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El agua, motivo primordial en «La ultima niebla» de María Luisa Bombal
Por Saul Sosnowski
(University of Maryland. College Park, Md. 20740, USA).
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N°277-278, julio-agosto de 1973
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Uno de los componentes del complejo proceso de la creación artística es la selección de ciertos elementos que integrarán la obra programada. Esta selección de elementos incluirá, intrínseca o extrínsecamente, la elección de símbolos y elementos lingüísticos que transmitirán la temática. El mismo criterio básico de opción que rige los elementos temáticos, rige el campo de la simbología y la presentación lingüística.
La última niebla no sigue una narración lógica lineal [1]. La narradora ha dado sólo los momentos de crisis. Con la presentación de esos momentos aislados uno del otro temporal y espacialmente se altera la causalidad. Esta separación temporal y espacial está críticamente unida a la experiencia misma. La narración está en primera persona. Este hecho, sumado al uso del tiempo presente, alertará al crítico. Este deberá observar la falta de perspectiva de los hechos a causa de lo inmediato entre el hecho y su narración. El estado emocional de la narradora deberá ser considerado como un agregado indispensable al esquema crítico. Se recordará también que toda narración en primera persona indica la clara posibilidad de alteraciones psicológicas. Esta alteración está tipificada en el personaje central con su inacción, con el estatismo frente a los hechos que le ocurren. Su estatismo se debe a un estado de ensoñación en que superpone estados de realidad y en que deja que lo empírico se desvanezca. Los hechos son esporádicos. Sólo le interesan los momentos amatorios, sensuales. Al carecer de ellos considera su vida un vacío, una vida inauténtica. Este hecho será una causa básica para explicar el rápido transcurso del tiempo sin que los pasos queden claramente delimitados.
Aún en una rápida lectura de esta novela poemática se notarán las múltiples reiteraciones del uso de una simbología acuática. Su uso no es casual. Las diferentes apariencias del elemento acuoso parecen indicar que siguen un cierto sistema. Es la búsqueda de este sistema y su modus operandi, si es que existe, lo que se tratará de delinear en este trabajo.
Uno de los argumentos iniciales con que siempre se puede contrarrestar un intento así es que el crítico busca ideas, símbolos y mitos donde éstos no existen en términos explícitos. Muchos ya han respondido a esta objeción inválida. Consideramos legítima toda interpretación que posee un asidero constatable en el texto. Cabe notar, además, la posibilidad de la inconciencia del narrador mismo al utilizar ciertos símbolos. Siempre debe recordarse que las imágenes están determinadas según el contenido sólo cuando éstas penetran la conciencia. Es en el estado consciente donde se compenetran del material interpretativo[2]. Es por eso que los arquetipos no se determinan según su contenido, sino, y aún así de modo limitado, según su forma que es comprensible sólo a nivel consciente[3]. Tal hecho es plausible debido a la existencia perenne de ciertos arquetipos que desconocen las limitaciones espaciales y temporales. Jung indicó que existen ciertos símbolos que han permanecido idénticos a través de los siglos y los continentes. La similitud, y a veces identidad, no es aplicable sólo a imágenes y diseños, sino también a colores que indican idénticos sentimientos. Su prueba más clara consiste en el análisis de mándalas del hemisferio oriental, tanto como del occidental que produjo resultados paralelos que confirman su teoría. Es así que consideramos legítimo interpretar pasajes y obras enteras según arquetipos pre-establecidos. Estos existen en la subconciencia humana. Jung agrega que existe una disposición transconsciente en el individuo que lo lleva a producir símbolos similares en todas partes y en diferentes épocas. A esa disposición la llama «la subconciencia colectiva». Es debido a la existencia de esta subconciencia colectiva que podemos utilizar interpretaciones simbólicas hechas en otras culturas que son igualmente aplicables a esta obra.
