La noche del primero de noviembre de 1975, día de todos los santos que se convierte a medianoche en el día de los santos difuntos, un hombre italiano de cincuenta y tres años —cineasta, novelista y poeta, cristiano, marxista y homosexual— decide dar rienda suelta a su tranquilo deseo y llega a la estación de Termini en Roma (que desde el año 2006 está dedicada a su santidad el papa Juan Pablo II) para ver qué es lo que le ofrece la noche. Pier Paolo Pasolini (así se llama el hombre y es, para quienes no lo sepan, uno de los artistas italianos más importantes del siglo XX) se baja de su automóvil burgués (él, que es un comunista empedernido), un Alfa Romeo GT metalizado, y con los mismos ojos con que ha encuadrado películas como Accattone o Mamma Roma o Il Decameron o Teorema o la francamente escandalosa Saló o los 120 días de Sodoma, otea el horizonte en busca de algún raggazzo di vita que le pueda hacer compañía esa noche solitaria.
Es inclaudicable Pier Paolo. De una sola línea. Como poeta, novelista, ensayista encendido, cineasta polémico y rompedor. Y como hombre, que sale a la busca de su deseo como quien busca un sueño, una quimera, pero que no se conforma con eso. Porque con toda su espiritualidad, lo suyo es el materialismo histórico y concreto. No podría, como el Dante o como Petrarca, en los lejanos Centos italianos, dedicar su creación a entelequias idealistas como Beatrice o Laura. Lo suyo son los efluvios físicos y masculinos. No importa el costo que tengan. Ya de jovencito, como profesor de un colegio, fue cesado de sus funciones por corrupción de menores, seguro que porque no renunció al deseo hacia algún alumno, y al que probablemente sedujo (o fue seducido) gracias a su porte, su elegancia y su inteligencia. La gracia le costó su puesto como educador. Y su carné del partido comunista. Pero en su vida siempre siguió siendo alguien que señalaba el camino. A las masas y a las elites, con sus escándalos y obras. Y comunista de tomo y lomo, aunque las cúpulas del partido arrugaran la nariz con sus poco ortodoxas actitudes de loca. Y por eso no se rinde. A pesar de su fama. A pesar de su madurez. A pesar de sus rutilantes apariciones con divas como la María Callas en el Festival de Cannes o la Anna Magnani entrando al fastuoso Lido en la Biennalle de Venezia. El amor por los desposeídos y los chicos de la calle es más que una ideología. Es un apostolado. Y Pier Paolo no está dispuesto a renunciar a él ni aunque el mismísimo papa Paulo VI se lo pida de rodillas con las latas de los negativos de su hermosa versión de El evangelio según Mateo (película que yo sorprendentemente vi en el año 1976 o 1977, una Semana Santa en plena dictadura militar, probablemente en Televisión Nacional, cuando tenía cinco o seis años y creía en dios y en el Viejo Pascuero).
Esa noche del primero al dos de noviembre de 1975, mientras en Chile se empieza a fraguar lo que sería la Vicaría de la Solidaridad y la DINA mata hasta por deporte a lo largo de nuestra angosta faja de tierra, Pier Paolo está cansado. Cansado de pelear, cansado de escandalizar, cansado de filmar, cansado de escribir, cansado de polemizar dentro de un estado italiano que es una chacra, con la iglesia católica jugando un rol retrógrado, un ala de la democracia cristiana como una nueva lectora del fascismo y con la amenaza de las Brigadas Rojas como un polvorín a punto de estallar en el confuso desorden de la Europa setentera. (Chile, pienso, era en esa época un campo de concentración, mientras mi familia esperaba la llegada del Viejo Pascuero con un pavo cocinado por mi abuela, y en las poblaciones los milicos arrasaban con todo, como desmalezando el terreno para construir el nuevo orden que nos regiría en el futuro.) ¿Y qué es lo que quiere Pier Paolo para sacarse por un segundo de la cabeza la carga ideológica y artística de los problemas del mundo? Nada más sencillo que un chiquillo. Un jovencito con el cual conversar. Un chiquillo al cual contemplar como quien contempla un arcaico mural de Il Giotto en una iglesia de Siena o de Florencia. Un ragazzo de la calle que por un poco de dinero será capaz de darle algo de amor a su atormentada y cabezona existencia. Y Pier Paolo esa noche tiene suerte. Porque entre el grupo de ragazzi que espera eso (un burgués adinerado y homosexual, dispuesto a pagar unas buenas liras por un poco de acción), nuestro artista encuentra a un muchachito de mirada básica que se anima a subirse al Alfa Romeo con una sonrisa y un precio. Veinte mil liras, acuerdan. Unos diez euros de ahora. Siete mil pesos chilenos. El dinero, siempre el dinero. Para eso me lo gano, para eso me lo gasto. Todo es una transacción. Ya vas a ver cómo te lo cobro estrujando tu amor. Y juntos parten rumbo a la Via Nazionale para salir de la ciudad hacia su amoroso destino.
