El destacado escritor estadounidense, Paul Auster, falleció a comienzos de esta semana y las redes y medios se llenaron de homenajes. En esta columna yo quisiera recordar su voz, la que el escritor se preocupó de que nos acompañara también en sus audiolibros.
La voz de Paul Auster me sobrevuela mientras escribo estas líneas. Lo ha hecho, con insistencia, desde que se anunció su muerte. Lo ha hecho, también, en otras oportunidades, en el pasado. Tengo pocos libros de Auster en papel. Su voz, en cambio, me acompaña: en la intimidad de los audífonos, sin que nadie sepa la historia que me envuelve, o, como ahora, desde unos parlantes. Las palabras de Auster pasean por mi escritorio. Se detienen en mis lápices, quizás en la taza de café.
Algo que sabemos los lectores de audiolibros (digo más: los enamorados de este formato) es que las voces no mueren, pero envejecen. Hay una belleza enorme en esto. En el paso del tiempo por una voz. Así, con Auster el tiempo pasa también por sus distintas lecturas. Leer (quiero insistir en este verbo para hablar de audiolibros) el final de Baumgartner (la última novela publicada en vida por el autor) llega distinto de esa manera: la anticipación por el regreso de Beatrix Coen (Bebe); la preocupación de Baumgartner por esa hija imaginaria, esa ternura y esa espera. Ese subirse a un auto y manejar sin destino. No digo más, porque hay que llegar a ese final con Sy, en ese auto, transportado por esa voz rasposa de Auster. Sentir cómo las oraciones salen más despacio hasta esa última línea (esa última palabra) que nos deja y nos dejará ahora, más que nunca, temblando. La belleza de que exista, al final, la posibilidad de un comienzo.
Leer en voz alta es siempre un conjuro. Esta columna es para celebrar la obra de Paul Auster (y se lo ha celebrado tanto y en tantos lados), pero yo quiero iluminar esta esquina: Paul Auster tuvo la dedicación de grabar sus propios audiolibros. Se dio el trabajo de hacerlo incluso para su última novela. No todos los escritores lo hacen. Muy pocos, en realidad. En el mundo anglo abundan voces narradoras salidas de Hollywood, con libros leídos por actores y actrices como Scarlett Johansson (Alicia en el País de las maravillas, el audiolibro más exitoso de hace un par de años), Jeremy Irons (Lolita) o Nicole Kidman (To the Lighthouse). Pero hay autores y autoras que han hecho de esto un sello. Es su voz la que revisita sus propios textos. La que nos lee, como un regalo (algo que Auster también hizo desde la radio, leyendo historias reales enviadas por miles de personas y que luego se compilaron en el libro Creía que mi padre era Dios, publicado por Anagrama). La que le impone una velocidad que nos sorprende (la ligereza con la que Auster lee el comienzo de Brooklyn Follies, como si hablar de la inminencia de la muerte fuera solo un detalle del que pasar pronto) o una gravedad y cansancio que nos conmueve o rompe el corazón (lo que pasa en Baumgartner). Otro autor que se ha destacado por esto, recibiendo incluso varios premios Audies (suerte de Oscar entregado a los audiolibros desde el año 1996; también los Grammy tienen un galardón dedicado a los audiolibros desde 1959), es Neil Gaiman.
Pero esta columna es sobre Paul Auster.
Quiero quedarme con esa voz.
La voz narrativa de Auster, la que se lee con ojos u oídos, es una de varios
tonos. Desde la tristeza más desoladora a momentos de gran ternura (en su ultima novela, si, pero la verdad desde el mismo comienzo, con La invención de la soledad, esa exploración de la relación con un padre, pero también (y tan bien) sobre la escritura y las posibilidades de la memoria, ese espacio en el que, según el autor, las cosas pasan por segunda vez). El desafío de estructura y sobre el tiempo en 4,3,2,1, el desborde monumental de erudición y pasión lectora en La llama inmortal de Stephen Crane. Pero también sus reflexiones sobre la escritura, en su ficción, o el libro de cartas con J. M. Coetzee (Aquí y ahora) en las que habla de deportes y adaptaciones cinematográficas. O su labor importante como traductor. Como guionista. De ahí también el deslumbramiento por su voz. Su voz fue (es, ha sido, esto debe conjugarse en todos los tiempos verbales) esa abundancia. Ese encantamiento. En esa voz de Paul Auster que también lee las cartas que le envía a Coetzee (y Coetzee responde también con su voz; es algo raro en él, los audiolibros de sus obras suelen leerlos otros).
Escribo ahora mientras ellos conversan sobre la amistad. Es su primer tema y es un tema lindo. Hay a la vez ceremonia y cercanía. Mucha admiración (Auster, en un paréntesis, propone que las amistades más importantes son esas: las que surgen de la admiración y crecen, transformándose en algo nuevo). Lamento (lamenté, lamentaré, eso también se conjuga en todos los tiempos) la muerte de Paul Auster. Pero en medio de ese duelo, la luz del recuerdo de su voz siempre está(rá) ahí para acompañarnos. Yo quiero invitarlos a que la busquen también en sus audiolibros.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Paul Auster y la voz de la memoria
Por María José Navia
Publicado en Revista de Libros, El Mercurio, 5 de mayo 2024