Cada enero vuelvo al pueblo del sur donde vive mi familia materna, un pueblo de doscientos habitantes, o doscientos uno contando al nieto del dueño del almacén que nació hace unos días. Habría sido la noticia de la semana y probablemente del mes, si no fuera porque alguien se asomó a desordenar el gallinero y, de paso, quitarle el protagonismo al recién llegado: un zorro.
Nadie lo había visto y las gallinas seguían intactas, pero ahí estaban las huellas de patas traseras intercaladas, transversalmente, con patas delanteras, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Desde que el mundo es mundo, me explicaron, la secuencia lo delataba.
También desde ese tiempo, anterior al tiempo, el zorro parece encantado de acaparar la atención y formar alianzas. Cuentan las leyendas chinas que premia a los campesinos que lo rescatan de las trampas. Historias de recompensa y venganza las llaman. Aunque el mismo Diccionario de folklore y
mitología que cuenta la historia advierte que, según las autoridades de China, se trataría de historias falsas.
Los zorros, desde siempre, han sido capaces de volverse invisibles, escuchar todo lo que se dice y leer todo lo que se escribe, por lo que "el erudito sabio solo contará historias halagadoras sobre ellos y guardará silencio sobre su maldad". En otras palabras, cuando se trata de zorros, tampoco se puede confiar en los expertos.
En casa de mis parientes cuentan cada noche las gallinas y pienso que un buen tema de conversación —nos tomamos todo el tiempo del mundo— podría ser la novela de Christine Wunnicke La mujer zorro y el Dr. Shimamura. Un joven doctor es enviado a fines del siglo XIX a una expedición al interior de Japón, con la misión de examinar a un grupo de mujeres poseídas por el espíritu del zorro. Aullidos, retorcimientos, bultos con la forma del animal que se formaban bajo la piel. A poco andar, como era obvio,
también el pobre doctor se transforma en depositario del espíritu animal. Enviado a Europa por el gobierno japonés, intenta explicar a Occidente los detalles de su caso. Charcot, Tourette y el mismo Freud escuchan con una mezcla de pánico y fascinación. La novela, según la autora, se basa en una historia real.
Antes de abrir la boca —mi cuento del japonés podría perturbar a una tía abuela que a sus ciento dos años comienza a sufrir insomnio— cambio de idea y trato de buscar en mi teléfono una cita del diario de Henry Thoreau. Algo sobre un zorro que, con libertad despreocupada, corría sobre un estanque helado. La señal no me acompaña, así que sigo de memoria: el zorro atravesaba el frío de la mañana y los rayos de un sol, también frío, parecían seguirlo. Mi tía abuela, que parece ser la única interesada en mi historia, dice que también ella lo ha notado: un trato de buenos vecinos, algo así como una antigua amistad entre el zorro y la luz.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Tiempos de zorros
Por María José Ferrada
Publicado en Las Últimas Noticias, 18 de enero de 2023
