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        María Luisa Bombal
          EL ESPEJISMO AMOROSO
        
          Por Lilia Osorio
          Publicado en Material de Lectura N°13, UNAM
          
            
        
             
            
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        Nos enfrentamos a María Luisa Bombal (Viña del  Mar, Chile, 1910. Santiago de Chile, 1980) con intenciones críticas, pero hay que aclarar que la aproximación a su obra tiene un antecedente, tomado  de George Steiner: “Literary criticism should arise  from a debt of love”. Sin embargo, el amor tiene  siempre fisuras y profundidades peligrosas para el  amante, quien busca saber, comprender lo que expresa el lenguaje del amado, empresa todavía más  difícil cuando, sustituyendo los factores, es un lector  el que busca en la escritura ese elusivo componente  que podríamos denominar talento, capacidad e incluso genio, o que quiere efectuar una de las múltiples lecturas posibles del discurso. El asedio debe  comenzar antes de que el objeto, la obra literaria de  María Luisa Bombal, se desvanezca únicamente en  el asombro y deje sólo el deslumbramiento, sin permitir un intento de aproximación con estrategias válidas, entre ellas la de una lectura apasionada.  
        María Luisa Bombal no escribió mucho, dos novelas cortas y algunos cuentos constituyen lo más  conocido de su obra: La última niebla (1934), que alcanza varias ediciones y traducciones al inglés,  checo, portugués, francés, sueco, japonés y alemán;  la novela La amortajada; los cuentos El árbol, Las islas  nuevas, Lo secreto y María Griselda, sorprendentes  descubrimientos para el lector, cansado ya del realismo que ha sido una regla no escrita de la literatura  hispanoamericana, porque constituyen una categoría diferente. La aparición de esta escritura, en un  momento en que la revalorización del mundo americano “mágico y exótico” impidió apreciar otras formas de escritura, se convierte en un hecho excepcional por la calidad literaria que posee y por  apartarse de las corrientes imperantes durante esos  años en Latinoamérica.  
        María Luisa Bombal se inició con un logro singular: la novela corta caracterizada por una prosa  cuya intensidad se condensa en imágenes bellísimas  y a veces alucinantes, que nos acercan a una calidad  poética o le dan una textura poética al relato. Jorge  Edwards señala: “En María Luisa Bombal hay una  especie de apropiación del lenguaje de Residencia en  la tierra de Neruda, llevado a la prosa”. Este lenguaje  organiza un mundo en donde la presencia de la  mujer es dominante y aporta todo el misterio, la  ambigüedad y la fuerza de la naturaleza, con la cual  se identifica. En los relatos hay siempre una protagonista, una mujer que sueña y fundamentalmente  ama, cuya vida transcurre dentro de mundos distintos, evanescentes, que sólo tienen en común con lo  cotidiano los árboles, los pájaros, los frutos y en  donde ella se mantiene a distancia, en cierta manera  aislada y con una oculta actitud crítica hacia los  otros, los que viven fuera de esa especie de acuario  en el que se desliza el alma desfallecida, entregada al  amor, único asidero del mundo que se ha diluido en  la enajenación.  
        El cuento El árbol nos sumerge desde sus primeras líneas en un ambiente definido que, por medio  de ciertos elementos auditivos y visuales, se irá acercando a la irrealidad: las luces mortecinas y la atmósfera cerrada de una sala de conciertos conducen  la mirada del lector para introducirlo, por un instante  mágico, en la vida de una mujer que escucha la música y al mismo tiempo le permite observar el desarrollo de los acontecimientos fundamentales de esa  vida, correspondiente a tres etapas, con una sinestesia efectiva: primavera, verano y otoño, tiempos recorridos en el recuerdo, huellas de la experiencia. El  cuento ha sido incluido dentro de la corriente surrealista, en cuanto la realidad tiene aquí un carácter  dual, interno y externo y la escritura trata de captar  ambos a la vez por las correspondencias efectuadas  en el momento en que el personaje entra en un estado semihipnótico debido a la música que va sugiriendo mediante distintos acordes y tres diferentes  compositores, el paisaje onírico de la remembranza;  el paisaje real se transforma en paisaje interno.  
