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Hacia la Patria blanca

Por Miguel Laborde
Publicado en La Panera, N°124, marzo 2021




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Un acierto de Pablo Neruda en su «Canto General» es su contraste entre la selva amazónica, con su estruendo de chillidos de pájaros y rugidos incesantes, y la nuestra, la austral, sumida en un silencio que parece venir de un tiempo diferente y lejano, apenas subrayado por el rumor de los esteros y el llamado ocasional del chucao, todo oculto con frecuencia tras una densa neblina. Así esbozó una identidad marcada por opuestos, allá el calor expansivo y lo abierto, aquí un frío hermético y misterioso.

El mapuche, habitante de este mundo austral, conocía la elaboración de los colores primarios y sus derivados, tan luminosos, pero escogió cultivar una gama sobria en sus expresiones visuales, en consonancia con su entorno natural.

Admiré esa misma sabiduría visual en el diseñador y pintor Piro Luzko, un artista tan formado por sí mismo que su propio nombre, incluso, fue obra de su genio. Creció en ese mismo sur frío no lejos de la Cordillera de Nahuelbuta, hasta que entró a trabajar de aprendiz en una tienda sureña. En Cañete, creo.

Por su vocación, pronto le encargaron ambientar las vitrinas, porque, al “ordenarlas”, atraía las miradas. Un ejecutivo de Santiago, en su ronda por las provincias, lo descubrió y de inmediato lo trajo para la casa matriz de Santiago. Aquí, Luzko dio curso libre a su ser interior, de artista, y pudo dedicarse a una original búsqueda creativa que compartió con José Samith, por entonces alumno formal en Bellas Artes. Pronto se hizo de un nombre, a fines de los años 60.

El encargo de una institución estatal en la siguiente década, llevó a Luzko a actuar en todo el territorio nacional. Para el desierto creó una señalética muy visible y expresiva, sin recurrir a colores ajenos a esos paisajes. Como el artista mapuche, recurrió a tonalidades que estaban ahí mismo, sin alterar el lenguaje visual del lugar.

Neruda, en su niñez boscosa, de viajes cercanos a Carahue y el Lago Budi, entró sobrecogido a esos bosques solemnes, testigos de otra edad del mundo. Fue cauteloso, para no interrumpir su silencio; era un recién llegado a ese escenario anterior a la llegada de la especie humana. Deambuló entre los gruesos troncos húmedos, humedecido por las gotas que resbalaban de los helechos gigantes, y, con su obra, nos permitió acompañarlo en esa experiencia iniciática.

¿Qué es el el hombre ahí en medio? ¿Qué la mujer? ¿Por qué estamos aquí?

Le pregunto a otro poeta de la zona –el nuevo Premio Nacional Elicura Chihuailaf–, qué es más trascendente en el imaginario mapuche, si el bosque o la montaña. Su respuesta me desconcierta. Dice que, tal como él lo vive a diario en el lugar que habita –las estribaciones de la cordillera del Huerere–, son una unidad.

Sorprende su respuesta. Pero, si observamos el paisaje en esa latitud de la selva fría –unos 38 grados sur– es así. La masa boscosa avanza hacia la cordillera y se adapta a las distintas altitudes a medida que asciende. Y la habita con especies que cambian a medida que aumenta la altura, hasta llegar arriba donde las araucarias –que coronan el espectáculo– unen la nieve de abajo a las nubes de arriba. Sin que se distinga dónde termina una, y empiezan las otras.

Es una imagen atrayente, la de ese flujo, en tanto las aguas bajan, las vegetaciones suben y ese movimiento hace de todo una unidad.

Aquí, entre los cerros del atestado valle de Santiago, nos cuesta conectarnos con la cordillera. El esmog borra la silueta de las montañas y apenas intuimos el volumen de la gran masa que ahí descansa, ancha y ajena como el mundo del peruano Ciro Alegría. En nuestra latitud, “la ceja verde” de la precordillera, que en otros siglos también unía lo boscoso con lo andino, ya desapareció.

Acercarse a lo alto y ascender, en un estado de contemplación y escoltado de vegetaciones sucesivas, es un rito casi olvidado. Aunque en todas las culturas antiguas de todos los continentes –comenzando por la china taoísta–, el que deseaba enviar un mensaje a los dioses subía a entregarlo en la montaña. Así era aquí, también, en numerosos santuarios de altura.

