El verano es la estación de las personas que aman el cielo. Mi madre es una de ellas y, más moderna que yo —cosa fácil—, tiene en su celular una aplicación que le avisa cuando los satélites cruzan la noche del pueblo donde vive, tripulados o no tripulados, me explica, orgullosa del descubrimiento, mientras salimos al patio de la casa.
Yo, que en la ciudad tarde, mal y nunca puedo ver estrellas —"brillan", insiste esa voz que conozco desde el inicio de todo—, por estos días de verano la acompaño. Me pregunto a partir de qué distancia, miradas desde el cielo, nos disolveremos en el paisaje. Está nublado y el satélite se hace esperar, así que nos entretenemos mirando un par de luciérnagas que vuelan cerca de las azaleas. Para acortar el rato, y en agradecimiento por todas las noches en que leyó para mí, le cuento a mi madre historias de astronautas.
Al Worden, del Apolo 12, decía que el
programa espacial, más que un plan de ingeniería, era el resultado de la evolución. En millones de años, nuestro sol morirá. Entonces, tal vez la vida se mueva de estrella en estrella, durante milenios, revelándose a la extensión: una especie de semilla que vuela por el aire. Valentín Lébedev, un ruso que hizo un viaje largo, cuenta que logró controlar su mal genio dedicando muchas horas de su estadía en el cielo al arreglo de un reproductor de videos, y también a la escritura de un diario con el que quería desmitificar la vida en el espacio. Por esas bromas de la vida, su nave terminó rodando por una ladera nevada en Kazajistán. Mike Mullan; a su llegada, solo atinó a emborracharse como una cuba, y Scott Kelly tuvo un sueño: el espacio estaba cubierto de nieve.
Justo cuando no sé cómo seguir la historia, mi madre apunta al cielo. Eso que se mueve allá arriba es la Estación Espacial
Internacional. Después de un rato en que nos quedamos calladas le pregunto si los astronautas imaginarán que estamos aquí abajo. Dice que no, pero luego busca un final esperanzador, de esos que arruinan las novelas pero mejoran el sueño: en la escena de la nieve, a lo lejos, hay dos puntos que saludan en dirección a la noche. Kelly, al momento de la entrevista —inventa mi madre— lo recuerda perfectamente, pero decide que es mejor no contárselo a nadie. Por seguirle la corriente, le pregunto la razón. Dice que es para que ella pudiera contármelo hoy y recordarme que es hora de que nos vayamos a la cama.
Las madres y los astronautas no descansan, bromeo. Le doy una última mirada a la noche: en un planeta distante, rodeado de estrellas cuya luz viaja hace tanto, sigo teniendo cinco años y escucho un cuento de los hermanos Grimm para quedarme dormida.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Madres y astronautas
Por María José Ferrada
Publicado en Las Últimas Noticias. 1 de febrero de 2023
