Lo veo con mis dos ojos. Todos los días. A cualquier hora. Salgo de mi casa. Con mis dos ojos. Y los veo. Salen de sus casas. Vienen desde mis calles vecinas. Se suman. Como yo me sumo. Me acompañan. Y como me acompañan los veo. Con mis dos ojos. Al lado mío. Enfrente mío. Detrás mío. Nos acompañamos. No estamos solos. Y yo los veo. Con mis dos ojos. Mientras nos reunimos estamos alertas.
Allá están, digo, decimos, me dicen. Miro hacia al frente, miro hacia al lado, miro hacia atrás. Con mis dos ojos. Y me doy cuenta de que no tengo solo dos ojos. Tengo más de un par. Porque —de a pares— los ojos de muchos me acompañan. Somos miles, millones de pares de ojos los que vemos lo que está pasando. Y esos pares de ojos son testigos de todo. Testigos de los carteles. Testigos de los colores. Testigos de lo que está en la calle. Testigos del presente. Testigos de lo que se puede y lo que no se puede ver.
Y tengo tantos ojos que también puedo verlos a ellos. Y digo —y decimos y me dicen—: ¡Cuidado! ¡Están disparando! Están. Disparando.
Solo me doy cuenta de que estoy en el suelo cuando veo los ojos de los otros. Son decenas. Miles. Millones de ojos que me ven. Y que por verme me cuidan.
La mirada de uno de mis ojos se tiñe de rojo y no es una metáfora.
Mi otro ojo puede verla.
Hago un minuto de silencio por mi ojo muerto. (Mi otro ojo llora por su compañero.)
Y en compañía de miles, de millones de ojos de a pares o huachos, pero de todos los colores sigo siendo testigo de mi época.
CHILE, OCTUBRE DE 2019