Pier Paolo conduce mirando siempre al crío por el rabillo. Se ve un niño y eso le agrada. Su pinta de efebo etrusco le parece dignísima e indecente a la vez y ese atractivo antiburgués lo calienta de antemano con la calma de su medio siglo de vida. Porque hay algo de rutina en esta cita. Es la primera vez que ve a este ragazzo que le responde la mirada sonriente pero, hay que decirlo, también un poco nervioso. Inquietantemente nervioso. Porfiadamente nervioso. Infantil y ominosamente nervioso. Para Pier Paolo, sin embargo, eso no significa nada. El nerviosismo del ragazzo es parte de su atractivo. Lo ha visto cientos de veces en cientos de ragazzi que se han subido a su auto, desde que tenía un topolino, como se conocían desde la época de la Italia fascista a los populares FIAT 600. Le pregunta su nombre. Roberto, dice el ragazzo. Pero me dicen Pino. Pino Rana. Pier Paolo se sonríe. Pino, entonces, le dice. ¿Está bien así? El muchacho asiente. ¿Y yo?, le dice Pier Paolo. ¿No quieres saber cómo me llamo yo? El niño hace un poco más expresiva su sonrisa. No, le dice el ragazzo. La gente como usted no dice su verdadero nombre. Tienen familias. Tienen hijos. O tienen trabajos que mantener. O una vergüenza que compartir. Pero en su caso es distinto. ¿Y por qué es distinto?, pregunta Pier Paolo. Porque yo su nombre lo conozco, dice el ragazzo. ¿Ah, sí?, dice Pier Paolo. ¿Y cómo me llamo? Usted es Pier Paolo, dice el ragazzo. El que hace películas. A Pier Paolo se le hincha el pecho. ¿Y tú has visto mis películas? El ragazzo niega con la cabeza. No, dice. A usted lo he visto en la tele, siempre aparece en la tele, y se produce un gran silencio.
Pier Paolo conduce con la vista al frente. El ragazzo piensa que debió mentir. Pero prefiere hacerle la pregunta. ¿Usted me pondría en alguna película, signore Pier Paolo? Yo quiero ser actor de cine, dice el ragazzo. Alguna vez me gustaría tener un Alfa Romeo plateado como este para pasearme por las calles de Roma y que todos mis amigos me vean como si yo fuera Adriano Celentano. Y Pier Paolo no contesta. Solo piensa: Amo a estos desarrapados. Piensa: Su pureza me conmueve como me conmueve la vida. Piensa: Los burgueses industriales —¡que retraté tan bien en Pocilga o en Teorema!— son una mierda. Piensa: La iglesia católica es una putrefacta letrina de conservadores y reaccionarios que no saben que Jesús era marxista y estaba con el pueblo. Piensa: Pero este ragazzo, que está a punto de conocer la naturaleza de mi amor por él y por todos los de su especie —amor verdadero que necesito transformar en amor físico porque esa es la naturaleza verdadera del hombre y del amor—, este ragazzo bellisimo piensa en el dinero y en mi Alfa Romeo y en ser una estrella de cine como Adriano Celentano. El silencio continúa hasta que el ragazzo habla. Sabe que su pregunta ha sido desubicada. Sabe que Pier Paolo no se la va a contestar. Tengo hambre, dice. No te preocupes, yo conozco una trattoria, responde Pier Paolo y acelera su Alfa Romeo por la carretera.