Podría hacerse una pregunta retrospectiva al enfrentar la mera, existencia de los símbolos. Cassirer escribe con respecto al enfrentamiento de la mente humana con la realidad circundante: «...For all mental processes fail to grasp reality itself, and in order to represent it, to hold it at all, they are driven to the use of symbols. But all symbolism harbors the curse of mediacy; it is bound to obscure what it seeks to reveal»[4]. Lo que Cassirer indica con respecto a la creación del lenguaje es aplicable a la creación de arquetipos. El hombre está delimitado por convenciones lingüísticas que no siempre son suficientes para expresar sus ideas. Estas ideas, amén de lo que reside en la subconciencia, deben encontrar un escape. Este escape puede hallarse en las violaciones de las reglas del lenguaje establecido —como lo hacen, por ejemplo, Cortázar y Lezama Lima— o dejando que la subconciencia afluya a la superficie por medio del simbolismo, de los arquetipos perennes. El caso de la narradora de La última niebla pertenece a este último esquema. Todo lo acuático podrá oscurecer el entendimiento de lo que transcurre con ella, pero ofrecerá al lector nuevos mundos de comprensión, vedados a la narradora-personaje, si analiza sus afloraciones en la narrativa.
Siguiendo esta corriente de pensamiento concluiremos que no sólo es recomendable, sino hasta imprescindible, el análisis según estas raíces. Es éste un modo eficaz de interpretar esta aproximación al problema de la narradora compenetrándose en el mundo que ella postula. Es, además, necesario porque tanto el mito como el arte, como el lenguaje, llevan su raíz en sí mismos[5].
La aparición de la simbología acuática, como ya dijimos, no es casual. Proviene de la subconciencia colectiva canalizada por el criterio de opción. Debe tenerse en cuenta que tales arquetipos no aparecerían a no ser que fueran un producto natural del contexto de la narrativa[6]. Es decir, se niega toda posibilidad de un uso arbitrario de imágenes y símbolos.
El arquetipo del agua aparece en diversos estados físicos, a saber: a) gaseoso: niebla, neblina, bruma; b) líquido: lluvia, llovizna, agua en el estanque, en las charcas, en el surtidor, en el río; c) sólido: hielo.
Si se considera que la niebla aparece doce veces, la neblina siete veces, el estado líquido más de veinte veces, etc., se despejará toda duda de imagen casual. Debe notarse, además, que otras analogías acuáticas, tales como «voz glacial»[7], tampoco son consideradas accidentales a pesar de su posible entonación coloquial.
En el polo opuesto al acuático aparece una configuración de manifestaciones del fuego. Estas incluyen el fuego como tal, el sol, la fiebre, la quemadura del dolor, la llama de su propio recuerdo, el calor humano, etc. Suman más de treinta las instancias en que implícita o explícitamente se habla de fuego.
Esto nos ha llevado a contemplar la siguiente posibilidad: Los cuatro elementos que eran considerados por los clásicos como los básicos del universo eran el agua, el fuego, el aire y la tierra. En La última niebla sólo el fuego y el agua están en constante uso. El aire, posible conducto a una realidad espiritual, o quizá-extraterrenal, está vedado generalmente por una modalidad acuática, la niebla o la neblina, amén de las lluvias. La tierra está cubierta de hojas otoñales (a veces «húmedas», p. 63), lo que evita un contacto directo con la tierra que prosaicamente representaría la realidad empírica. La narradora hasta llega a expresar un profundo deseo de que la tierra estuviera siempre cubierta de hojas. Esto podría implicar que no puede mantenerse al nivel terrenal, empírico. El resultado es la aplanación a un nivel de operación con el fuego y el agua como polos opuestos de un segmento emocional que llegará a unirlos y a intercambiar sus valores y posiciones.
El agua, en general, simboliza el subconsciente, aunque también puede ser lo que Jung llama a living symbol of the dark psyche[8]. El fuego, aparte de ser un símbolo común de emoción[9] del deseo[10], también es uno de los elementos que as bringers of light, that is enlarges of consciousness (they); overcome darkness, which is to say that they overcome the earlier unconscious state[11]. Esto indica que el agua y el fuego, como representantes del subconsciente y de lo consciente, respectivamente, están en constante lucha por la posesión del ser. Sin entrar en detalles que constituyen gran parte de la obra de Freud, será suficiente indicar que el subconsciente tiende a ser el elemento agresor que trata de poseer la conciencia, y así, al hombre. La acción tendrá lugar cuando el nivel consciente del hombre está en su perigeo, durante el sueño, por ejemplo. Ya que la narradora está en un estado de ensoñación semiconstante, es el subconsciente el que tiende a regir sus actos.
