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Silicosis

Marco López Aballay
-Escritor-


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Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia
-Eduardo Miño-

Rinconada de Silva, Putaendo, mayo, 1992

Son las diez de la mañana y mi madre recibe una llamada de la Asociación Chilena de Seguridad de Cabildo. Le comunican que mi padre, Pedro López Michea, se encuentra en el Hospital del Trabajador en Santiago. El informe señala que el trabajador, encontrándose en su puesto de trabajo sufrió una crisis respiratoria acompañada de tos convulsiva, sudor, debilitamiento general y fiebre.
La noticia sobrepasa nuestra capacidad de entendimiento.

 

Hospital del Trabajador, Santiago, mayo, 1992

Como en una película de ciencia ficción caminamos por un pasillo largo y amplio en busca de alguna señal. A cada puerta divisamos hombres en silla de ruedas, en muletas o con múltiples vendajes en sus cuerpos. Al sonreírles nos observan pensativos y lejanos.
Mi padre se concentra en su respiración y en las palabras que no salen, sus manos, tiritonas, se mueven como pájaros en la oscuridad. Lo llevamos, en andas, al ventanal. Desde abajo, su nieto de cuatro años, le grita ¡mi papito!
Me restriego los ojos y procuro concentrarme en cualquier cosa evitando el llanto y las lágrimas.
Desde aquí él responde con una sonrisa. Las fuerzas no le alcanzan para compartir tanta alegría.

 

Rinconada de Silva, Putaendo, junio, 1992

A pesar que es invierno la casa está cálida. Hay alegría rondando por las habitaciones mientras los relojes del mundo se detienen. Abro la ventana y el viento me anuncia buenas noticias.
Cuando mi madre se asoma a la puerta los perros dan vueltas, como trompos, a su alrededor. Detrás de ella divisamos a papá acompañado por dos paramédicos. Él hace un esfuerzo y sonríe. Cuando me abraza mi corazón se acelera al ritmo de su respiración.
Han pasado mil años desde la última vez que nos vimos.

 

Rinconada de Silva, abril 1993

Sus fieles amigos vienen a visitarlo y a veces lo llevan a algún bar para alegrar los días grises del otoño. Le aconsejan que el vino mata ese bicho silicoso que arrastra sus patas de araña en sus pulmones. En otras ocasiones le presentan muchachas que le devuelven la juventud, aunque sea por un rato, mientras bebe la medicina de los humildes, un vino tinto y barato.
Cuando despierta las niñas alegres y los amigos han desaparecido. Sus únicos acompañantes son el bicho y una sed endemoniada.

 

Asociación Chilena de Seguridad, San Felipe, 1993

El equipo médico de la ACHS solicita exámenes para que el trabajador ingrese a la categoría de discapacitado laboral.
Después de largas gestiones el organismo estatal, COMPIN, determina que Pedro López Michea, casado, 63 años, posee un 50% de discapacidad laboral.
Ahora su existencia se ve reducida a la mitad, al igual que sus pulmones, la alimentación, los paseos al paradero de la esquina, los amigos, su estadía en casa y su sueldo.
Entretanto, la ambulancia de la ACHS se ha convertido en su nuevo hogar: el chofer y los paramédicos parecen sus hijos que lo pasean entre una ciudad y otra en busca de oxígeno.

 

Servicio de Radiología, San Felipe, 1993

En la radiografía se aprecia una tela de araña, que traza su ruta hacia la muerte.

 

Putaendo, marzo, 1996

La casa nueva es enorme y acaso la más bonita de la ciudad. Hay árboles y flores por todos lados y mis viejos se pasean como recién enamorados.
Voy tras ellos y me instalo en una de las piezas como si fuera el único hijo.
Hay conversaciones pendientes desde la niñez y descubrimos momentos borrados por el calendario. Me aconseja que cuide mi pega, aunque jamás mencionamos su trabajo.
Los días, así como su enfermedad, transcurren a pasos acelerados. En las noches tose y no puede dormir. Mi madre, busca a tientas a las tres de la madrugada, la mascarilla que lo conecta a la vida.
Cuando se siente mejor se levanta temprano, acarrea tierra, junta piedras, riega y le dice a mamá que esta es su casa. La han construido entre ambos, para que ella en el futuro, lo recuerde.
Luis Fabián, el nieto de tres años, me pregunta por qué su papito ahora duerme rodeado de mangueras y con un tubo de gas. Pero no encuentro las palabras adecuadas.

 

Hospital del Trabajador, Santiago, marzo, 1997

Cuando llego al pasillo nos cruzamos y pareciera no reconocerme. Me inclino y lo abrazo, le comento que el bus se atrasó y que mi madre le envía saludos. Lo acompaño al baño y al tomar su brazo me parece el de un niño desnutrido.
De vuelta en el bus no logro dormir. En mi cabeza persiste la escena en el pasillo: su cuerpo, como el de un recién nacido, avanzando a tientas sobre una enorme silla de ruedas.

 

Supermercado Santa Isabel, San Felipe, 20 de mayo, 1997

Mi día libre es el martes de cada semana, pero una vez al mes debo trabajarlo. Desde mi puesto de trabajo le prometo a mi viejo que el próximo martes iré a verlo.
Debemos retomar las palabras -esos pétalos sangrientos- que quedaron en el aire.

 

Putaendo, 21 de mayo, 1997

Llego ansioso a casa para saber noticias de él. Mi madre lo ha visitado. Pero se ve cansada, permanece en silencio y me sumo al suyo. Antes de acostarse me dice que todo está bien. Tu papá quedó feliz con la noticia.
Finalmente, COMPÍN, el organismo estatal, le otorgó el 100% de invalidez laboral.

 

Putaendo, 24 de mayo, 1997

Desde el Hospital del Trabajador han llamado a mi madre, necesitan urgentemente hablar con ella. En medio de la incertidumbre ella viaja temprano junto a mi hermano mayor.
A mediodía he recibido la noticia como una bofetada, intento ordenar las ideas y me pregunto si existirá otra vida para volver a vernos.
Sus restos se demoran en llegar e imagino la carretera como un túnel sin salida. Mientras esperamos me encargo de hacer llamadas telefónicas. De pronto, me sorprendo conversando con la enfermera que lo atendió sagradamente durante sus últimas semanas. Entre sinceras palabras dice estar impactada: “Al comienzo él tenía esperanzas en recuperarse e irradiaba una extraña alegría. Pero una tarde me dijo que se rendía: la silicosis le había ganado”.
Me dice que la última esperanza fue una traqueotomía, vaso comunicante entre la vida y la muerte, un hueco que se cerró hacia otra dimensión. Así, en la exasperante lentitud de la espera, el dolor lacera como un poema…
Y tú, padre mío, allá en tu triste altura
Maldice, bendíceme ahora con tus fieras
lágrimas, lo ruego.
No entres dócil en esa buena noche.
Rabia, rabia contra la muerte de la luz.



 

 

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