La trattoria queda junto a la basílica de San Pablo, en la Via Ostense. No es la primera vez que Pier Paolo va. Al artista boloñés le encanta pasar allí las horas muertas pensando y escribiendo sus cosas. De hecho elige la mesa de siempre, saluda a los dueños por su nombre (Giusseppina y Vincenzo), y anima al ragazzo para que pida lo que quiera. Él, Pier Paolo, solo pide birra y un plátano. El ragazzo, en cambio, necesita consumir y consumir carbohidratos pese a su delgadez y pide unos spaghetti all’aglio, olio e peperoncino y pechuga de pollo. Pier Paolo no sabe ni se entera de que está comiendo su última cena. No se imagina como Cristo. No se imagina a nuestro señor levantando muchachitos como apóstoles en el mar de Galilea en una estación de tren para tener con ellos amore fisico en un lugar alejado, ni siquiera en un hotel que él, dada su situación económica que le permite tener un Alfa Romeo metalizado, podría pagar. El ragazzo no dice nada. Toma birra también o tal vez coca-cola. Es menor de edad, no lo olvidemos. Giusseppina le pone enfrente su plato de spaghetti con pechuga de pollo y mientras él come y come, Pier Paolo piensa en las energías amorosas que el chiquillo en poco rato más habrá de gastar y en una entrevista, que es totalmente real, y que yo he visto en YouTube, y que pongo aquí en la memoria del artista porque calza perfectamente con el sentido de lo que estoy contando.
En la entrevista, que se encuentra íntegra en la memoria del escritor y cineasta, Pier Paolo está con otra gente. Gente respetable. Gente italiana. Gente gorda que recuerda a los burgueses de las películas de Fellini o a Alberto Sordi, con esas panzas enormes, atrapadas en pantalones enormes y cinturones más arriba del ombligo, y que contrastan tanto con la figura informal y atlética de Pier Paolo, que se siente tan cómodo contestando. Tan superiore. Tan antiborguese en un escenario tan borguese. Atrás, una proyección del mismo programa, con la imagen de Pier Paolo hablando como una especie de hermano mayor. Y como telón de fondo, una fotografía de un grupo de hombres jóvenes —cuarenta, sesenta— vestidos a la usanza de los años veinte o treinta, no lo sé, con hallulas y trajes a rayas y corbatines de distinta ralea, probablemente fascistas de civil tomándose una instantánea con el motivo de una fiesta universitaria o política o familiar o algo así. (Las escenografías televisivas, incluso desde ese tiempo, siempre me han resultado del todo incomprensibles.)
El entrevistador pregunta: ¿Cómo es que un marxista como usted toma tan a menudo su inspiración del evangelio o del testimonio de los seguidores de Cristo? Pier Paolo responde: Yo vivo las cosas de un modo muy interior. Mi visión de las cosas, de los objetos, no es natural ni laica. Yo siempre veo las cosas como algo milagroso. Un objeto, para mí, es un milagro. Mi visión del mundo no es confesional, ni sectaria, pero veo el mundo de manera religiosa. Por eso pongo ese modo de mirar las cosas en mi trabajo. El entrevistador: El evangelio, ¿lo consuela? Pier Paolo: ¿Si me consuela? El entrevistador: Sí. (Silencio. Leve silencio. Pensativo silencio.) Pier Paolo: Yo no busco consolación. Busco humanamente, como todos, algo de gozo o satisfacción. Pero el consuelo siempre me parece algo retórico. Insincero. Irreal. (Silencio, como si pensara, como si recién cayera en el sentido de la pregunta.) ¡Ah! Pero usted dice el evangelio de Cristo. El entrevistador: Sí. Pier Paolo: Entonces rechazo completamente la palabra consolación o consuelo. Para mí el evangelio es una grandísima obra intelectual. Una gran construcción de pensamiento. Que no consuela. Que llena. Que integra. Que regenera. No sé cómo decir. Non so come dire. Que transforma nuestros pensamientos en movimiento. Pero ¿consolación? ¿Para qué sirve la consolación? Consolación es una palabra como esperanza. El entrevistador: ¿Quiénes son sus enemigos? Pier Paolo: Bueno, no lo sé. No le presto atención a eso. A veces siento que cierta gente tiene una inexplicable enemistad hacia mí. Pero prefiero no ocuparme de eso. El entrevistador: ¿Quiénes son las personas que más ama? Pier Paolo: ¿Los que más amo con nombres específicos? ¿O más en general, los tipos de personas que más amo? El entrevistador: Tipos de persona o nombres específicos, como usted quiera. Pier Paolo: El tipo de persona que más amo son las personas que no han pasado de cuarto básico, la quarta elementare. Son personas extremadamente simples y esas no son palabras vacías que digo por retórica. Lo digo porque la cultura pequeño burguesa —piccollo borguesa—, al menos en mi país, aunque tal vez en Francia y en España, siempre trae la corrupción y la impureza. Mientras que un analfabeto o alguien que apenas ha terminado primero básico —la primera elementare— siempre está tocado por una cierta gracia, que se pierde cuando toma contacto con la cultura. Y que se retoma solo con un altísimo grado de cultura. Pero la cultura media, convencional, siempre corrompe.
