En un paisaje fétido de puertos y estaciones
la carga que transportan los barcos y los trenes
es un ritmo constante en mi cabeza.
Una empresa de sombras afina maquinarias
y un batallón de niebla
que todo lo carcome
nos dice entre silbatos:
la ciudad un cadáver que no se da por enterado.
Una mujer de ojos hundidos
deambula por los muelles,
reclama su botín
y un filo de impaciencia anida y rompe el pecho.
[En todo esto hay una insatisfacción
de la que nadie escapa.]
Muy cerca de los muelles
las putas se alimentan con el deseo ambulante
de los hombres que bajan de los barcos
cansados de sus propias caricias.
Allá un ruido de luz y la ciudad,
su flor de lujo irradia escaparates:
en ese resplandor hay un desprecio.
Qué ganas de que exploten las vitrinas
o se incendien los teatros
y al final no saber que la noche,
al girar en la esquina,
aguza su cuchillo
y aquellos que en la sombra construyeron su casa
tomarán por asalto
todo lo que era suyo por derecho.
Así sería feliz y rápida la muerte,
no como en ese irse gota a gota,
como un pesado
oscuro
martilleo
que todo lo ensordece.
[Morir es solamente un cambio de costumbres.]
Tal vez pasear, salir hacia la calle,
sería lo más ad hoc.
¡Pero este frac es viejo
tiene muy maltratado los botones!
* * *
Cuando todos ya duermen, el silencio es una pesada perra que vigila la casa, pero que llega tarde. Mi hermana María Julia y mi hermano Tomás no dejan de morir en estos cuartos, casi puedo escuchar esa renuencia a desaparecer.
Sólo entonces enciendo un cigarrillo y puedo sentir cómo todo va a consumirse entre mis labios. Esta pequeña flama ilumina los rostros de mis muertos. La noche de mi voz claudica en mi garganta.
* * *
A OTRA MÁS CRUEL
Ella no duerme nunca,
hace ronda en mi pecho.
Ella respira música
entre líneas de sangre y deterioro.
Va montada en el lomo
oscuro de los pianos,
o se va cabalgando
yeguas de la noche.
Hay voces que no duermen
al otro lado estos muros.
Ella no tiene rostro,
su cuerpo se desprende de mi cuerpo;
es la bestia que pugna por salir de mi pecho.
* * *
Quieto, la oscuridad anida en mí
y no hay mañana.
Sólo el pensar es lince,
aguja que se hunde entre los ojos.
La tristeza del puerto es un pañuelo que se agita,
el muelle es un latir en mi cabeza.
John Keats el canto acaba;
hermanos en la muerte y el desprecio,
tú y yo vamos dejando magros cuerpos quebrados.
El canto acaba, ruiseñor
¿despierto estás o duermes a mi lado?
No ha mucho yo fui un hombre
de empresas comerciales.
¿Dónde ha quedado aquella pragmática elocuencia
que mi pluma trazaba?
Los barcos descargaron en el puerto
mercancías que yo traté en negocios.
Telégrafos monótonos cantaron mi alabanza...
[Escribo la palabra Naufragio
voy tocando un silencio que se hunde:
aquí todo aguanta la respiración.]
Y el mar enorme ruge y me amedrenta,
pues nunca es conquistado por completo,
pues nunca se resigna;
vigila y no descansa en su rencor.
Puedo sentir su pulso
mientras me estoy quebrando por el pecho.
¿Dónde queda el valor, altivos navegantes?
¿Dónde estarán los héroes sin descanso
de una nación llevada entre sus velas?
Vivir nunca es preciso,
mas navegar es lo único
que ahora es necesario
Ulises inflexibles os saludo:
leyendas de bajeles y arcabuces,
tesoros del oriente al abordaje,
sus cuerpos hace tiempo
se pudren en lo hondo.
No he sido un navegante,
soy apenas resuello.
Sólo un dolor estólido
es lo que queda oculto ya tan lejos del mar.
Soy esta tierra firme que caerá sobre mí.
Los muelles se retiran,
el aire prende fuego
y el corazón se yergue en un aullido.
Cada respiración es un incendio.