Con respecto a la representación simbólica consideramos que hasta en una ecuación matemática se podría determinar la supremacía del agua por sobre el fuego según el respectivo número de apariciones arquetípicas. Desde el comienzo de la narrativa nos encontramos con agua: «Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos» (p. 39). Nótese que la lluvia penetra la residencia indicando la entrada de lo simbólicamente subconsciente dentro de la realidad empírica. Sin embargo, la sola manifestación inicial es la de dejar los leños mojados. Estos «leños empapados» estarían relacionados con su masturbación en escenas posteriores. La conversación de los recién casados vuelve hacia su juventud cuando, de chicos, eran bañados juntos, y cuando Daniel espiaba a las chicas en el río. El río —¡recuérdense los cuatro ríos del paraíso!— evoca un estado de inocencia previo a todo conocimiento.
El malhumor tormentoso descargado entre los esposos debido a la estupefacción ante su matrimonio está secundado por «una nueva y violenta racha de lluvia» (p. 42). Esa lluvia, interpretada por los antiguos como lágrimas celestiales, tiene un paralelo en la casa: el llanto del marido. Es decir, hay aquí una constante interacción en una aparente comunidad de intereses entre la naturaleza y las reacciones humanas.
La siguiente escena acuática ocurre en un flashback hacia el momento en que la narradora escapa del velorio de la mujer de Daniel. Al escapar de la manifestación del no-ser se encuentra afuera con una neblina que diluye el paisaje y aumenta el silencio (p. 45). Ella trata de establecer contacto con una realidad por medio del sonido, pero las hojas húmedas —penetración del subconsciente al nivel de la naturaleza física— lo impiden. Cuando es atacada ya no es por la neblina, esa niebla ligera, sino por la niebla. El asalto al ser por el dejar-de-ser es llevado a cabo por algo definitivo como la niebla, y no por algo en período de transición fugaz como es la neblina. La neblina aparece nuevamente al despertarse en medio de la noche en la ciudad. Es la neblina, lo sutil, lo que todo lo penetró lo que indica el hermetismo del mundo: «Me inclino hacia afuera y es como si no cambiara de atmósfera.
La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto cerrado» (p. 55). Es esa misma neblina, aunque despojada de su elemento placentero, la que aleteará —signo de algo febril, no-agresivo— en la ventana sin poder penetrar en la intimidad de su alcoba amorosa (p. 58). Es también esa neblina la que empañará los cristales del hospital (p. 92), y la que la narradora penetra al salir a la calle «en medio de la neblina que lo inmaterializa todo» (p. 93). Al principio la neblina lo inmaterializa todo, y una ráfaga de viento bastaría para descorrerla, pero se hace pesada. Una «barrera de humo» la hace «niebla» (p. 94). Sólo cuando siente una ráfaga de viento fresco —«un poderoso aliento, una frescura insólita» (p. 95)— logra ver a través de la neblina lo que creyó ser su meta. La niebla ya había sido disipada y un gran aliento bastaba para la neblina.
En cada caso en que aparece la neblina se la ve como un elemento sutil, que aunque penetrante, no es agresivo. Es un paso intermedio entre la claridad que nunca alcanza y la barrera de humo que todo lo oscurece haciéndolo desaparecer. Esto causa la impresión de «estar corriendo por calles vacías» (p. 94).
La niebla, por el contrario, es agresiva; es el dejar-de-ser que fuerza su estado sobre lo que aún es. Ya se ha notado su asalto sobre la narradora (p. 45). En la página 51 aparece siendo ya más fuerte que la llamarada del sol. El símbolo del fuego como conciencia que es derrotado por la subconsciencia simbolizada por lo acuático es obvio. En la página siguiente, las antorchas de los cazadores parecen no hacer mella en la «¡maldita niebla!» «La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer las araucarias..., se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo...» (p. 53). La neblina había penetrado todo dando un sentido de hermeticidad, mientras que la niebla se había infiltrado deshaciéndolo todo, creando un desastre. Si la neblina era como un velo, la niebla era una «espesa cortina» (p. 54), así como lo sería con el humo, manifestación de la derrota del fuego. El carruaje vino de la niebla y niebla se lo tragó (pp. 70-71). En la niebla de la ciudad todo —«la casa, mi amor y mi aventura» (p. 98)— se había desvanecido. El acto final de la niebla es la paralización de lo existente: «Alrededor nuestro, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva» (p. 102).
