Gente que baila sola, relatos de
Marcelo Lillo.
Mondadori, Santiago, 2009,
216 páginas.
La crueldad viene del sur
Por Pedro Gandolfo
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 14 de Junio de 2009
La sensación que deja la lectura de los trece relatos de Gente que baila sola no es de humor negro ni de sarcasmo, sino de crueldad. Ya el primer cuento, "El artista del barrio", da el tono general de los restantes. En él, un niño "maldadoso" (el escritor en formación) deja -literalmente- una "cagada" a través, precisamente, de un cuento narrado en el momento y del modo de causar el máximo dolor. Y esa es la misión que le atribuye al escritor Marcelo Lillo: contar con coraje "la vida con pelos y señales", echar luz feroz sobre la existencia adormecida de los personajes y, sobre todo, enrostrar al lector su sinsentido de manera inmisericorde. No basta decir la verdad; es preciso crear las condiciones para que cuando se muestre la realidad, aquellos que han procurado no verla, que viven de cosas calladas, de pequeñas mentiras y tácitos acuerdos, de convenientes olvidos, se salpiquen y, si es posible, se hundan en el barro de la propia miseria.
El narrador asume, así, un tono y una mirada de crudeza: es un sujeto iluminado que, a punta de golpes y estocadas, busca colmar aquello que, según uno de sus personajes, las escuelas no enseñan: "distinguir entre una existencia verdadera y una falsa". Nada menos. Esta intencionalidad es patente en los cuentos en que el protagonista es el escritor mismo (bajo la figura de niño, adolescente o adulto "cuenta-cuentos"): ellos saben y dicen lo que los otros (la pequeña clase media de provincia) no saben o callan. Pero ese esquema lo extiende Lillo a la relación entre su narrador y el lector. Sus relatos buscan despistar al lector para finalmente noquearlo con broma macabra, una estocada cruel. La literatura buena tendría que dejarlo "destruido" en el doble sentido de despertarlo, como el aguijón del tábano, de su modorra y somnolencia y, además, de engañarlo, en cuanto a imprimir un giro y desenlace contrario al esperado por él. Si aquél es el principal blanco y víctima de esta crueldad narrativa, es justo reconocer que el propósito se logra en la generalidad de los casos (salvo en historias inferiores como "Vía crucis" y "Noche de reyezuelos"). No obstante, lo que se puede reprochar a Lillo es que de tanto insistir en este esquema su eficacia va perdiendo fuerza, y la suma de estos cuentos se torna, en cuanto a su tono o, incluso, en cuanto al específico desenlace en alguno de ellos, predecible. El "molde" que sigue se repite en exceso, y por ello el lector pronto se pone a la expectativa de aquel golpe inesperado. A la segunda o tercera narración sabe que llegará. Y llega, aunque sea sutilmente en las últimas líneas. Cuando la crueldad es menos explícita, ambigua o compensada con la esperanza o redención, como en "Apaga la luz", "Cazadores", "La enfermedad" o "Plegaria para Mustafá", el desconcierto para el lector es más profundo.
Varias de estas narraciones, además, comparten motivos como el abandono súbito e inexplicable, el reencuentro abrupto luego de décadas de separación, el escritor como héroe lúcido (tanto que por momentos Lillo parece hacer equivalente ese rasgo con la definición de escritor), ciertos escenarios (pequeñas caletas del sur), imágenes ("las ventanas azulosas por culpa de la televisión", el olor salado y a descomposición), elementos comunes que tejen una única historia tras los distintos cuentos.
Narrativamente es un autor que despliega un estilo llano y directo. Su vocabulario es preciso, ajustado y su sintaxis ordenada, de frase relativamente corta, sin recovecos, fácil de seguir. Construye muy bien los diálogos, lo cual supone un oficio no menor. Es decir, Lillo escribe "a la antigua", sin pretender vanguardismo o experimentaciones de ningún tipo. Salvo en "Los pobres no pueden esperar" (en el cual hay cambios de sujeto, interposición de voces, solecismos), en el resto oímos un murmullo límpido. Es curioso que un autor para quien la existencia presenta rasgos tan marcados de falta de autenticidad y sinsentido utilice una lengua tan canónica y ordenada. Hasta allí no alcanza la fuerza de la crueldad: con el lenguaje, su sede propia, es benevolente, dócil, buen artesano.
Quizás en esa combinación radique su estilo, su sello personal, pero se echa en falta un mayor movimiento en las estructuras, lenguajes y tonos de narrar: como "la Eduardita", uno de sus personajes, le advierte a otro, "la Manola": "¡No, Señora!, un artista no hace las cosas con moldes", y, aunque ésta le reconoce parte de razón, para ella el arte viene después, cuando pinta esos moldes. Es en esa "pintura" -hecha de palabras, detalles concretos, atmósferas y gestos- donde el arte de narrar de Marcelo Lillo debe ser también estimado, arte que, Gente que baila sola, a pesar de aquellas interrogantes, lo consolida como una narrador poderoso, con oficio y capaz de transmitir críticamente un mundo personal.