Al rescate de Cecilia Casanova Se publica su "Poesía reunida", Editorial Universidad de Valparaíso
2014, 184 páginas Por María José Viera-Gallo Publicado en suplemento "Ya" de El Mercurio, 20 de mayo 2014
Tiene 91 años y, a pesar de no ser tan conocida por el público general, es una de las mejores poetas de la llamada Generación del 50. Admirada por Lihn, protegida de Neruda, hoy vive en un hogar de ancianos, pero su poesía accesible, sin adornos, se está convirtiendo en objeto de culto en el mundo literario. En un día de otoño, Cecilia recordó su sensibilidad de niña, sus años de bohemia; habló de sus dos matrimonios
y de lo que la sigue inspirando hoy.
Todavía tiene un cuaderno y un lápiz en el velador, "por si acaso". Porque de noche, a veces en la mitad del sueño o de un desvelo, se le ocurre algo y lo anota.
Decir "algo", en el caso de Cecilia Casanova, no es sinónimo de cualquier cosa.
"Todo estaba deshabitado/hasta que colgué su retrato", escribe. O bien "Si los sueños/ no se realizan/es por despertar/antes de tiempo".
A sus 91 años (dos matrimonios, seis hijos) y diez libros publicados (el primero "Como lo más solo" es de 1949; el último, "Poema del vagabundo y el simpático", de 2010), Cecilia es una de las poetas vivas más excepcionales y mejor atesoradas de nuestro país. Tanto que uno se pregunta dónde estaba antes de que la siempre inquieta ensayista y crítica Adriana Valdés y el profesor de literatura y poeta Cristián Warnken rescataran su obra en una antología definitiva: "Poesía reunida" (ediciones Universidad de Valparaíso, 2014).
El caso de Cecilia Casanova no es el único. Hay toda una poesía de mujeres nacidas en los años 20 —Rosa Cruchaga, Carmen Orrego y Eliana Navarro son las más importantes— que fueron opacadas por las grandes estrellas de la llamada Generación del 50, figuras masculinas de nombres arrolladores, como es el caso de Enrique Lihn, Jorge Teillier o Miguel Arteche.
—El haberle puesto el rótulo de "poesía femenina" metió a Cecilia en un hoyo por mucho tiempo —opina Adriana Valdés, su más ferviente propagandista—. Releerla hoy día es fundamental. Además sucede algo increíble: con los años, su poesía en vez de empeorar, como suele ocurrir, mejora. Sus poemas
más breves y notables los escribió hace muy poco.
De estilo austero y fresco, la gracia de Cecilia es que escribe "sobre instantes mínimos en que relumbra lo inquietante en medio de lo cotidiano", según apunta Adriana Valdés en el prólogo del libro. No es de extrañar que frescas generaciones de poetas y lectores estén viendo en ella un nuevo referente. Si tuviera Twitter, sus poemas serían tuits iluminados sobre el amor, la muerte y el día a día.
A Cecilia su fama de culto no la sorprende. Comparada hace décadas con Emily Dickinson, admirada y patrocinada por Enrique Lihn, su reciente redescubrimiento es un ajuste de cuentas con la arbitrariedad de nuestra historia literaria, pero sobre todo una caricia a su ego.
—¿Cómo no voy a estar contenta? Lo valoro mucho, lo encuentro precioso. A todos nos gusta figurar. Todos somos figurones. Siempre han sido ególatras los poetas. Lihn era Lihn. Teillier era Teillier. Eran seres marcados en el tiempo— me dice una mañana de otoño, cuando la visito en una casa de reposo para ancianos de Las Condes, donde vive desde enero.
Si bien su salud está deteriorada,
la poeta parece una niña de reluciente melena blanca y ojos despiertos, suspendida en otro tiempo y otro país. Los ancianos del hogar la saludan al pasar, preguntándole qué está haciendo.
—Me están entrevistando —dice con prestancia y sencillez, con una voz que aún conserva la musicalidad de una mujer que quienes la conocieron recuerdan como bonita, carismática, volada, sociable, irónica y muy sagaz.
Mientras conversamos, Cecilia no quiere comer el yogur de la colación que le ofrecen las asistentes del hogar. Prefiere sacar de su habitación un pedacito de chocolate que comparte conmigo.
