Alguien me dijo alguna vez que la vista de una ciudad por la noche, desde las alturas de un avión, es como la de un transistor al que le han quitado la tapa. Miles de circuitos inentendibles conectados por una energía poderosa y llena de luz. Intento decírselo al señor Kimura, pero ya se encuentra a miles de kilómetros, aunque solo esté a un apoyabrazos de distancia. Tiene la vista perdida y no ha dicho nada en todo el tiempo que me tomó subirlo al avión y ubicar sus maletas en el compartimento sobre nuestros asientos.
De pronto, como si recordara algo urgente y doloroso, el señor Kimura cierra con violencia la ventanilla. Triste, después de todo, que ni siquiera logre perdonar a París por la ventana.
La primera vez que leí sobre el fenómeno, pensé que se trataba de una broma. Síndrome París, lo llamaba un reportaje de la BBC y yo lo leí con una curiosidad que bordeaba la carcajada. Afuera de mi ventana la vida seguía su curso habitual, mi esposo se encontraba en alguno de sus muchos viajes de negocio, y yo parecía vivir bajo otras coordenadas, buscando refugio entre mis sábanas la mayor parte del tiempo.
Los acontecimientos tienen una extraña manera de entrometerse en nuestros planes. Tres semanas más tarde, estaría haciendo mi primer viaje con el señor y señora Izumi.
Los habían encontrado, al borde del desmayo, cerca de las boleterías de la Torre Eiffel. Los rostros más pálidos que de costumbre, y las manos en interminable temblor. Habían planeado ese viaje por veinte años. Era su sueño compartido, habían aprendido algunas palabras en francés (ninguno de los dos tenía muchas facilidades para los idiomas) y habían acumulado ya una importante colección de guías turísticas. La ciudad del romance, ésa que debía ser en blanco y negro, y con mujeres y hombres guapos (llevando, siempre, una boina y una camiseta a rayas) caminando como en cámara lenta. Pero París los recibió con un día de sol sofocante, con una fila de horas para comprar los boletos para subir a la torre y una muchacha maleducada que simuló no poder entender ninguna de las frases con las que ellos intentaban cumplir su cometido. No ayudó que el resto de quienes esperaban en la fila comenzaran a insultarlos en una mezcla de idiomas de lo más cosmopolita, ni que la señora Izumi empezara a tambalearse en clara premonición de desmayo. El señor Izumi hizo su mejor esfuerzo en sacarla de la fila con algo de dignidad y se sentaron en una banca cercana.
Alguien llamó a la policía.
Y luego alguien llamó a La Agencia.
El señor Kimura se pone los audífonos y ya pierdo toda posibilidad de contacto. Tal vez piense que es mejor así, que ambos nos olvidemos del “incidente”, que ambos podamos descansar sin tener mucho que ver el uno con el otro. A mí, en cambio, me parece una lástima. Me gustaría contarle cómo, de niña, me aprendí de memoria las banderas de todos los países (acto que rápidamente pasó a formar parte del repertorio familiar para abuelos y visitas) y que siempre encontré un extraño bienestar en ese círculo tan rojo (y que se me entojaba también tan feliz) en el centro de la bandera blanca de Japón. Me pasé meses dibujándola en todos mis cuadernos al menor signo de aburrimiento, en las libretitas de recados junto al teléfono; en innumerables recibos. Hasta que mi padre me regaló una bandera de verdad y entonces mi cuarto se convirtió para siempre (o esos “siempre” medio escurridizos que permite la infancia) en la embajada de Japón de la casa.
Pero el señor Kimura cierra los ojos y apoya su cabeza contra la ventanilla ya cerrada.
Y yo busco, resignada, un libro dentro de mi bolso.
Desde que habíamos perdido a Martín que mi esposo se esmeraba en buscarme ocupaciones. Una mujer inteligente como tú, decía, y la frase quedaba como en el aire, golpeándose contra las paredes de nuestro pequeño apartamento. Una mujer inteligente como yo, ¿qué?, era mi contrapregunta y entonces era su turno de poner los ojos en blanco o cerrar los puños, en señal de débil amenaza. Era nuestra miserable rutina cotidiana. Ésa que también nos obligaba a reencontrarnos, con más o menos pasión, cada vez que nos quedábamos contemplando como en trance las cortinas amarillas de la habitación de Martín.
