Marcelo Lillo, el otro, el mismo
        Por Rafael Gumucio
 
          Revista de Libros de El Mercurio. Domingo 2 de Agosto de 2009
            
          En el contexto de la literatura chilena actual, según Gumucio   "llena de escritores que quieren ser excéntricos", el columnista destaca a "uno   de verdad".  
          
        "A los periodistas nos pagan por desconfiar", dice siempre una amiga mía, que   es una de las mejores en esa profesión. Por suerte o por desgracia, esto está   lejos de ser cierto. El rol de un periodista, es decir, de un intelectual que   piensa en público, no es desconfiar, sino confiar de otra forma. Un huaso   ladino, o mafioso cualquiera, podrá revelarte en cinco segundos todas las   miserias del más santo de los santos. Denunciar eso no es trabajo de  periodista,   sino de simples conserjes indiscretos, de esos que, por desgracia, empiezan a   abundar en nuestra prensa. El verdadero intelectual público va un paso más allá.   Después de deshecho el lugar común, busca una nueva consistencia, un rostro   detrás de la máscara, otra versión más compleja de lo que creíamos conocido y   simple. Es eso lo que hizo a Chesterton o a Marx los mejores en el arte de   escribir verdades en papel de diario: pensar en paradojas y no en lemas para   construir a partir de estas contradicciones nuevos lemas.
periodista,   sino de simples conserjes indiscretos, de esos que, por desgracia, empiezan a   abundar en nuestra prensa. El verdadero intelectual público va un paso más allá.   Después de deshecho el lugar común, busca una nueva consistencia, un rostro   detrás de la máscara, otra versión más compleja de lo que creíamos conocido y   simple. Es eso lo que hizo a Chesterton o a Marx los mejores en el arte de   escribir verdades en papel de diario: pensar en paradojas y no en lemas para   construir a partir de estas contradicciones nuevos lemas.
        Decir que Marcelo Lillo, escritor al que me liga un lector y editor además de   una cena esencial para mí en el restaurante El Camarón, es un discípulo de   Raymond Carver es no decir nada. Que escribe con claridad, con fluidez, es   exigir lo mínimo que se le puede exigir a un escritor. Juzgar a Lillo según esos   parámetros, ese mínimo común denominador, puede ser una forma de generosidad   infinitamente mezquina. Lo que hace único a Marcelo Lillo no es nada de eso. El   minimalismo americano a la chilena es algo que abunda en los talleres   literarios. La sencillez, la claridad, la compasión con los personajes que no   son héroes ni antihéroes es lo primero que se aprende cuando se aprende a   escribir y lo primero que se debe olvidar cuando se quiere hacerlo por cuenta y   riesgo propios. No hay nada más imperfecto, por lo demás, que un cuento   perfecto. La gracia de lo que escribe Lillo no está en lo que muestra, o lo que   quiere mostrar, sino en otra sensación secreta e invencible que está ahí muchas   veces a pesar suyo.
        La literatura chilena actual está llena de escritores que quieren ser   excéntricos. Escritores de un imaginario plano pero lleno de chorezas, ironía y   citas. Entre tanto aspirante a freaky siempre da gusto encontrarse con uno de   verdad. Lillo quiere ser normal y no lo es. Lillo quiere ser mínimo y no puede   serlo. Quiere escribir buenos diálogos y le salen muchas veces demasiado rígidos   y correctos, aunque el hambre desmesurada de sus personajes sí le sale exacta,   innegable y certera. Cuentos como "Felicidad", o "Hielo", esconden monstruos.   Pequeños cuadros esperpénticos, secretas paranoias, inesperada sicopatías que   resaltan aún más en esas casas sin muebles en que se obstinan en vivir, si eso   se puede llamar vivir.
        Es la sombra de una mente que ve lo que no ve nadie, aunque quiere ver lo   mismo que todos, lo que me apasiona en Lillo. Un tipo que lucha con su   singularidad, que nos entrega en medio de cuentos esperables y planos esos   momentos de extrañeza, de vértigo, de los que sólo él es capaz. Esos instantes   raros en los que recuerdo en el aparente discípulo de Carver el más secreto, el   más pertinaz, el más completo amante de Rabelais.
        Que esta pelea de fondo entre dos Lillo, entre dos tradiciones, entre dos   mundos mentales no esté en todos los cuentos igualmente bien resuelta me lo hace   más valioso aún. Los editores americanos saben cómo pulir un diamante en bruto.   Lo han hecho con Daniel Alarcón, por ejemplo, y con decenas de promesas hindúes   que surgen todos los años. Lo primero que hacen, como todo joyero que se   respete, es empequeñecer la piedra que trabajan. Así, Latinoamérica termina   pareciéndose siempre a Latinoamérica y la India a la India y los jóvenes a los   jóvenes y la literatura a literatura, es decir, a libros que hablan de   escritores, la gente más aburrida del mundo.
        Yo aún amo a los libros que contradicen su contraportada. Los libros en los   que hay que escarbar para encontrar su secreto. Los terribles libros que hay que   leer para saber qué opinar de ellos. Si se equivocan o no en el intento, no me   importa demasiado. Ya soy suficientemente viejo para saber que la perfección   nunca es perfecta. O, para ser más claro, que la perfección de mañana es nuestra   imperfección de hoy.