Resumiendo: En todos los pasajes en que aparece la niebla se nota una agresividad que puede, variar de lo, relativamente delicado a lo absolutamente descarnado. La niebla se mueve, actúa, deshace, destruye, es nada, es el no-ser, pero transmite su estado a lo que encuentra a su rededor[12].
La bruma es dinámica tanto como estática. Luego de oír a Regina tocar el piano, la narradora huye y se interna en la bruma que es penetrada por un rayo de sol. La bruma no actúa aquí en absoluto. Sin embargo, parece haber secuestrado a los cazadores (p. 51), poseyendo así un atributo de la niebla. También logra transformar la luz del farol en vaho, causando una distorsión de la visión de la narradora. Ella es sombra, y junto a ella aparecerá otra sombra. La bruma es aquí un medio generador de la alucinación o la ensoñación (p. 57). Al recordar cómo había desaparecido el jardín en la bruma, la compara con la visión que tiene el jardín con el humo de las hojas quemadas (p. 80). Según la indicación ya hecha de la anteposición entre el humo y la niebla, esta comparación sería un atributo más para corroborar su igualdad de funciones.
La mañana que están en la clínica es «fría y brumosa» (p. 90), pero seguidamente (p. 93) la narradora habla de la neblina que empaña los cristales. La bruma es un arquetipo ambiguo que sirve para indicar estados análogos a la neblina, a la niebla, y hasta un estado intermedio. No se ha podido establecer ningún estado de conciencia específico que pudiera ser atribuido a esta manifestación.
La interpretación básica del agua como símbolo del subconsciente es aceptable para La última niebla, pero es insuficiente. Varios de los momentos críticos de la vida del personaje central tienen lugar mientras está en contacto directo con el agua, no ya como nebulosa, sino como líquido.
La idea que Ferdinand Alquié presenta en La philosophie du surréalisme sobre el agua que diluye las cosas está magnificada en The Sacred and the Profane. Eliade no sólo expresa que las aguas desintegran las formas[13], sino que agrega: Everything that is form manifests itself above the waters by detaching itself from the waters[14]. Penetrar en el agua es reincorporarse, al menos durante la inmersión, a lo deforme, a lo indistinto y a lo difuso. Recuérdese la muerte de Andrés: al extraerlo estaban «llenas de frías burbujas, de plata las cavidades de los ojos, roídos los labios que la muerte tornó indefensos contra el agua y el tiempo» (p. 84).
Cuando la narradora entra al agua en su autoeroticismo también siente el cambio de las formas: «El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales» (p. 49). Con ello no se refiere sólo a las apariencias de las leyes físicas; parece, más bien, tomar conciencia —subconscientemente— de una incorporación a la visión de lo deforme, de lo acuáticamente distinto. Ella entra al agua como a un mundo nuevo. It Is the world of water where all life floats in suspension; where the realm of the sympathetic system, the soul of everything living, begins; where I am individually this and that, where I experience the other in myself and the other-than-myself experiences me[15]. Así logra el conocimiento de su sombra por medio de la inmersión en un mundo en que la vida está suspendida.
La penetración definitiva en un mundo diferente se ve durante un segundo baño en el estanque: «De costumbre permanezco allí largas horas, el cuerpo y el pensamiento a la deriva. A menudo no queda de mí, en la superficie, más que un vago remolino; yo me he hundido en un mundo misterioso donde el tiempo parece detenerse bruscamente, donde la luz pesa como una substancia fosforescente, donde cada uno de mis movimientos adquiere sabias y felinas lentitudes y yo exploro minuciosamente los repliegues de ese antro de silencio. Recojo extrañas caracolas, cristales que al traer a nuestro elemento se convierten en guijarros negruzcos e informes. Remuevo piedras bajo las cuales duermen o se revuelven miles de criaturas atolondradas y escurridizas» (pp. 69-70). En el agua ella descubrió un mundo diferente al suyo. Es por eso que nota la diferencia entre los dos universos que habita manteniendo constantemente un equilibrio ambivalente. Es posible que, además de descubrir allí un mundo diferente, sentía esas aguas como el agua vivificante, the water of life a que se refiere Jung[16]. Al sumergirse en el agua siente la regeneración, una potencialidad vital[17]. Permaneció largas horas en ese medio informe que es the reservoir of all possibilities of existence; they precede every form and support every creation[18].