        Durante la primera parte Mozart proporciona  una música suave, que provoca la evocación de un  río de agua cristalina, encauzado en un lecho de  arena rosada y las imágenes sucesivas —la escalera  de mármol azul bordeada por doble fila de lirios de  hielo, la verja de barrotes con puntas doradas, los  colores tenues— resumen el sueño infantil en el cual  la protagonista se viste de hada para invertir mágicamente los pensamientos en el tiempo y recobrar el  rostro ingenuo, sutil y frívolo de la niñez.  
        En la segunda parte es Beethoven quien permite  la aparición de otros elementos que se incorporan a  la imaginación de la mujer que escucha y a la nuestra. Será entonces el mar, relacionado con el matrimonio, el que contenga las fantasías y las dote de  una intensidad específica, a la par con el árbol —un  gomero— cuyos tonos dorados se transformarán  paulatinamente en oro sólido, contrapuesto al plateado cabello del marido. La presencia de éste se asimilará a la imagen paterna, así como la música se ha asimilado al sonido de las hojas que golpeaban la  ventana del cuarto de vestir, para acercarnos y sumergirnos en una vida tranquila, regular, monótona.  Esa apariencia de reposo la desmiente el árbol  mismo con sus ruidos y el eco de pisadas misteriosas, mensajes sutiles del mundo que habita en él y  que comparte con la mujer su calidad de naturaleza  vital, aprisionada en un medio hostil, al cual ambos  logran negar y embellecer.
         Los colores del gomero terminan por fundirse  con la lluvia, a través de la música de Chopin, y en  este tercer momento se rompen abruptamente los  recuerdos por tres circunstancias coincidentes: la  muerte del árbol, la toma de conciencia de la mujer  y el fin del concierto. La luz brutal que tamizaba el  árbol invade la suave percepción del mundo; el conocimiento, la aparición de lo real, invalidan los espejos: el árbol, la mujer, son inactuales, ineficaces,  absurdos en el concreto de la calle y en la concreción  de la vida; la única conciencia que resta es la búsqueda del amor.
         La última niebla es una novela breve, en la cual el  deseo y la imaginación, en relación inextricable, se  integran y se fortalecen en una doble actividad: el  deseo crea a la imagen y la imagen alienta al deseo;  de esta relación surge una novela perfecta, cuya sintaxis narrativa permite que el tiempo, transformado  en un continuo, sea el tiempo del amor, de la nostalgia, degradado de golpe, abruptamente, por una realidad formularia, destruido por los actos mínimos de  una vida que debe comprometerse con la “realidad”  y que habría podido ser, en el absoluto del amor,  maravilloso e imposible.  
        De nuevo es una mujer la que vive esta experiencia extraordinaria, una mujer casada, cuyo marido la considera un objeto conocido, porque la imagen que  tiene de ella es prefabricada, corresponde a un estereotipo de la Mujer, al cual se aferra para sentirse seguro, pero que nunca le permitirá penetrar en sus  sentimientos. La hostilidad inconsciente del hombre  es un muro que la empuja a buscar en el bosque, en  la niebla, algo desconocido, que no puede nombrar  todavía. El enfrentamiento con la muerte de una  joven extraña le permite a esta mujer recuperar el  sentido vital, al mismo tiempo que su concuña, Regina, le descubre impensadamente los secretos del  amor-pasión. A partir de esos dos hechos fabricará  sus propios sueños con elementos dispersos que van  tomando consistencia en la fantasía, sin que ella se  dé cuenta de su origen: el amante será la construcción de un ser sin voz y sin nombre, hecho de dos  miradas; será Pan, encarnado en la inasible presencia de la niebla, en la lluvia, en el estanque, en la  arena de terciopelo. Será el ojo que descubra en ella  lo que nadie ha visto nunca. En un estado de exaltación creciente, forjado por un solo encuentro, en  una noche de amor perfecto, se inicia la transmisión  vibrante del deseo, de la necesidad, de la unión absoluta, que morirá cuando la mujer que vive la realidad, Regina, se suicide.  
        El lenguaje de la novela es el contrapunto de la  niebla haciendo resaltar la calidad oculta de los sentimientos; es un instrumento límpido, directo, de intensidad magnética, que expresa la continuidad y la  constancia de esa otra vida interna y sensible. Las  sucesivas apariciones de la niebla, puntales de los  movimientos anímicos y los extraños cambios del  amor, se condensan al final cuando se cierra definitivamente el ciclo en la pérdida, la idea del suicidio —la idea de Regina— y su inutilidad, la decisión de  “vivir, morir correctamente”, impuesta por las circunstancias.  