—¿Le gusta el chocolate?, le pregunto estúpidamente.
—¿A quién no? —se ríe.
A su edad, le cansa hablar (prefiere recitar). Nuestra conversación transcurre entre frases ligeras y largas pausas plácidas de las que despierta para repetir con cierto conocimiento de causa: "Es compleja, la vida".
—¿Qué hace el resto del día, cuando no escribe? ¿Juega cartas? ¿Ve tele?
—Pienso— me dice.
Puede que en la casa de reposo pocos sepan que Cecilia, además de haber sido postulada al Premio Nacional de Literatura, es bisnieta de Benjamín Vicuña Mackenna y sus ancestros están ligados por madre y padre a las antiguas familias ilustradas de Chile, donde apellidos como Subercaseaux o Mackenna resuenan por sí solos. Su abuelo, con el que se crio, era Álvaro Casanova Zenteno, pintor de marinas y ex ministro de Guerra de Balmaceda. Su papá, Manuel Casanova, también pintor y fundador de la Academia de Música de Chile. Su mamá, una bellísima pianista de
origen británico, Blanca Hatch Vidaurre.
Cecilia pasó su infancia entre la casona en la Alameda con Castro y la casa de veraneo de sus abuelos en Zapallar, al que le decían "el castillito". Por sus antiguas murallas deambulaban intelectuales y artistas de principios del siglo XX; la música clásica y la ópera, siempre sonando de fondo.
—Nací en una familia donde la música era importante. Yo misma cantaba todo el día. Mi abuelo tocaba la tromba y nos daba una cosa angustiosa en el pecho cuando tocaba. Íbamos al Municipal todas las semanas, no porque tuviéramos plata, sino porque mi tío Juan Casanova era director de la Sinfónica y le regalaban un palco entero. Iba la mamita, el tata, primos— recuerda.
—¿Vive mucho de la memoria?
—Mucho.
—¿Recuerda cosas lindas de su infancia?
—La infancia no es tan linda, es como triste. Es como... inesperada, sería la palabra. Ocurre rápido y pasan cosas y no pasa nada. Es curioso eso. Tantos amigos, tanta gente, y todo está y no está.
—¿Era más unida a su mamá o su papá?
—Muy difícil la pregunta. Con los dos me unía la música. A mi papá lo adoraba, era un hombre muy especial, le encantaban los animales. Mi madre tocaba el piano y yo lloraba a mares. Tenía tanto sentimiento, tanta pasión. ¡No toque de noche!, le rogaba, porque me muero de pena. Entonces paraba.
—¿Siempre tuvo conciencia de que era una persona sensible?
—Yo creo que sí. Mi hermano y yo éramos niños distintos. Hay niños que se entretienen con un balde lleno de animalitos del mar, jaibas, y a
nosotros nos daba pena. Hay algo distinto en los niños que son de familia de artista, no sé bien qué, pero está.
—¿Esperaban mucho de usted artísticamente hablando? ¿Sentía alguna presión?
—Ninguna. En invierno no iba nunca al colegio. Me daba flojera. Era muy triste el colegio de monjas. Me quedaba en la casa cantando (tomó clases con Adelina Padovani), pintando. Pero yo no era mala para el dibujo. Mi hermano Manuel era el especial, el pintor, el pianista. Él iba a ser algo muy grande, colosal, y eso lo aplastó, lo mató. Yo en cambio no prometía nada.
Cecilia se casó muy joven con el intelectual y abogado comunista Humberto Banderas, a quien conoció veraneando en Zapallar a los 15 años. Luego de criar a sus dos primeros hijos, estudió Teatro en la Universidad Católica, pero al tercer año desistió de la actuación para dedicarse por completo a la escritura.
—Siempre supe que iba a ser escritora, pero trataba de hacerme la lesa —dice.
Sus primeros pasos literarios los dio escribiendo cuentos infantiles (que publicó en Zig Zag porque el editor era amigo de su madre y "así se daban las cosas en ese tiempo"), hasta que un día le mostró un poema a Neruda —quien era amigo de su marido y vecino en La Reina— y este le dio su beneplácito. "Siga con sus poemitas", le dijo con simpatía.