Todo esto me imagino que recuerda Pier Paolo Pasolini mientras Roberto Pelosi, de diecisiete años, alias Pino Rana, come de sus spaghetti con pechuga de pollo como si estuviera dispuesto a hacer un ejercicio físico intenso en el que resultare necesario quemar muchas calorías. De postre, helado. Y vamos andando ragazzo di vita, mira que no tengo toda la noche para que mi cuerpo y mi cerebro de elite hagan contacto con tu carne joven y proletaria. Pier Paolo hace un cheque en blanco. Llénalo con lo que tú creas, le dice a Vincenzo, el dueño de la trattoria, y sale con su ragazzo, y se suben al auto, y se dirige por la carretera en el medio de la noche y unos minutos después lo estaciona en la playa de Ostia, popular balneario y conocido lugar de encuentros homosexuales.
Lo que sigue es brutal y despiadado. Según consta en la declaración judicial de Roberto Pelosi, hoy un hombrón de más de cincuenta años que hace menos de diez que se encuentra en libertad, esa noche Pasolini trató de propasarse con él. (Cosa extraña siendo él un prostituto que llegó a un lugar tan lejano con un propósito más que claro.) Según Pelosi, en su declaración tomada luego de la consumación de los hechos en noviembre de 1975, Pier Paolo, enyegüecido por el deseo a su joven prospecto de amante y más que nada por la negativa del mismo a compartir un apasionado momento de amore fisico, lo golpeó con un bastón que llevaba consigo en su lujoso automóvil Alfa Romeo, la marca favorita de las estrellas del cine italiano (hay una herida de la que Pelosi deja constancia para validar su versión), y luego, en medio de la refriega, el mismo ragazzo, muerto de miedo por el curso que estaban tomando los acontecimientos, le quitó el bastón a nuestro artista y comenzó a golpearlo con fuerza. Con una fuerza sobrehumana, hay que aclarar, porque Pelosi era un alfeñique enclenque que ya hubiera deseado tomar el curso por correspondencia de Charles Atlas, con el que todos los flaquitos de los años setenta soñamos para ser los más musculosos, y para que los grandes no nos pegaran y las niñas nos miraran sin reírse de nuestros escuálidos huesos. Con una fuerza fantástica le pegó, hay que decir, porque, a pesar de que Pelosi pesaba menos que Martín Vargas deshidratado (para las nuevas generaciones: un boxeador de tiempos de la dictadura, más flaco que un espantapájaros deshecho), pudo vencer a Pier Paolo, que era alto, que trabajaba sus músculos mientras vitrineaba muchachitos por los gimnasios del mundo, que era un experto en artes marciales, y que esa noche —siempre según el relato de Pelosi— sucumbió a los golpes desesperados de un prostituto menor de edad que sacó fuerzas de flaqueza para cuidarse candorosamente el hoyo del culo. Y con tan mala suerte para Pier Paolo, que su cuerpo de artista terminó siendo arrollado sin querer queriendo, varias veces, por el pobre ragazzo, que quiso arrancar en el Alfa Romeo sin tomar un curso de manejo en el Automóvil Club de Chile o el Automóvil Club de Italia, o como sea, y se decidió a hacer sus primeros intentos al volante esa noche en Ostia, acabando así con la vida del escritor, del poeta, del lingüista, del cineasta, del dramaturgo, del pintor, del Leonardo Da Vinci del sécolo XX, que vivió como un artista sublime y comprometido, y tuvo que morir como un decadente marica.