        El paralelo entre la protagonista y Regina es una  línea que se mantiene a lo largo de la novela, que  converge en ella como los dos lados de un mismo espejo: la realidad —Regina— es vivida fuera de nuestra mirada, pero se recrea en la imaginación —la  protagonista— de manera que ambas se complementan en su intensidad amorosa y se interrelacionan en una forma ambigua y no percibida por ellas  mismas. Las imágenes tienen un importante papel  en el juego narrativo y están precisamente graduadas: desde el leve roce del ave de alas color de otoño,  la sombría cabellera desatada, hasta la luz que pesa  como una sustancia fosforescente y la presencia del  hombre, que huele a fruta, a vegetal, a avellana. Todo  forma parte de esa sinestesia que da relieve al relato,  de manera que hay un enlace profundo, sin mistificaciones, entre la naturaleza y el ser humano; la naturaleza no se refleja en el ser, el ser no se retrata en  ella, son lo mismo y se imbrican a cada momento y  en forma absoluta en el amor, vivido en la imaginación, cumplido en los actos mínimos que retroalimentan a la memoria. Desde fuera y desde dentro  la mujer se acomoda a la naturaleza, por eso tiene  también, como el hombre amado, una calidad pánica: sólo puede existir plenamente en el bosque,  donde la vida adquiere un peso, una importancia  fundamental, pero el encuentro mítico del amor, en  contraste magistral, se consumará en la ciudad, dentro de un parque, símbolo muy claro de aislamiento  y de represión, que provoca la evasión de la realidad.
        En contrapartida, el mundo de los hombres aparecerá como irreal, ellos están fuera de cualquier pasión porque previamente han amado un ideal  convencional, son débiles, temerosos para asumir la  violencia del amor, reemplazándolo por la violencia  de la cacería y de la muerte. Ellos están ausentes de  la verdadera vida, son pálidas figuras sin relieve alguno, sujetos solamente a reglas anacrónicas que  pretenden imponer rígidamente sobre sus esposas  o amantes, sin darse cuenta de que se han vedado a  sí mismos una existencia plena.  
        La obra se desliza en el espejismo amoroso de un  nivel a otro. Conforme la mujer se abisma en la imagen del amado recorre una etapa y otra la sucede: la  ausencia, la espera, los celos, la desaparición del  mundo externo, el retorno y el desvanecimiento de  la imagen que provoca la agonía y la duda.  
        El proceso se desarrolla dentro de la posibilidad  y el sueño; la existencia de un amante no se cuestiona en sí misma, es lo ajeno lo que irrumpe en la  creación y plantea lo imaginario. La mujer no se pregunta si en verdad lo que vive existe, solamente lo  vive porque es así, incluso utiliza la mirada de los  otros para persuadirse o para confirmar su íntima  razón, ni siquiera hay la posibilidad de un resquebrajamiento cuando se plantea la duda, ésta se convierte en un apoyo más al enfrentarse a la opinión:  o el amante es una ilusión de los sentidos, un producto de la imaginación, en cuyo caso las leyes del  mundo permanecen, o bien él existe, es parte integrante de la realidad, pero entonces la realidad se  rige por leyes desconocidas. La elección es evidentemente la segunda, aunque al final parezca imponerse la primera, destruyendo el sentido del  universo.
        La transmisión de estos estados anímicos se efectúa en primera persona, por medio de un tiempo  verbal, el presente, que se va cerrando sobre sí  mismo, demoliendo el transcurrir. Aquella única  reunión de los amantes ha marcado el principio perfecto, pero inadvertidamente deja de ser, de existir  en la memoria misma como hecho y restará sólo  este presente eterno, el de la continuidad de una  vida que se ha vuelto inútil al aceptar la “realidad”.
