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Fragilidad y redención
«De vez en cuando, como todo el mundo», de Marcelo Lillo. Lumen (2018). 424 págs.
Por Marta Sanz
Publicado en https://elpais.com/ 14 de Mayo de 2018
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En ‘El otro Mississippi’, uno de los relatos que componen De vez en cuando, como todo el mundo, exhaustivo volumen de Marcelo Lillo, un escritor plantea la dificultad, casi la imposibilidad, de contar la propia historia. Mientras, la está contando. Acaso lo imposible sea no contar siempre lo propio, ya que contar lo que sea —avistamiento de naves espaciales, el tufo a pobre, un polvo más reparador que los oligoelementos— parece una forma de apropiárselo. La imposibilidad de contar la propia historia constituye más bien un destino inevitable para este peculiar escritor chileno que repite una y otra vez, bajo distintas luces, el dibujo del mismo árbol: familias disfuncionales, parejas que se van olvidando mientras ven la televisión, infidelidades, mujeres de rompe y rasga, padres y madres perdidos y reencontrados, la extrañeza de la propia carne, la misma caleta a la que van a desaguar existencias tristes y luminosas…
Quizá todas las peripecias no sean exactamente la suya, pero forman parte de él, le pertenecen, desde el mismo momento en que las cuenta. Lillo avista y relata vidas de escritores o vidas librescas llevadas hasta el extremo, a ratos humorístico, de un melodrama que invita al lector a replantearse no solo la calidad de lo que lee, sino las nociones mismas de calidad y verosimilitud; así ocurre en ‘No era mi tipo’, un cuento de amores pasionales, fratricidio, cárcel, perdones y reencuentros donde el exceso folletinesco empapa incluso la redondez de las frases: “Tú eres la rosa perfecta”. Todas las vidas son folletín o burlas del folletín, y esa intuición sentenciosa subraya la pertinencia del trabajo de quien escribe. La vida es un género literario a veces tan moralista e hiperbólico como los textos de Nelson Rodrigues. Se escribe para algo más que entretenerse: se escribe como salvación o para aguantar realidades como que la gente pierde su trabajo y se cuela en una fiesta para comer tarta.
“Si nos conformamos con la realidad nadie o muy pocos tendrán el coraje de contarla con pelos y señales”, escribe el narrador de ‘El otro Mississippi’, y quizá la idea fundamental no sea tanto que la ficción redime, como que no podemos conformarnos ni con la falta de coraje en las narraciones ni con la realidad. El narrador de este cuento busca en el diccionario fragilidad y redención, palabras encarnadas en la figura de esos escritores, aficionados o profesionales, que ejemplifican la pelea del propio Lillo, a la que en el epílogo de De vez en cuando, como todo el mundo se refiere Ignacio Echevarría: aunque lleva escribiendo desde los 15 años, Lillo publica su primer libro con 50, y su tránsito de escritor fantasmal, que participa en multitud de concursos —en uno de ellos lo descubre Echevarría—, a escritor visible le permite construir historias tan complejas como ‘El fumador’, en la que habla de la pareja, la soledad, las renuncias, la escritura y, especialmente, de todo lo que se tiene que mentir no para armar un cuento, sino para poderlo vender.
Las características del campo literario, el comercio de la cultura o su ausencia, las condiciones de vida del escritor Aquiles Madrid se filtran en sus palabras del mismo modo que empapan las de Lillo. Alter ego del alter ego. Precisamente El fumador y otros relatos es el título del volumen con que Constantino Bértolo dio a conocer al autor en España en 2008. Junto al escritor que vende sus propios libros, en otros relatos se apunta, sarcásticamente y con cierta aura religiosa, hacia la autoría: en ‘Reino’ o ‘Pobre Johnnie’ se trabaja con la culpa y con una dimensión no consoladora de la trascendencia; en estas historias los protagonistas se enfrentan a sus fantasmas cuando han de actuar como dioses y desenchufar al ser amado —o no—.
El poder de quitar la vida —el poder de la escritura, borrado o subrayado, salvación o aniquilación— representa un acto de piedad o de venganza al que solo el lector le pondrá calificativo. En el hueco que queda entre el escritor y sus voces, leemos cuentos gloriosos en su acepción más etimológica: ‘La felicidad’ y esa alteridad monstruosa del que se mira desde fuera de su propia ventana, ‘Hablando de ballenas’, ‘Hielo’, ‘Apaga la luz’ y esas existencias que viran a partir de un solo punto: una mujer podría no haberlo dicho, pero al acostarse, le dice que se vaya al hombre con quien lleva conviviendo décadas. Lo importante es que podría no haberlo hecho, aunque el hastío se le haya transformado en asco…
Los cuentos de Lillo se recuerdan en esta época de adormideras y memorias frágiles. Cuentos de la sed y de un mundo que huele a “humedad, cigarro, transpiración”: en esa elección desaseada acaso se percibe el residuo moral del relato en sus orígenes. Cuentos desmesurados o gélidos en su austeridad, a ratos humorísticos, dialogados, carverianos, pero no tanto. Cuentos de personas que temen ser castigadas como nuevos Prometeos al robar el fuego de los dioses. Los escritores, como Lillo, saben que escribir a la vez cura y aniquila. Quizá los escritores de la estirpe de Fonseca y de Benedetto también temen ser castigados por su escritura cuando dejan de vivir en la marginación artística: alguien, de pronto, los ilumina y esa luz ciega, aunque nunca sea suficiente. El ejemplo de Lillo y de sus personajes llenará de esperanza a los invisibles.