          extrañamiento de quien regresa de la muerte y comienza a reconocer, a dar forma al 
          olvido, a poblar de miradas el espacio propio, a nombrar, a ser, en tanto regresan las 
          fantasmagorías, como en la extraña ficción fantástica “Medusa en Lisboa”, donde los 
          versos son hebras que cosen las heridas.
          
          La escritura de Zaldívar destila una belleza sin altisonancias, siempre aferrada a 
          la inmediatez. En el hermoso poema “La zarzamora” parece perfilarse su poética: su 
          verso es ese “zumbido azul” que destella “junto al polvo suspendido del camino”, 
          hiriente, frágil, “fruto oscuro” que recolecta la poeta. El desasosiego, el desamparo, los 
          constantes asedios al dolor para calmar la desazón que convoca, son eje de este 
          poemario, de consolidada madurez. En él la escritura fluye susurrante, en voz baja, sin 
          hilos lógicos, como fluye la sangre. Es poesía existencial, y también somática, que va 
          del corazón al borde de la piel, y allí se abisma hacia la tierra, la flor, la luz que arde 
          breve en la tarde, la manecilla de reloj que vuelca su compás en la página blanca. Entrar 
          a la poesía de Zaldívar es entrar a un espacio íntimo, doméstico, afable, donde la poesía 
          conversa consigo misma, viene y va, recorre los contornos de la cotidianidad, la dibuja 
          para hacerla de pronto despertar de su letargo, alzarse con un rayo de luz o una 
          mariposa, una visión volandera, como en el poema dedicado a las manzanas de 
          Cézanne, unas manzanas que son para esa hambre otra, esa que nunca se sacia, la que 
          anhela la belleza, la que aquí nos entrega un alma vestida de palabra.