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La letra fantasma de Rodrigo Fresán

Por María José Navia
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 16 de enero de 2022




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Cuesta verla al principio. En la portada de la última novela del escritor argentino Rodrigo Fresán hay una letra fantasma que, dependiendo de la luz con que se la mire, aparece para luego no estar más. Es la e al final de una palabra que resuena con todo el poder de la literatura: Melville. Solo que aquí el título es Melvill, el apellido del padre del autor de la muy celebrada (aunque no en el momento de su publicación) Moby-Dick que, dicen, fue alterado por su mujer luego de su muerte, agregando esa e final, como una forma de despistar a los acreedores. Y es que, a diferencia de ese hijo tan bueno para contar y contarse, que fue Herman, a su padre, Allan, siempre le fallaron las cuentas. Y así murió: sumergido en deudas y amarrado a su cama, en medio de fiebres y delirios. Y con un hijo pequeño tomando apuntes a sus pies. O así lo imagina Rodrigo Fresán, quien reescribe también otra escena, aparentemente pequeña, en la vida de Allan: una noche, soñando con volver a casa luego de un tiempo huyendo de todo, el padre de Herman decide cruzar un río Hudson congelado. Y, aunque la historia se divide en tres partes ("El Padre del Hijo", "Glaciología; o, La Transparencia del Hielo" y "El Hijo del Padre") en realidad, como esa embarcación Pequod, lo que aquí tenemos es un mundo definido que lleva en sí al infinito.

Melvill es una novela sobre no entender a tu padre y escribirlo. Reescribirlo mil veces. Inventarlo (o, como leemos en una de sus páginas: "Un hijo contando el cuento que el padre no contará"). Una novela sobre ese océano inmenso y misterioso que es una relación padre-hijo. Ese estilo que es también una memoria y una lengua paterna que hay que aprender a hablar. Esa historia que se cuenta entre delirios o, en palabras de la novela: "Contar (porque en verdad son siempre los hijos quienes acaban escribiendo a sus embrujados padres mientras estos les leen cuentos de hadas) como cuenta la voz de un inmenso padre delirante: sin principio, ni centro, ni final, ni suspenso, ni moraleja, ni causa, ni efectos". Una novela sobre los fantasmas con los que cargamos. Y tal vez el Pequod de Moby-Dick sea eso: un barco fantasma. Mariana Enríquez, en su blurb a esta novela, la describe como una séance, una novela que está siempre llamando a nuevos fantasmas (y ellos siempre responden) y esos ríos congelados (esa memoria del hielo que preserva todas las cosas) sobre los que a veces caminamos, muertos de miedo.

Melvill lleva a la literatura como una preciosa carga (los libros de Fresán son siempre libros que leen: a otros, a sí mismos; su libro/tríptico anterior compuesto por La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada es un monumento a la literatura y el acto y maravilla de crear). No solo la de Melville, no solo la de Estados Unidos, la del mundo. Así, por ejemplo, trae los ecos de Nathaniel Hawthorne, suerte de mentor al que Herman Melville dedica su Moby-Dick y que se conviene en otro fantasma; y también de Joyce: desde Dublineses al Ulises. Con un padre que necesita a un hijo para reescribirse y un hijo que aprende a contar al padre. Es su carga de Arca de Noé para sobrevivir al diluvio y volver a empezar, aunque desbordando la regla del dos en dos. Una novela cargada de paréntesis y notas al pie que, como ese capitán Ahab que se esconde por días en su cabina antes de subir a cubierta, tardan en subir a la página y desafían y expanden lo narrado a bordo. Como esa "obra viva" de los barcos: esa parte sumergida que nutre. Y los paréntesis como avistamientos a nuevas naves cargadas con tesoros. Paréntesis como otros mundos dentro de este mundo. Como ese paréntesis que dibujamos con las manos cuando queremos contar un secreto. Y si hay algo que nos enseña Moby-Dick, y llega como un eco en Melvill, es que un barco puede siempre convertirse en una carroza funeraria y un ataúd puede salvarnos la vida para que así vivamos para contarla. Y que a veces es en el delirio cuando llegan las palabras que se necesitan escuchar (o inventar). Y, así, quizás, se pueda aprender a leer al padre.

Leer Melvill es recordar todas las menciones a este autor que aparecen (uso el verbo a propósito en esta novela llena de apariciones fantasmales) en la obra de su autor. Todos los cameos de ese furibundo capitán Ahab, todos los avistamientos de esa ballena blanca. De alguna manera, quienes hemos seguido de cerca la obra de Rodrigo Fresán, siempre lo estuvimos esperando. Una pieza pequeña, sí, pero perfecta, dentro de una maquinaria enorme, sofisticada, y siempre en expansión. De esas piezas pequeñas, pero indispensables, que ponen todo un mundo en movimiento. Un prodigio en escala distinta (considerando la gran extensión de las novelas anteriores del autor; Melvill tiene 277 páginas). Un globo de cristal con el océano dentro.

Esa arca, para salvarnos de la catástrofe, en la que se guarda todo.

Esa vida que puede contarse como un barco fantasma que brilla en la oscuridad.


 


 



 

 

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La letra fantasma de Rodrigo Fresán.
"Melvill", Literatura Random House, 2022.
Por María José Navia.
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 16 de enero de 2022