El estímulo literario era pan de cada día para Cecilia. Recuerda que "los domingos los pasábamos donde Pepe Donoso. Los veraneos, en la casa de Neruda y la Hormiguita en Isla Negra, donde llegaban tantos amigos, Patricio Bunster, Venturelli...".
Pero fue Enrique Lafourcade quien la animó a "valerse por sí sola" e ir con el manuscrito de su primer libro a la editorial Nascimento, el que finalmente fue publicado en 1949. Su poesía "sin efectos especiales", como la define ella en el poema "Autocrítica", deslumbró especialmente a Enrique Lihn, a quien conoció en la casa de Neruda en Isla Negra y luego empezó a frecuentar regularmente Escritores de Chile (SECh).
—En el poema "Estudio número cinco" usted se pregunta algo muy intrigante: "¿Hay sol Lucrecia?".
—Le preguntábamos a la nana si había sol para bajar a la playa y aclimatarnos. Es una pregunta típica, pero puesta ahí es triste, te fijas. Cuando es artista el que ve, lo ve todo más triste. Qué raro eso.
—A su edad, con todo lo vivido, ¿mantiene la capacidad de asombro hacia lo ínfimo de la cotidianeidad?
—Siempre.
—¿Qué le despierta poesía hoy día?
—Te diría que todo. Salgo ahí, veo unas plantitas y ahí estoy. ¿Cómo decirte? Estoy.
—¿A los 90 años se está más tranquila para escribir? ¿Más consciente?
—No. Menos tranquila y menos consciente. Menos todo. Por eso está así mi poesía. Como más hecha. Tiene una cosa deshilvanada.
—¿Y más libre, quizás?
—No es libre la palabra. Enrollada, embollada. Torcida dentro de un mundo que parece liviano y no lo es en ningún momento.
—Los poetas son más bien seres solitarios y acá está obligada a hacer una vida más sociable. ¿Le gusta interactuar con los demás?
—Soy sociable, era muy sociable. Ahora también.
Cuando Cecilia dice "muy sociable", no exagera. Ha contado que conoció "el amanecer, la bohemia y el vino con canela" primero con Humberto Banderas, quien sería tomado preso para el golpe militar y luego exiliado, pero sobre todo con el "gran amor de su vida", su segundo marido, el también escritor de la Generación del 50, Enrique Moletto. Una noche de 1952 se enamoró de él en una fiesta en la casa del pintor Nemesio Antúnez. Deshizo su anterior matrimonio, se casó por segunda vez —provocando cierto escándalo social— y tuvo dos hijos que se sumaron a los cuatro anteriores de Banderas. "Si una palabra/pudiera medir el amor que nos
tuvimos/eso sería inconmensurable", dice un poema escrito ya viuda de Moletto, el 2001.
—¿Amar y ser amado, cómo se da esa conexión? ¿Hay magia ahí?
—No creo en el amor a primera vista. Yo creo que todo va lento, todas las cosas son escalando, nada se logra a la primera.
—¿No existe el destino?
—El destino lo hace uno. ¿Escuchaste ese ruido? (alude a un camión de descarga afuera). Ese tac tac algo marcó. Es curiosa la vida.
—¿Qué es el amor entonces?
—Todo. Hay amor en muchas cosas, amor al amor, a los hijos, a las personas, a las cositas chicas que descubres en la arena, que están vivas y como niño las puedes maltratar sin saber que esas cositas están a merced tuya. Qué triste eso, ¿verdad?
—¿Cómo crió a sus hijos? ¿Bajo qué filosofía de vida?
—Dejar vivir era la norma. Nunca les preguntaba por una nota, nada, ni les decía lean esto o esto otro. ¿Para qué? Si había libros por todos lados. La Cecilia, mi hija, leía de todo, sola. Era muy disciplinada y seria en sus lecturas... todavía.
—¿Les leía sus poemas?
—No, eso era personal. En la noche me gustaba inventarles historias, cuentos de hadas y de misterio. Había una historia bien simpática, de un moscardón que se colaba por la cerradura de una puerta.
—¿Cómo lo hizo para ser madre de seis hijos y poeta a la vez?