Gráfica es una imagen que entregara el anciano teólogo y sacerdote Joaquín Alliende en la «Revista Universitaria» XLV, de 1994. Habitante de Santiago en otros tiempos, escribió: “Si saliendo de mi puerta avanzo sin detenerme, podría llegar, algún día, a una cumbre. Entre la sima y la cima hay un hilo de tierra que nada corta. La cúspide más nevada ancla en mi vecindario”.

Necesitamos tener una cúspide anclada en cada uno de nuestros barrios. ¿Dónde más encontrar ahora el silencio, los espacios abiertos, un paisaje que se extienda poderoso y sin rastros de presencia humana, donde podamos encontrar unas huellas que parecen ser las propias?

Allá es posible, todavía, dar con el sí mismo. Allá donde se extiende esa Patria cada vez menos blanca.

Para el ser humano antiguo, ese camino a la cumbre era también de cercanía con el abismo; posibilidad de un ascenso, y también de una caída. Era el comienzo y era el fin, dualidad cósmica y tensa que aún hoy debe enfrentar todo conocedor de la cordillera.

¿Por qué subir, entonces?

En Chile, desde los mitos ancestrales en adelante, la montaña roza la eternidad. Frente a los terremotos que fracturan el suelo de los valles, y los tsunamis que desarman las playas y penetran tierra adentro, es ella lo que perdura y permanece, ella lo que nos salva de vivir sumidos en puras incertidumbres.

¿Cómo pudimos olvidarlo cuando se trata de la masa de montañas más extensa del planeta? ¿Cuando aquí mismo, frente a la capital, el macizo ofrece 6 montañas de más de 6 mil metros?

Italiano es el curador Carlo Rizzo de la exposición «Naturaleza expandida: visibilizar lo invisible», que se presenta en el Centro Cultural La Moneda hasta abril. Fue, justamente en la Araucanía andina, donde se preguntó por lo silvestre y lo salvaje, consciente que cada uno de nosotros tiene una memoria sensorial diferente. Uno de los artistas invitados, Josefina Astorga, presenta una gran fotografía de un helecho, hoja sobre la cual resbalan lentas las gotas de agua, trasladándonos a un tiempo pausado y silencioso, casi jurásico en sus palabras, el que nos regala la experiencia espiritual de la Naturaleza en su más pura expresión. Tal como lo experimentó Neruda…

La Araucanía andina, donde los Andes y la selva fría son una realidad indiferenciada, es la unidad del mundo para que la experimentemos sin límites, tal como era en otro tiempo.

Cerremos los ojos, en Santiago. Este suelo que pisamos, aquí en el valle, es un don de la montaña. Es material rodado por millones de años hasta formar –sobre la dura roca madre– el suelo fértil que dio el sustento a los bosques y a nuestros cultivos.

Debíamos ser país de poetas, porque ese lenguaje es capaz de entrar –sin esfuerzo– en sintonía con el espíritu de la cordillera. Así sucede, por ejemplo, en esta parte del poema llamado «Los Andes», de Juan Carlos Dörr:

Los Andes deforma el contorno liso del lenguaje,
elevó sus volúmenes sobre el
manto rugoso de la eternidad
para que del vértigo tuvieran que
extraerse las únicas leyes
para medir la distancia del espacio
o algún principio vertical
para explicar el enigma de la resurrección;
y a las palabras llegó una
composición desconocida,
un emplema de cálculos complejos
inclinados sobre los coágulos del ser
en una existencia dilatada,
de ángulos y esquemas pedregosos,
de estandartes tan altos que
en sus cimas
se asfixió el oxígeno
y nada respira,
mientras el viento inerte
abre gargantas en la tierra
exigiendo que todo el planeta hierva
en las cuerdas vocales de la Creación.

La palabra poética logra dar con esa realidad donde arriba y abajo, vertical y horizontal, cordillera y selva fría, son como son, unitarios y unitarias antes de que el ser humano intentara separarlos.

Es un territorio diferente, la Patria blanca. Por lo mismo, de intervenir en ella, debe ser con sus colores y sus tonalidades, reconociendo su total y tan radical especificidad.


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Miguel Labordees Director del Centro de Estudios Geopoéticos de Chile, director de la Revista Universitaria de la UC, profesor de Urbanismo (Ciudades y Territorios de Chile) en Arquitectura de la UDP, miembro del directorio de la Fundación Imagen de Chile, miembro honorario del Colegio de Arquitectos y de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, y autor de varios libros.

 

 

Imagen superior: Paisaje de cordillera con vacunos de Pedro Lira

 



 

 

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