CONVERSACIONES EN TORNO A UNA LECTURA DE MARCIA MOGRO
(inédito)
Fernando van de Wyngard
fernandovw@vtr.net
PRELIMINAR: EL ABORDAJE
Antes de la lectura, pido a M.M. a que me vuelva a ayudar a resolver (hace años lo habíamos intentado e imperdonablemente lo había olvidado, a pesar de haber sido su editor para tal ocasión) las claves del enigmático título de su primer libro: Semíramis, 16 (MG) (1988, Ediciones Caja Negra), y pregunto por sus sofisticados componentes: a saber, un nombre, un número y una sigla entre paréntesis. Ya sabía yo que “Semíramis” –indicación de ella hacia sí misma- fue el nombre de una legendaria reina de Caldea, donde en la capital de esta última mandó a construir la que fue considerada una de las siete maravillas del mundo antiguo, los jardines suspendidos sobre las edificaciones de la ciudad de Babilonia, que M.M. incorpora precisamente como el título de su segundo libro: Los jardines colgantes (1995, otro editor). Por lo demás, “Nabucodonosor” –indicación de su compañero de ruta- fue, junto con la referida reina, otro de los primeros reyes de Caldea. Así, de entrada, ello revela la finísima urdimbre marital entre marido y mujer -dos reyes legendarios de un mismo pueblo- que ella celebra escrituralmente en su silencio. La reina es algo previa históricamente en el tiempo al rey, y, en la vida personal, Marcia Mogro antecede por poco la edad de Germán Gaymer, su esposo. Aquí es necesario anotar que esos apodos, Nabucodonosor y Semíramis son los nombres de combate que ellos poseen en el juego de los dados, que practicaban en su vida de Bolivia junto a otras eminentes personas (antes de venir a residir en Chile), y en que el juego, tal como entre ellos era considerado, es una actividad de profundo sentido épico, heroico, lúdico y trágico-, como la dramatización de un refinadísimo sentido de la vida y de la muerte, y de fuerte carga simbólica: lo que digo es que es algo más, allí, lo que está en juego en el juego. Más allá de eso llama la atención que los nombres de combate elegidos por ambos sean de reyes de Caldea, es decir, semitas (¿?). Ahora bien, de la estructura composicional del título, ella sólo revela que intentó hacer el símil (inverosímil) del encabezado de un cable de una agencia noticiosa (im)posible. Aquí la noticia vendría a ser el amor de la poeta, que se sabe mujer de alguien, por ese alguien, desde su condición eminentemente femenina. El libro mismo es la noticia, entonces. Según ella, las letras mayúsculas corresponderían a las iniciales de los apellidos de ella y de él, respectivamente, y en ese orden. Es decir: Mogro y Gaymer (MG), como sociedad conyugal. Sin embargo le hago notar que en nuestra cultura heredamos el apellido del padre y, en segundo lugar, el de la madre, por cuanto la familia que han constituido se apellidaría Gaymer Mogro (G.M.), y no al revés. Y, en todo caso, por costumbre, la mujer
casada puede ocupar su nombre de soltera (en este caso: M. Mogro, o M.M.) o adoptar el apellido del marido, a la usanza anglosajona, entre otras (es decir: M. Gaymer, o M.G.). Lo que le hice ver es que, al invertir el orden convencional de las iniciales, inconscientemente ella había inscrito el nombre de adopción propio de su condición de casada: (MG), lo que produjo en ella un gran sobresalto y una negación rotunda a la evidencia.
Respecto del número ‘16’ –contenido en el título-, confiesa que para ella no tiene ninguna especial significación. Aunque frente a mi insistencia de si indicaría alguna fecha importante en su vida, sólo reconoce que ese es el día de su matrimonio y, por lo tanto, de su aniversario. Gran dato para confirmar la tesis de que éste es un libro amatorio, por sobre toda otra cuestión. Al interior del libro próximo, el poema indica un cuadrante específico de la “habitada” superficie lunar. Este cuadrante es el “décimo sexto” (XVI), o sea el que corresponde al número 16. Poco antes, el mismo poema describe una luna menguante, cuya mengua es precisamente la multiplicación por tres (múltiplo místico) del número 16: el “cuadragésimo / octavo” (16 x 3 = 48 ó XLVIII). No, no hay casualidad en la elección instintiva de esta cifra portadora de un secreto personal e íntimo de la vida de la poeta en cuestión. Al mostrarle estas consideraciones algebraicas (casi cabalísticas) a M.M., causó en ella una fundada sorpresa.