Ya en la cama, su voz en mi nuca acumulando valentía, las palabras eran las mismas: Deberías deshacerte de todo eso.
Y luego, el remate, infalible: tienes que encontrar algo que hacer con tu tiempo.
De nada servía decirle que el tiempo en el Planeta sin Martín se medía en unidades diferentes. O que, no porque él estuviera ahogando su pena bajo toneladas y toneladas de trabajo, viajes y horas extra, significaba que a mí fuera a pasarme lo mismo.
Al cabo de un mes llegaría la oferta, con esa bandera del pasado ondeando a lo lejos, aunque ahora ese círculo rojo en medio de tanta blancura no me recordara más que a la muerte concentrada en una gota de sangre.
Era lo que indicaba el manual: en caso de presentarse un ciudadano japonés víctima de París Syndrome (el nombre parecía sonarles más elegante en inglés, aunque a mí me resultaba como recién salido de una mala película de acción), una enfermera debía escoltarlo hasta el aeropuerto, acompañarlo durante el viaje y asegurarse de que llegara sano y salvo a reunirse junto a su familia. Pocas enfermeras estaban dispuestas a hacer el viaje y regresar casi de inmediato (la compañía daba la opción de quedarse hasta por tres días en Tokyo); a muchas les parecía una pérdida de tiempo.
A mí, en cambio, el tiempo me sobraba. Pensé que también la distancia me ayudaría a ahuyentar los malos recuerdos.
Mi japonés era bastante precario (lo había estudiado por un par de años en la universidad, resabios de mi fascinación abanderada) así que me comunicaba con los pacientes en una bizarra mezcla de japonés, inglés y un torpísimo lenguaje de señas. Usar el francés estaba expresamente prohibido a menos que el paciente así lo requiriera.
De más está decir que nadie nunca lo había pedido.
El trabajo no dejaba de tener algo de ingrato. Muchas veces los pacientes ni siquiera me dirigían la palabra. Me ignoraban como una presencia molesta. Un testigo indiscreto. Al llegar al aeropuerto, especialmente cuando iban en pareja, se me adelantaban hasta que los perdía de vista. A lo lejos, los veía reunirse con sus hijos quienes me lanzaban, a veces, no siempre, una última miradita de odio.
Tal vez pensaban que algo de la ciudad se venía conmigo en mis zapatos.
El Planeta Sin Martín se inauguró con una llamada telefónica, un taxi que corrió por las calles atestadas de París, mis pasos atolondrados en las escaleras, el corazón galopando en los oídos y la puerta que se abrió para revelarme el rostro de ojos enrojecidos de mi esposo y las manos de Susana, la vecina encargada de cuidar a mi hijo, cubriendo su cara como si intentara borrarla de ahí para siempre. La historia no siguió con ambulancias y milagrosas recuperaciones, ni con eternas estadías en la sala de espera, pues no hubo nada que esperar, y hoy el duelo era una ficción que yo no sabía leer. Un planeta donde mi bandera no lograba enterrarse del todo.
El señor Kimura despierta brevemente para cenar. Toma la bandeja que le ofrece la azafata con algo de desgano y temo que vaya a derramar sus contenidos sobre mi falda. Come casi sin hacer ruido.
A él, el Síndrome lo infectó sin escándalo. Lo encontraron en la orilla del Sena, caminando de noche y hablando consigo mismo en murmullos. Cuando fuimos a recogerlo no opuso resistencia. En el aeropuerto, me acompañó en silencio mientras hacíamos el resto de los trámites. Viudo reciente, había ido a París a cumplir con una promesa que le había hecho a su mujer. Era la ciudad en la que ella había estudiado cuando joven y siempre había querido volver. El Señor Kimura había prometido hacerlo en su nombre y ahí estaba, frente a esa ciudad que le pareció tan fría, tan vacía de ella. Nada le decían sus calles, ni siquiera el edificio donde su mujer había vivido en aquella época.