Pero desde el principio un manto de sospecha recayó en esa versión tan improbable. Porque lo que cuentan las teorías conspirativas es que el ragazzo Roberto Pelosi solo fue una carnada fácil para un homosexual promiscuo como Pier Paolo, comprometido políticamente con la izquierda, enamorado y lanzado a vivir entre su arte y la calle, no como su colega en tantos sentidos, Luchino Visconti, que era de izquierda y maricón, pero que vivía su vida burguesa y noble entre cócteles y palazzi. Pier Paolo no. Pier Paolo, con sus películas y artículos, con sus novelas y declaraciones, estaba siendo molesto para el régimen político de Italia. Era (saco la imagen de un famoso artículo de Pier Paolo citado a su vez en un libro de Leonardo Sciascia) como una de las últimas luciérnagas visibles en un mundo contaminado y oscuro que terminaría por eliminar sus luces por completo. A Pier Paolo querían matarlo. Pier Paolo tenía que morir. Porque era el que decía las verdades escandalizando. Y hablaba en contra de Giulio Andreotti y el papa Montini, a.k.a. Paulo VI. Pero también en contra de los estudiantes burgueses de mayo del 68 y la Raffaella Carrá. Y a un huevón tan mala leche había que darle un correctivo donde más le doliera. Y por eso, a sus diecisiete años, Pino fue crucial para hacerle una emboscada. Y a Pier Paolo, el italiano más brillante del siglo XX, no se le ocurrió —a pesar de sus continuos dardos venenosos lanzados contra el poder— que alguien quisiera hacerle daño. Porque no pensaba en eso. Porque prefería no ocuparse de eso. Y cuando llegó a Ostia no pensó en la lucha de clases o en las cenizas de Gramsci. Ni en las conspiraciones mafiosas del petróleo ni en el hermoso mensaje de nostro signore Gesucristo. Solo pensó en el dulce olorcito a ajo que despedía el ragazzo y le dijo a Pino: ¡Succhiare il mio cazzo! Y el muchachito obedeció. Y cuando entusiasmado y acogedor le dijo Che andaba benne, ora partime il culo, el ragazzo le dijo momentito y salió del auto para mear con su verga latina sobre la gris arena de la playa romana. Y fue entonces cuando salieron de las sombras tres hombres con acento siciliano que convidaron alegremente a Pier Paolo a salir de su Alfa Romeo. ¡Sporco comunista!¡Mascalzone! ¡Frocio! ¡Fetuso! ¡Chancho comunista! ¡Vivaracho! ¡Puto! ¡Maricón a la vela! Todo eso le gritaban al artista mientras Pino, con su verga deshinchándose de pipí, observaba la escena cagado de miedo. Pero se quedó piolita porque era para eso que estaba ahí. Era una especie de Judas, que con una fellatio homo había entregado al hijo del hombre.
La violencia de los tres matones fue inusitada. Mientras lo insultaban, fueron moliendo a golpes ese cuerpo que se mantenía en tan buena forma a los cincuenta y tres años, y esa cabeza por la que pasaron ideas revolucionarias y ficciones asombrosas, e imágenes religiosas y paganas que eran como un canal por el cual el mundo hablaba. Los últimos sonidos que emitió esa voz preclara de su época fueron alaridos de horror. Por los golpes que le estaban dando. Por su porca miseria y su maldita mala suerte. Pero también por la época que le tocó vivir. Por la época que vendría después, sumida en el infierno del dinero y del consumo y la violencia y la idiotez generalizada. Y porque como un Cristo anónimo muerto en una reyerta de los bajos fondos, su sacrificio sí o sí sería en vano. Porque polvo somos y en polvo nos convertiremos. Y por un simple polvo todo había terminado. La vida eterna acaba en una solitaria playa de Ostia. El papa Paulo VI duerme en sus estancias de El Vaticano. Y nadie nos salva de nuestros pecados.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com "Palizas"
(La speranza e la consolazione)
Fragmento de "Pascua" correspondiente al Cuarto círculo.
Marcelo Leonart, Tajamar Editores, 2014, 462 páginas
Publicado en Revista Casa de las Américas, N°280, julio-septiembre 2015