ENTREMÉS: EN LA CONVERSACIÓN GRUPAL
(atenida sólo a los pasajes leídos en la sesión):
Otras personas presentes (todas mujeres) ponen de manifiesto cosas interesantes como el trabajo de la memoria, que en M.M. se da en la forma de un rescate de esos enclaves antropológicos originarios de la tierra, que en una edad anterior se extendían y reinaban sobre un territorio prestado y custodiado por las fuerzas cósmicas. Vale decir, nichos de cultura en que el ancestro se equilibraba ajustándose a la inconmensurabilidad del misterioso universo. Yo agrego la consideración sobre el carácter transitivo de la forma verbal que usa cuando escribe: “para sostenerse en un idioma desapareciendo”, para enfatizar que ese enclave antropológico mencionado no es sólo remoto, sino que nos constituye hoy por hoy de igual manera, ya que seguimos en un tránsito incesante como mendigos de lo que nos excede por antonomasia, sosteniéndonos nosotros también en el incesante darse transitivo de un destino verbal que se modifica. De la oralidad, que también se comenta, yo pongo especial atención a las palabras destacadas en negritas y entre guiones: “-según tú mismo me has contado-”, que vuelve a repetir en otra ocasión del mismo texto. Me parece que esa oralidad está en estrecha relación con la fianza que la poeta deposita en su esposo amado, quien le enseña (en el sentido de señalar) la ruta de su ‘buen gobierno’. Por algo Nabucodonosor, en tanto rey, es consignado uno de los primeros juristas de la humanidad.
Inquietante resultó la apreciación que algunas personas hicieron de la presencia de una melancolía tan productiva en M.M., como si la melancolía fuera poco propicia para el
ejercicio del delirio poético, como en verdad penosa e inevitablemente suele ser, por escasez de urgencia pulsional. También –como era esperable- se le concedió una sobreatención a la condición de ‘poesía femenina’ de su obra, menstrual, lunar, en el sentido cósmico de la regulación de los ciclos que el satélite solitario ejerce con el rítmico avanzar y retroceder de sus fases. Yo me reservo lo que sé del carácter lunático de M.M. y de su pavor a las emanaciones de energía de la luna llena. Sé que si ha trabajado sobre ella ha sido por una obsesión de conjurar con “cuadraturas” el influjo que, para ella, constituye las puertas mismas de la locura, a la que se siente arrastrada contra toda su voluntad, ejerciendo ella todas las estrategias de resistencia concebibles para resguardar el quicio. M.M. repara en que la luna, aunque llena, simbólica y astronómicamente guarda siempre para otro mundo una cara oculta. Me pregunto, ¿ese otro mundo sería lo no soportable?, ¿lo intolerable, causa del pavor?, ¿lo que no le es posible reconocer de sí misma?
Hago ver que M.M. se ve integrada como de soslayo a la larguísima tradición gnóstica, de lo que no suele hablar, hermética como debe ser, ya que ella, sin adherir a grupo alguno que se sepa, a solas ha llegado a ser también una ‘conocedora’ que persigue desarrollar la existencia como un proyecto de conocimiento, “de conciencia” dirá ella a propósito de esta apelación. Conciencia acerca del sentido de la propia vida ante la certidumbre de su muerte. Dirá también “vivir con sentido”, y sé que se refiere a darle a cada momento su debida importancia, sin menospreciar ninguna actividad, por insignificante que parezca. Para un gnóstico la existencia debe ser ‘trabajada’ para ascender y trascender. Ella, como discípula, primero, y como amiga, después, del nocturnal poeta ya fallecido, Jaime Saenz, no puede sustraerse a la influencia de éste en cuanto que –les recuerdo a los presentes- él distingue entre el morir y el estar muerto. En M.M. eso es visible en su disciplinamiento tensionado por dos muertes: la de quienes somos hijos, ya acontecida en su texto, y la nuestra, que ahora soñamos, en la misma escritura (sólo 5 líneas más abajo). Acontecería allí un abrir y un cerrar polarizados que hacen de la existencia un espacio para ejercer la facultad de la elección. Entre ambas muertes “te he hecho mi elegido” -escribe. Y entre ambas el vivir se constituye, se elabora y se perfecciona. El ‘estar muertos’ alude a la muerte material, al colapso de la estructura orgánica, al cese de la habitación en este mundo conocido. El ‘morir’, en cambio, es un asunto de la organización interna del ser vivo, un estado que hace necesario conquistarlo a través del trabajo para disponerse a perdurar en el tránsito mortal hacia el trasmundo, y que conlleva implícita la búsqueda sin tregua de la lucidez iluminada (valga la redundancia) en la travesía de la existencia, tema privilegiado de su tercer libro: De la cruz a la fecha (1998). Les propongo considerar el ‘morir’ más como una obra que como un acabamiento. Una torsión, si se quiere, en el sentido que, así como Saenz, le dio el artista Joseph Beuys a la existencia, al proponer que las energías del hombre son la materia modal del ejercicio plástico, entreviendo las posibilidades de poder alcanzar el estadio de una escultura (social) cuando los seres humanos hacen cosas entre sí, que en el caso de M.M. es un hacer amoroso por excelencia y, por lo tanto, dual (binario), más que colectivo: la escultura de los abrazados en su amor, alrededor de la muerte que les cuelga entre ambos.