         En el relato Las islas nuevas se intensifica la  identificación entre la mujer y la naturaleza; aquélla  se transforma en un pájaro que apenas se posa en  tierra y adquiere a la vez la fascinación del ofidio:  “se levanta, crece, se desenrosca como una preciosa  culebra, igual que su nombre, pálida, aguda, un poco  salvaje”. Si en las otras historias la mujer es todavía,  por decirlo así, real, aquí se presenta como la encarnación de una fuerza anterior, primitiva e inconsciente. Lo inverosímil se transforma por medio del  arte y se hace inteligible a los sentidos. Ahora el arquetipo femenino se desliza, retoma esa cualidad de  identificación con seres ancestrales que se pierden  en la historia pre-humana. En este cuento la presencia viva de los elementos refuerza la calidad fantástica que va surgiendo en un clima de misterio que  no se aclara nunca y que proviene de la ambigüedad.  A la manera de Henry James, hay algo oculto, inherente a la naturaleza humana, que nos resulta oscuro  e intolerable. De nuevo la niebla juega como un elemento esencial, es una presencia en cuyo influjo  nacen las islas nuevas, vestigios de alguna perturbación aterradora y subterránea, transitorias, fugaces,  destinadas a desaparecer como han surgido: inexplicablemente, tan inexplicablemente como Yolanda, la protagonista, sueña en otros mundos y pertenece  a otro lugar, a otro tiempo que no existe pero que  podría existir. La narradora, paulatinamente, va  dando al lector esos elementos extraños que harán  del personaje una incógnita: a partir de una apariencia determinada, visible, aceptada, ambas fuerzas —mujer e islas— configurarán un todo extraño  y turbio donde el paisaje es “el agua que bulle escondida bajo el limo de los vastos potreros”.  
        Las islas nuevas se disuelven en la nada, dentro  de “un cerco vivo de pájaros y espuma”, dejando tan  sólo el agudo malestar que se manifiesta ante lo desconocido y lo temible. La misma sensación provoca  la enigmática Yolanda, existe, pero es como la medusa, una vez fuera de su mundo natural, desaparece. Sólo ahí, en ese lugar especial, ahogado en  helechos gigantes, dentro de “un silencio verde  como el cloroformo” permanecerá unida a la niebla,  que la descubre y la oculta como su propia cabellera  impetuosa “que tiene olor a madreselvas vivas”.  
        Lo misterioso reaparece en la novela La amortajada, planteado ahora por una mujer muerta ya para  los otros pero que conserva aún una percepción peculiar. El narrador —alguien anónimo, difícil de  identificar— nos obliga a la observación de un extraño fenómeno: la muerte que está viva y que de  inmediato se transforma en la muerte que se mira  morir (la extraña vida de la muerte) y que recoge, sin  conciencia todavía, la imagen halagadora, superficial, de un sueño extendido hacia afuera, percepción  de una realidad que comienza a cobrar fuerza por  medio de signos afectivos e introductores al mismo  tiempo de los personajes que atravesarán el campo  vital de Ana María, la mujer que terminará de morir ante nuestros ojos durante un solo día, lapso reiterado por la frase “el día quema horas, minutos, segundos”. Aprisionados en su última memoria  existirán los elementos circundantes: la lluvia, el  bosque, el cielo, en una visión postrera y doble, objetiva-subjetiva, que la mujer, más que percibir, acecha “escondida detrás de sus largas pestañas” y que  se dirige fundamentalmente al examen de los tres  hombres que le han significado tres formas diversas  del amor.  
        Sin transición, el relato toma la primera persona,  que se irá alternando con el narrador y con uno solo  de los personajes —Fernando— e incluso en una  misma línea se tensará la unidad: “Es él, él. Allí está  de pie y mirándola”. Esta primera presencia de la infancia y de la adolescencia se concreta en un hombre, Ricardo, el primer amor descubierto entre el  trigo y la ternura, al contacto de la piel y el azoro de  la violencia. Él es la naturaleza, con todo lo inexplicable de la pasión, de la torpeza y del orgullo; de él  se desprende “un olor a oscuro clavel silvestre” y la  mujer-niña intentará enlazarlo, guardarlo “con esas  trenzas deshechas que se enroscan en el cuello del  hombre”, con la misma voluntad de posesión que  su dueño ha prolongado en el lánguido recuerdo  mezclando colores, olores, sabores de mágica intensidad, incorporados en un sueño premonitorio que  se quiebra en la sangre y en la pérdida, reencontrados en la mirada última de la muerte. En el momento de la confrontación nada se aclara, aunque la  mujer se pregunta “¿Es preciso morir para saber?”  El relato pasa otra vez a esa voz oscura, que intervendrá en forma paralela como conductor aparente  del fugaz recorrido, “mientras el día quema horas, minutos, segundos” y nos deja ver los cortos lazos  de la relación familiar: padre, hermana, hijos, todos  subordinados a la relación amorosa, casi forzados e  impuestos sobre esta mujer, de vitalidad reprimida,  atada a las convenciones y a la religión y que quizá  es ella misma culpable de ello: “el abandono de su  amante ¿respondía... a una rebeldía de su impetuoso  carácter?” Tal vez ella no tenga alma ni pueda sujetarse a la cotidianidad, con la que siempre está en  lucha pero que la apresa al mismo tiempo; es, como  siempre lo ha intuido, una criatura de la naturaleza,  a la que retorna con un placer absolutamente físico,  como una raíz que se integrara a la densidad de la  tierra.  