Su día se había ido llenando de frío. No alcanzó a tomar ninguna foto. Cuando ya caminaba demasiado cerca de la orilla del río y con una voluntad punzante de arrojarse en él, decidió hacer la llamada.
Llegamos en media hora a recogerlo.
Miro fotos de Martín en mi teléfono. Ciento cuarenta y ocho fotos para una vida de seis meses. Parece un exceso pero es tan poco. Tan insuficiente. En mi bolso de mano, además del pijama y una muda de ropa, llevo la manta favorita de Martín. No soy capaz de lavarla; tampoco de dejarla en casa cuando no me encuentro en ella. Viaja siempre conmigo. Una vez, al hacer las inspecciones de rigor, un guardia de aeropuerto me pidió abrir la maleta. Para ver mejor sus contenidos, quitó de encima la manta, con sus guantes de látex. Mi grito lo tomó de sorpresa. A él y a mí. Al explicarle la situación en siete palabras, me devolvió mis cosas sin hacer más preguntas ni revisiones.
A veces creo que me parezco a los pacientes que acompaño. A mí también me dieron un portazo las expectativas. Años intentando ser madre, luego meses de espera feliz para que me lo quitaran todo de un plumazo y sin alcanzar a despedirme.
Esa mañana le di su leche (había resultado incapaz de amamantarlo), le canté unas canciones inventadas. Podía sentir su olor, su cabecita tan cerca de mi nariz y su pelo que me daba cosquillas. Al poco rato sonó la puerta y ahí estaba Susana tan puntual, tan responsable, y ella lo tomó en brazos para que yo pudiera buscar mi chaqueta y partir rumbo al hospital por unas horas.
De a poco me iba reintegrando a la rutina, de a poco iba conjugando la existencia de Martín con aquella vida que yo llevaba antes de su llegada. Ésa era la vida real ahora. Y me resultaba maravillosa.
Descubro al señor Kimura espiando por sobre mi hombro.
He’s beautiful, me dice, en un inglés tímido y lleno de acento.
Y agrega: he looks like you.
He’s dead, le digo, las lágrimas corren por mis mejillas sin que logre interrumpirlas a tiempo. La frase, simple, brutal, se instala con fuerza entre nosotros.
I’m sorry, dice, los ojos mirando sus rodillas.
Saca una foto de su billetera. My wife, dice. Dead, too.
I miss her.
Una voz anuncia el próximo aterrizaje en múltiples idiomas. El señor Kimura endereza el respaldo de su asiento, pliega su mesita y se abrocha el cinturón de seguridad. Yo, sigo con la fotografía en la mano. No es una foto bonita, no es una foto posada sino que un retrato espontáneo, de un día normal y corriente. Pareciera como si el señor Kimura hubiese sorprendido a su mujer mientras leía con tranquilidad. La imagen se ve algo desdibujada, el rostro de la señora Kimura en una mueca poco graciosa, pero está de una forma absoluta, efervescente, llena de vida. A su lado, mis fotos de Martín parecen fósiles.
El señor Kimura parece adivinar mis pensamientos y vuelve a repetir, como en un mantra: oh, so beautiful, so beautiful boy, mientras yo guardo, con algo de tristeza, el teléfono en mi bolso.
Cierro los ojos. Me preparo para aterrizar.
En el aeropuerto lo espera su hijo. Se nota preocupado. Camina a paso rápido a su encuentro. El señor Kimura se despide de mí con un apretón de manos. I’m sorry dice, y no sé si pide perdón por su presente, su pasado, o el mío. En un café me espera mi supervisor. Le cuento a chispazos acerca de nuestro viaje, relleno el formulario de costumbre mientras se enfría mi taza de té.
– ¿Te quedas en el hotel del aeropuerto o quieres aprovechar de recorrer la ciudad esta vez?
Juego con el lápiz en una de las servilletas.
Dibujo un rectángulo y, dentro de él, un círculo rojo.
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París por la ventana
María José Navia
Publicado en Sub-urbano Magazine, 20 de junio de 2014