No puede haber disolución de la identidad individual en el abrazo, pues la preparación de la vida ante la muerte propia es un asunto personal, ineludible e intransferible, una “apropiación”, dirá. En sus textos rebosantes de amor, reina una profunda soledad. Y es precisamente desde esa soledad doliente que le es posible reconocer al otro en cuanto elegido, más allá y por sobre el ‘morir’ que los espera para separarlos. El triunfo estaría del lado de ser propios en esa separación inminente, y darse a pesar de todo.
En ése, su tercer libro, que en su título están descritos los dos elementos que inician y terminan una carta: entre la cruz y la fecha acontece la escritura de cualquier carta que hipotéticamente podría ser característica de la de un militar o miliciano medianamente ilustrado del 1400, aunque el libro lleve el subtítulo de “bitácora” (la bitácora está dispuesta para acoger los apuntes de interés de un periplo, mientras en tanto la carta siempre es un discurso relativo a un destinatario ausente), aparece algo paradójico, a mi entender. Tal título remitiría a la condición de extravío del propio conquistador ultramarino que, desde su trasplante y la inconmensurable distancia hemisférica en que se halla, se vuelca a estampar una misiva a los ‘suyos’, que quedaron al otro lado del océano, para hablarles de su desasosiego en estas latitudes salvajes y extremas. El poema, por lo que le corresponde de suyo, trataría de la crudeza de la conquista americana por parte de los españoles, “la invasión” -escribe. Pero como sabemos, M.M. de origen boliviano, tomaría partido por las culturas aborígenes, según ella “lo antiguo”, que fuera victimado por esos hombres enloquecidos que han venido a quedarse. Sin embargo esto último lo escribe en primera persona plural: “hemos venido a quedarnos”. Pues, la poeta presta su voz a unos y a otros. Los unos (los espurios) se balancean en la frontera humana-animal, en su “afán de yacimiento y reinatura” y “altanera visión”, todavía mareados por la larga travesía que los alejó de su tierra natal. Los otros (los legítimos) enterraron en un acto sagrado todo lo propio: “enterramos bastones de mando, quipus, puyus, keros, uncus / en tierras interiores”, a la espera de un tiempo por venir en el que puedan volver a romper su silencio resultante del juego de la imposición/autoimposición (el yugo y la resistencia no violenta). Todo parece exaltar al ‘indio’ y prometer una liberación en un futuro impreciso y quizás fabuloso de la empresa de dominación ejercida por una civilización (superior en fuerzas) sobre la otra (más débil militarmente, pero más resistente, por ser más troncal); en la cual, M.M. le atribuye al español tanto el crimen como el pensamiento, y al aborigen le atribuye tanto la observación pasiva como la sabiduría. Pero ¿es, en verdad una crítica al sojuzgamiento doblemente imperial de los europeos: es decir, de la corona española y el papado católico? Sólo a partir del texto, yo lo dudo. Se desliza por detrás una suerte de elegía inconsciente a la conquista, precipitándose el poema a mencionar el “destino español navegante y mortal”, vale decir trágico por antonomasia, y, de ese modo, inevitable en su curso; así como también a un carácter visiblemente resuelto al presentarnos ese tal “destino / elegido por nosotros”, que los señala como seres mucho más autónomos que los mismos aborígenes, a sabiendas que desde entonces los dominantes serían ad aeternum unos “desplazados” y ello a pesar de la intensa nostalgia de la patria (la tierra de los padres), de su cielo y de su
mundo, turbados y llenos de espanto, tal como escribe M.M. ¿Acaso esos “pobres hombres”, llevados por la tragedia, no se vieron forzados a parir hijos también para hacer una nueva patria, a ajustar su mirada al infinito de las líneas que se extienden en todas las direcciones concebibles sobre el altiplano, y a hacer suyos la desolación y la crudeza del paisaje (tomando prestadas algunas palabras de la poeta)? No digo que no haya aquí manifiesto un horror (horror especialmente delicado en su modo de exposición) por el daño a una(s) cultura(s) de insondable profundidad, y demonizada(s) por manos invasoras temerarias. Lo que digo es que se eleva por detrás de las mismas palabras de M.M., también, indisolublemente, un callado saludo a esa temerariedad de los que dejaron todo atrás, y fundaron un mundo nuevo -nuevo para ambas partes (primero el sometimiento, después la mezcla, luego el sincretismo y por último el barroco)-, con lo poco que trajeron consigo (pues trajeron sólo pérdidas y arrojo, antes de hacerse de un contrahecho nuevo patrimonio). Pregunto si será posible esa ambivalencia, que estaría sin duda en todos nosotros, herederos del mestizaje indoeuropeo.