—No se opone ser madre y poeta, para nada. Ser madre ya es ser algo. Escribía de noche, cuando los niños se iban a acostar. Tenía mi cuadernito en el velador.
En la casa de Cecilia Casanova y Enrique Moletto de la calle de Los Araucanos se dormía lo justo y
necesario. Se escribía pero también se recibía a amigos en el taller del jardín; Lafourcade y María Luisa Señoret, Sibila Arredondo y Jorge Teillier, Lihn, Giaconi, entre otros, pasaban de largo.
—Éramos de noche. Así es la cosa —sonríe con picardía—. La nuestra era una amistad sólida, grande. Nos veíamos mucho. Lo pasábamos estupendo. Nos juntábamos y leíamos, y nos criticábamos y nos peleábamos y nos queríamos. Son recuerdos muy lindos.
—¿Nunca se sintió mirada en menos en el ambiente literario por ser mujer?
—No. Nadie me hacía vacío. Porque eran muy amigos míos Lihn y Teillier, que eran las personas que estaban metidas en el baile. Una vez le mandé a Teillier un manuscrito y me lo devolvió manchado con vino, ¡como bendecido! Me querían mucho y yo a ellos. Cuando se murió Lihn fue terrible (1988). Él era un hombre tan sensible, me guiaba mucho con mi poesía...
(Cecilia escribió el sentido poema "Tu muerte no se hizo para nosotros").
El 2006 su hijo Humberto Banderas murió de cáncer a los 60 años. Cecilia se destruyó y escribió un brevísimo poema para expresar su infinita pena: "Desde su cielo/ Dios me asestó/ un mortal zarpazo".
—¿Se supera un dolor así?
—Fue lo peor que me pudo haber pasado (se corta). No puedo hablar de eso.
—¿La poesía no ayuda a soportar o a entender más la vida?
—No sabría decirte. No sé si ha ayudado o entorpecido (vuelve a sonreír).
—¿Por qué?
—Los poetas son muy receptiyos. No sé cómo explicar esto. Sufrimos. Chupamos las cosas de una manera... distinta.
—¿La edad la ha endurecido o sigue igual de inocente?
—Nunca se es inocente.
LA MARAVILLOSA MUERTE
Cecilia me pregunta cómo está el otoño, afuera. Le cuento que no han barrido las hojas de la calle, que si quiere podemos ir a mirarlas más rato. Suspira. A pesar del chocolatito, me confiesa que tiene hambre.
—Usted dice que es de la tierra, no del cielo. ¿Le gusta la vida?
—La vida es una maravilla.
—¿Y la muerte?
—Otra maravilla. Porque conocemos tan poco de ella.
—¿La poesía ayuda a enfrentar la muerte?
—No.
—¿Las dudas y las incertezas siguen?
—Todo sigue igual.
—¿Todavía siente el peso de la existencia?
—Eso se siente siempre, mientras uno vive.
Mientras esperamos el almuerzo, Cecilia me cuenta que ya no quiere que la incineren en Zapallar, tal como lo firmó en un papel hace unos años.
—¿Qué la hizo cambiar de opinión?
—El seguir estando cuando ya no está uno.
—¿Cree en Dios?
—A veces. Pero uno cree en muchas cosas. También en la reencarnación.
—¿Le gustaría reencarnarse en un pajarito? Hay varios en sus poemas.
—No sabría decirte. ¿Como cuáles?
—"¿Soy?/ Eres/me respondió un pájaro"...
—(Piensa un momento) Ese poema se llama Ególatra, me acuerdo.
—¿Hay algo que le faltó por vivir?
—Muchas cosas que no se cumplieron. Cosas cotidianas. He vivido, pero no he vivido. Algo falta. Es complejo todo.
El almuerzo está listo. Cecilia se sienta junto a sus compañeras en el comedor y lanza una pregunta que se queda suspendida sobre la mesa como si fuera uno de sus poemas: ¿No es maravilloso comer un plato caliente en un día como este?
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Al rescate de Cecilia Casanova
Se publica su "Poesía reunida", Editorial Universidad de Valparaíso
2014, 184 páginas
Por María José Viera-Gallo
Publicado en suplemento "Ya" de El Mercurio, 20 de mayo 2014