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Humor fáctico
Presentación de "La Hediondez" de Marcelo Mellado. Prólogo de Álvaro Bisama (y bonus track de Rodrigo Pinto). Santiago: Alquimia Ediciones, 2011.
La presentación se realizó el miércoles 6 de julio de 2011 en el Bar The Clinic.

Por Pablo Oyarzun R.


Probablemente soy la persona menos indicada para presentar este libro. Razón por la cual agradezco la abismante generosidad de Marcelo al pedírmelo. Digo que soy el menos indicado, porque (confieso) apenas he leído su obra, como casi diría que apenas he leído cualquier obra que no sean unos tomos de edades pretéritas, que atesoro entrañablemente y releo con fruición cuando se me da el tiempo, que es casi nunca. No obstante, creo poder decir que he permanecido siempre atento a las señas que de él o a propósito de él recibo. Me pasa a veces que creo conocer a alguien (me refiero a su escritura, su pensamiento, su obra) por tales señas, aunque nunca hubiese tenido acceso a las cosas concretas que haya hecho. No sé, será algo como de atmósfera, de resonancia o reverberación, que me proporciona este presunto conocimiento. Y cuando me encuentro con esas cosas concretas, ocurre que de un modo u otro no están tan lejos de lo que imaginaba o entreveía. Eso mismo me ha pasado leyendo La Hediondez. (Suena curioso esto, ¿no? Leer la hediondez.) Me ha pasado con un efecto de ampliación, que es típico de cuando la curiosidad o la soterrada atención que he mantenido por una escritura, un pensamiento o una obra con la que no he entrado en contacto efectivo, se ve plenamente retribuida por la cosa en cuerpo presente. Me he divertido interminablemente leyendo La Hediondez, y me gustaría decir por qué.

Pero antes, algo más sobre la frase con que empecé. Decía que soy quizá la persona menos indicada para esta presentación, pero no solo por mi ignorancia constatable, sino también por otra razón. Vengo, entre marchas y murgas, de terminar un seminario sobre el humor en que pasé revista a teorías y casos. En la última sesión, la de cierre, que siempre es un problema, porque se supone que habría que decir algunas cosas concluyentes, y el camino recorrido nunca da para eso, en esa sesión final, gracias a la invaluable ayuda de un amigo que me acompañó buena parte del trayecto, hablé del humor y de las relaciones superficiales. Desde allí sostuve que el humorista es un filósofo al revés.

Me explico. Si uno le hace caso a los empiristas, que son unos tipos sensatos, convendrá en que las relaciones superficiales son, la verdad, lo único a lo que tenemos acceso. Somos criaturas de experiencia, y esta no nos muestra más que hechos y estados de cosas. Las relaciones las ponemos nosotros, por observar que determinados hechos y estados de cosas se presentan de manera frecuente y son, por eso, semejantes. Pero no tenemos idea, o más bien dicho, nos hacemos ideas sin contar con pruebas y evidencias categóricas, acerca de lo que pueda estar a la base de esas relaciones y semejanzas que les atribuimos a las cosas por simple hábito. De donde se sigue que las dichas relaciones son superficiales, como también lo es la semejanza que ellas acusan. Y, si vamos a ser sinceros, además de superficiales son eminentemente fortuitas, por regulares que puedan parecernos.

A esto agregué que los filósofos son una especie peculiar de personas que no se contentan con la corteza, sino que buscan el carozo. Porfían, entonces, en hacerse las ideas aquellas. Donde la mera honestidad del testigo nos obligaría a confesar que no sabemos realmente por qué pasa lo que pasa, ellos ven un fundamento, una causa, un principio. Donde la misma honestidad nos reclama conceder que las relaciones que barruntamos en la superficie de las cosas son fortuitas y transitorias, ellos proclaman regularidad y permanencia. Hacen de la semejanza identidad.

Tengo una buena y una mala noticia. La mala es que todos somos un poco filósofos. Acaso la necesidad de orientarnos en el mundo, de no andar totalmente perdidos, nos lleva indefectiblemente a serlo, y a hacernos ideas de lo que en el fondo no sabemos (o sea, no sabemos el fondo). Todos estamos ideologizados, como se diría hoy por hoy. La buena noticia es que hay humoristas. Estos nos traen de vuelta a la superficie. En vez de andar abrochando hechos con causas y razones, hacen crónica de casualidades, en vez de esclerotizar las semejanzas, enseñan que no pasan de ser roces o flujos y que solo son posibles por las diferencias a que se deben. Donde los otros andan viendo e instituyen uniformidad y coherencia, estos ven y promueven dispersión carnavalesca.