No me extraña ni sobresalta, entonces, que la poeta escriba en ese libro-carta-bitácora que “un estado de caos / de degradación / y locura” sea presidido por estos trágicos de fines del medioevo, en tierras lejanas a las suyas, y que se desprenda que nosotros seamos ‘americanos’ como resultado de ese episodio homérico. ¿O alguien podría postular que el Nuevo Mundo no sería tocado por el mundo que se dice a sí mismo antiguo, o que tarde o temprano entrarían en contacto igualitario, pacífico y cordial? Así leído, me parece un texto más fascinante todavía: su involuntaria y contradictoria elegíaca contradicción.
EPILOGAL: UN SOLILOQUIO
Efectivamente, la poesía de M.M., desarrollada en sus tres primeros libros publicados a la fecha, posee un rarísimo sentido del ritmo y del tono, que repercute en el aparato psíquico produciendo en éste un efecto hipnotizante, o inductivo de un estado crepuscular, si se quiere (de lo que hemos hablado en otro lugar y en otra ocasión), que la convierte en una auténtica hechicera en el plano de la dicción. Y ello, por cuenta aparte de los imaginarios que la mueven en su escritura, los que son a su vez reales lecciones de escucha flotante y portadores de una belleza que perturba los sentidos hasta extraviarlos, sin poder distinguir en la urdimbre del cuerpo verbal el qué del cómo en esa comparecencia, allí expuesta.
La suya es una poesía de ‘ambiente’, de sensaciones orgánicas (químicas, magnéticas, eléctricas, gravitacionales, en fin), en la cual la suma de la cadencia, el síncope y cierta mínima reiteración sustentan, desde el orden físico y biológico, aquello que la misma poeta llama un “hábitat”, que sería propio y preciso de toda palabra en su estricta necesidad (de ahí que se tome en serio su tiempo, su demora, para ubicar y develar este hábitat furtivo, en su proceso escritural), por lo cual le es preciso buscar con los sentidos de su cuerpo, descubrir en la resonancia de su aparato psíquico y poseer verbalmente en su tonalidad discontinua esa palabra única, la suya, siempre la misma en su diferencia. Tal poesía, tal
vez diciendo menos que la frecuente escritura de poesía, en su intimidad dice más, dice lo extremo, en sentencias talladas con un oído extraordinario para atender el henchirse y contraerse del diafragma del Ser. Por eso, como si nada (como si fuera instintivo), su poesía literalmente trastorna, vuelca nuestra estereotipada relación con el lenguaje quebrado.
Santiago, mayo de 2003
La lectura de M.M., y una significativa conversación posterior, se llevaron a cabo en las dependencias de “La Morada”, donde compartió la ocasión con Eugenia Brito (a quien le debería también una cordial reseña), acontecimiento que se realizó el año 2002. Leyó sólo algunos pasajes de “Los jardines colgantes” y de “De la cruz a la fecha”, ambos editados bajo el sello “El hombrecito sentado” de La Paz, Bolivia, y con muy selectiva distribución aquí en Chile. Hoy en día debiera agregarse a una futura conversación su última obra, la cuarta, titulada “Lacrimosa” (2005), también de esta editorial. Es de considerar que, a pesar de haber publicado sus últimos tres libros en el país transandino, ella posee residencia chilena, y creo (afirmo) que Chile está en deuda con sus incontestables méritos. Para mi caso particular, escribir esta nota, me hizo en su momento elaborar conceptos que han permanecido y se han proyectado en mi obra especulativa posterior, trascendiendo la poética personal en favor de conjeturas más genéricas, en dirección hacia una theoría.