Esa larga permanencia en el agua debió haber transmitido algo de sus leyes a la conducta de su propia vida. Es por eso que al ver el carruaje, la narradora ya no se esconde bajo el agua, sino que «sobrecogida, me agarré a las ramas de un sauce y, no reparando en mi desnudez, suspendí medio cuerpo fuera del agua» (p. 70). Medio cuerpo —el medio cuerpo de las sirenas— queda suspendido; el resto permanece en el mundo de la disolución. Como dice Eliade: Emersion repeats the cosmogonie act of formal manifestation; immersion is equivalent to a dissolution of forms[19]. Mientras está medio sumergida tiene su visión, emergiendo para dar así una manifestación formal del acto cosmogónico, la confirmación de la creación de su mundo-amante. Ella permanece en un estado de suspensión. No sabemos cuánto tiempo permaneció allí luego de la recomendación de Andrés. Nuevamente por un medio acuoso tuvo su momento anhelado. Para la narradora, la sonrisa del amante existió mientras estuvo suspendida en el agua[20].
Toda su vida amatoria, su única vida auténtica, es siempre lanzada a su dimensión existencial por medio del agua. Estando en la ciudad, la narradora llega a una plaza: «Como en pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas gotas» (p. 56. Subrayado nuestro). Poco después aparecerá la sombra de su amante en la bruma. Cuando se produjo el milagro entre ella y Daniel, lo que antes había sido «lloro», «sollozante», «un día ardiente», «llorando» (pp. 76-77), se transformó en una serie de imágenes acuáticas extáticas en estrecha conglomeración: «frescura con olor a río»; «la primera lluvia de verano»; el hielo en el vaso con el «helado jarabe»; «el murmullo de la lluvia»; «se alejaba la lluvia como una bandada de pájaros húmedos»; los espejos eran como «aguas apretadas, hacían pensar en un reguero de claras charcas». Además de eso tenían ya el «infalible rito de darme de beber» (pp. 77-79). Esta batería de símbolos acuáticos existe por la visión asociativa de la narradora que pasó de los momentos autoeróticos en la naturaleza poseída de atributos amatorios, al cuerpo humano. La humedad, como posible anunciadora de la experiencia amatoria, persiste cuando aparece por segunda vez en la plazoleta (p. 95). Entonces el surtidor ya callaba. El agua viva, el verdadero símbolo indicador de ese mundo donde se concreta su aspiración, ya está callado, imposibilitando con ello una repetición del suceso amatorio.
La lluvia también es parte del concierto acuático que colaborará para crear la atmósfera propicia para su amor. La única excepción es la lluvia inicial que precedió su entrada a la casa y que hizo eco a su estupefacción. Pero no existía entonces predisposición alguna para sentirla cómplice de un acto pasional. Sin embargo, luego, al estar con su amante pasó la niebla; al lloviznar se consuela pensando que esa llovizna, salpicándolos, los une a través de la distancia (p. 73). Desde entonces la lluvia siempre le causará bienestar (p. 80). Debe notarse aquí una gradación en la influencia de la lluvia, -y al mismo tiempo recordar que la niebla está en una dimensión diferente a la correspondiente a la lluvia-llovizna con sus respectivos atributos ya analizados.
En el polo opuesto a la simbología acuática está la serie «fueguina». Esta serie está comprendida por el uso directo del fuego además de la presentación de diversas analogías. Tenemos así el fuego en sí en las antorchas de los cazadores que no pueden penetrar la niebla (p. 52); los candelabros en la casa de la madre de Daniel (pp. 54, 81); el juego con las brasas provocando «pequeñas catástrofes dentro del fuego» (p. 56); la búsqueda de los ojos del amante en las brasas (p. 66); la creación de una imagen con una chispa (pp. 67, 87); la espera junto al fuego (p. 73); las hojas otoñales quemadas (p. 80). Luego tenemos asociaciones con el calor solar que es usado tanto para indicar placer o el anticipo del placer (pp. 77, 79), como para expresar lo extremado en el polo opuesto (pp. 79-80). Por otro lado están las analogías en que habla del calor insoportable, del dolor de la duda como quemadura (pp. 54, 82, 92). Al mismo tiempo está el ansia por el hombre (pp. 57, 61); el ardor de ser descubierta y amada (p. 59), y la fiebre (pp. 93, 95).