        El segundo hombre, Fernando, es el único que le  habla en forma directa. Yacente, ella lo mira desde su  lecho de muerta y lo escucha imprecar, sin juzgarlo  ya más, en nombre de una vida sometida al amor  hecho imposible, al rechazo constante de la mujer,  porque esa clase de amor los ha unido en la desvalorización y el miedo mutuos y es humillante a la vez  que necesario. La inteligencia lo mantiene atado y  le hace actuar como un jugador perfecto que midiera  cada movimiento, sin participar del placer del juego;  su habilidad le permite conocerla y manipular situaciones y actitudes, para ella negativas, pero congruentes en ciertos niveles y sostenidas por ambos.  Ella puede ahora verse y verlo, desde el filo de la  muerte, como a dos seres “al margen del amor, al  margen de la vida”. Tiene la repugnancia de su espejo, ese hombre callado, reprimido; entre ellos la  relación, reconocida y aceptada, se ha forjado a base  de equívocos e interrupciones, reasumida en este  diálogo-monólogo final que se cierra con una conclusión: Fernando se liberará de la obligación de  amar y volverá a su propia y vacía vida, dejará de  participar en el juego cansado y repetitivo que él  mismo se ha impuesto, como lo sabe, precisamente  porque está impedido, por egoísmo, de ejercitar la  libertad de amar.  
        El tercer personaje es el amado, irreconocible  bajo la máscara de la síntesis de los otros dos hombres y el símbolo más terrible de la imposibilidad de  amar, porque es el más cercano. En él se resumen el  aprendizaje del placer, el conocimiento y el desencuentro. Cuando Ana María adquiere conciencia de  su significado, las relaciones se han destruido ya,  porque su afán de hacer perdurable el primer sentimiento, la primera emoción, ha hecho que descarte  al mundo y se aferré a una infantil memoria de la felicidad. El reconocimiento de lo que podría haber  sido algo parecido a la perfección buscada tiene  lugar durante un largo proceso de sufrimiento, de  ansiedad, de culpa; la figura masculina es idealizada,  luego se aleja y se disuelve en la crisis, provocando  el odio y la pérdida. “Muy entrada la tarde, llega, por  fin, el hombre que ella esperaba”. Es aquél a quien  ha deseado toda la vida, llena de “un sentimiento  extrañamente, desesperadamente dulce”. Es Antonio, quien alguna vez se aferró a ella para detenerla  y perdido en un momento de debilidad. Con él ha  debido convivir equivocadamente hacia la destrucción y surge la inevitable pregunta: “¿Por qué, por  qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga  que ser siempre un hombre el eje de su vida?” En última instancia Ana María sólo logra “adaptar su propio vehemente amor al amor mediocre y limitado de  los otros”. La adaptación es falsa, incomprensible para esos otros, resulta ser solamente odio, que incluso en el momento de la muerte es la pasión más  intensa que esta mujer puede sentir, pero la muerte  misma le arrebata el odio y lo sustituye por el hastío  y el cansancio que la impulsarán a deslizarse y a recorrer con fatiga el camino hacia el término último de  su paso terrestre. Esta sería “la muerte de los vivos”, le  falta todavía recorrer “la muerte de los muertos” sola,  de regreso a la tierra, a la oscuridad.  No tenemos ya acceso a la ulterior posibilidad  planteada por la escritora, importa sólo la recreación  de una vida —en el espacio de la escritura— que en  la búsqueda obsesiva del amor se ha desgastado  ante nuestros ojos y que nos regresa automáticamente al mundo de los vivos, donde nosotros estamos condenados también al amor.