Al parecer, Patricia Highsmith era una persona extremadamente solitaria. O al menos a ojos de sus biógrafos, que deben haber considerado insuficiente la compañía elegida por ella: animales, específicamente gatos y caracoles. Imagino que, desorientados, sobre todo respecto a los últimos —¿calificaban o no como mascotas?—, decidieron registrar de mala gana la colección de trescientos moluscos que Highsmith tenía en su jardín. También se vieron conminados a consignar una escena en que la popular autora de novelas de suspenso se presentó a una recepción portando un bolso de mano, gigantesco, que contenía cien caracoles y una lechuga. "Me transmiten una especie de calma", explicaría más tarde la escritora.
Me pregunto si los diciembres habrán sido para Highsmith, como lo son para la mayoría de los solitarios, una prueba. No por las fiestas —perfectamente pueden pasarlas como les gusta: solos—, sino por el coro de parientes y amigos que se empeñan en hacerles abandonar las cabañas que, de un tiempo a esta parte, partidarios de viviendas más firmes y
seguras han decidido asociar a un síndrome. La instauración de ministerios de la Soledad en Japón y el Reino Unido no ha hecho sino empeorar las cosas, al dotar de nuevas e inútiles iniciativas a quienes deciden encargarse, ad honorem, de las acciones de rescate.
Arthur Schopenhauer escribió en 1851 una parábola que los increpados podrían utilizar a su favor: el dilema del erizo. Era un día muy frío y un grupo de erizos sintió la necesidad del calor que produce la cercanía de otros cuerpos. Avanzaron, unos en dirección a otros, esperanzados, pero el objetivo se reveló imposible: las púas del vecino, mientras más cercanas, más amenazantes y dolorosas se volvían. La conciencia del obstáculo no solucionaba el problema: el frío no daba tregua, obligando a los erizos a ensayar hasta determinar la medida óptima de separación. Desde entonces cada ejemplar —él y solo él— conoce la cercanía que puede soportar. El descubrimiento le ha llevado una buena parte de la vida: fiestas y onomásticos, a estas alturas, no lo amedrentan.
Aun así —y en eso, como bien sabía Esopo,
seres humanos y animales se parecen—, siempre hay alguien dispuesto a ceder, quién sabe si en un intento por explorar los límites de la propia naturaleza, porque estamos hablando de erizos, caracoles y personas que parecen a gusto en la madriguera.
¿Claudicación? No: tal vez apenas un tímido intento de buscar, como los protagonistas del dilema, nuevas versiones para una solución intermedia. Como Highsmith, asistir a la recepción llevando en el bolsillo solo tres o cuatro acompañantes, y deslizar, cada tanto, una hoja de lechuga por debajo de la mesa a cambio de pequeñas dosis de calma, suficientes para respirar, para disfrutar o no de la compañía de los asistentes, y recién entonces regresar, de preferencia tras unas copas, a las tribulaciones del bosque: peinar las espinas, volver a calibrar las medidas de tolerancia a la cercanía de otros miembros de la especie o la tolerancia a su ausencia. Equilibrios frágiles, como los que practica el insecto que ahora mismo avanza, dificil saber si confiado o temeroso, por el borde de la rama.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Una especie de calma
Por María José Ferrada
Publicado en Las Últimas Noticias, 21 de diciembre de 2022