De toda esta enumeración se puede notar que el uso del fuego es por lo menos de carácter dual. No existe un sistema apropiado, como en el caso del agua, para establecer un esquema de paradigmas definitivos. Aunque las imágenes acuáticas relacionadas con el amor están destinadas a apagar la sed ardiente de esta narradora, no hemos podido establecer una relación bilateral o progresiva entre los polos del eje. Según nuestras conclusiones, la narradora ha perdurado una serie de arquetipos relacionados con el agua, poseyendo cada manifestación su propia función y atributo dentro de esta narración. Sin embargo, lo relacionado con el fuego aparece sólo bajo el arquetipo del fuego con sus acepciones normales, pero sin gradación o especificaciones de aparición que pudieran conformar un sistema paralelo al agua.
La narradora de La última niebla vive en un estatismo total debido a la ensoñación. Georg Lukács indica: By separating time from the outer world of objective reality, the inner world of the subject is transformed into a sinister, inexplicable flux and acquires paradoxically, as it may seem a static character[21]. Ese flujo de carácter estático aumentó aún más por su alejamiento, no sólo del tiempo, sino de la realidad empírica como tal. Es durante el transcurso de ese flujo que tenemos la serie de arquetipos acuáticos señalados. La vuelta final a la realidad empírica ocurre cuando dos manos la detienen frente a la ambulancia (p. 101). El arquetipo del agua, como era de esperarse, no desaparece por completo, ni inmediatamente, con este acto. Ella sigue a su esposo «para llorar por costumbre y sonreír por deber...» «Alrededor nuestro, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva» (p. 102). El estatismo es definitivo y es entonces cuando se arraiga el siniestro flujo, ya que lo sigue «para vivir correctamente, para morir correctamente algún día» (p. 102). La narración acaba. Se dieron los momentos de crisis en que la narradora quería ser amada. Al no existir más esos momentos no existe motivo de narración.
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NOTAS
[1] Para un análisis estructural de la novela, véase Cedomil Goic: La última niebla. Consideraciones en torno a la estructura de la novela contemporánea. Anales de la Universidad de Chile, septiembre-diciembre 1963, pp. 59-83.
[2] Carl G. Jung: The Archetypes and the Collective Unconscious. Nueva York, 1959, p. 79.
[3] Ibíd. Entiéndase por «arquetipos» las imágenes primordiales que sirven como base para la manifestación de diversos símbolos. Ibíd., p. 384.
[4] Ernst Cassirer: Language and Myth. Nueva York, 1968, p. 7.
[5] Ibid., p. 11. Se da el énfasis al lenguaje y no al mito. Por tanto, se omite la discusión de este concepto.
[6] Northrop Frye: Fables of Identity. Nueva York, 1963, p. 55.
[7] María Luisa Bombal: La última niebla. Santiago, 1962, p. 97. Todas las referencias subsiguientes a este texto aparecerán en el texto del trabajo.
[8] Jung, op. cit., p. 17.
[9] Ibid., p. 316.
[10] Ibid., p. 356.
[11] Ibid.,- p. 169.
[12] «La función específica de la niebla es representar lo ominoso, la presencia de las potencias hostiles del mundo.» Goic, op. cit., p. 76.
[13] Mircea Eliade: The Sacred and the Profane. Nueva York, 1961, p. 131.
[14] Ibid.
[15] Jung, op. cit., pp. 21-22.
[16] Ibid., pp. 140, 145 n.
[17] Eliade, op. cit., p. 130.
[18] Ibid.
[19] Ibid.; p. 130.
[20] Estas manifestaciones acuáticas y transformaciones por contacto continuo no son singulares en nuestra literatura. Véase, por ejemplo, «La boina roja», del palmeño Rogelio Sinán.
[21] Georg Lukács: Realism in Our Time. Nueva York, 1964, p. 39.