Creo que Marcelo es de este lote. Y como todos sus integrantes, remueve los fondos estancos, trae frescura a los recintos encerrados. Es cierto: la frescura que trae viene cargada de aromas mixtos, y se tiene que pagar el precio de la ofensiva pestilencia si se quiere gozar la ráfaga saludable. Es natural, si se piensa que la brisa sopla desde el puerto.

Se podría creer que Mellado sienta sus reales en San Antonio para inscribir un nuevo hito del litoral central en la geografía literaria chilensis. El hito estaba disponible. Con Isla Negra, El Tabo, Las Cruces y Cartagena ocupados, no siendo San Sebastián un lugar particularmente apto, y Santo Domingo de un cuiquerío detestable (me abstengo de hablar de El Quisco y Algarrobo), San Antonio, la ciudad portuaria, mefítica y muy poco agraciada, permanecía huérfana. Pero la verdad es que Mellado es muy astuto. No agrega el hito linealmente. Como todos los demás fueron apropiados por poetas (tres mayores y uno menor, tres oficiales y un suboficial, o un sub-suboficial, si se prefiere), Mellado los reinscribe narrativamente en la fábula de una contienda político-cultural (o cúlturo-política) entre poetas rasos y poetastros y hasta un poetiso de pérfidas intenciones.

Se suceden los episodios. Cada capitulito los va reportando. Uno que es muy determinante para la trama, titulado “La Performance”, refiere el acto declarativo, propositivo y exhibitivo mediante el cual, en solemne sesi{on del Concejo Municipal, el arrinconado gremio de poetas en alianza obrera formula, por boca del viejo líder Prudencio Aguilar y del aun más viejo Archibaldo Zúñiga, su voluntad de recuperar la dignidad bibliotecaria de la comuna. Digo, por boca de Aguilar y también gráficamente en amplias hojas engomadas a los traseros de los agremiados allí presentes, traseros que son expuestos al unísono en una concertada acción de “cara pálida”. En inglés le dicen mooning. Hace mucho tiempo, a la pregunta de una inocente alumna de por qué se le llamaba así a esa performance, le escuché responder muy dignamente a la directora del colegio donde hacía clases en aquellos años: “That’s because they show the two moons at their backs”. Más que de la explicación, me quedé prendado de la sintaxis. El evento en cuestión es determinante, porque es la oportunidad para que todos, personajes que merodean en la narrativa y lectores que se asoman a ella, nos enteremos del monumento de culo que posee la muy bien apellidada Elizabeth Portentosa, monumento natural que más tarde es inmortalizado escultóricamente. Y no falta en el episodio el aporte a la fetidez por causa de una presunta ventosidad que a alguien se le habría escapado en medio de la operación.

Así más o menos ocurre con todos los capitulitos: pasan, con molto vivace, como una rapsodia de imágenes y palabreríos, un desfile variopinto donde una cosa lleva a la otra por albures que son más férreos que la causalidad.

Todo lo que pasa en esta narración y todos los personajes que la pueblan obedecen al régimen de la dispersión. En sus azarosos encuentros, en sus minúsculos propósitos, son “la metonimia (o quizá la sinécdoque, que suelen confundirse)” de ese otro régimen, no muy distinto del anterior, pero erizado de ambiciones, imposiciones y prepotencia, que es como están las cosas. En su prólogo, Álvaro Bisama tiene una hermosa frase a este propósito: dice que la guerrilla literaria que enfrenta al gremio de los poetas “genuinos” con los “impostores” convierte “a la chimuchina diaria de la vida poética […] en un bonsái de los poderes fácticos del presente chileno”.

La hediondez es algo más que el título de esta novela. Atribuida en un comienzo a un precario zoológico en ciernes, dedicado a recuperar fauna averiada (el título de “animales exóticos” la enaltece), y en especial a los meados de los zorros chilla, va difundiéndose inexorablemente. La misma biblioteca pública que hace de vértice (o vórtice) de la historia se hunde en su propia putrescencia; las faenadoras de harina de pescado y las expansiones inmoderadas del puerto contribuyen abundantemente con lo suyo, hasta que el hedor pareciera invadirlo todo, y emanar de buena parte de las intenciones y acciones que aquí se refieren.

A mí me suena (o me huele) la hediondez como una palabra disparada a manera de diagnóstico, de interpelación y de insulto, de impávida constatación, al fin, de cómo están las cosas. Es el clima mismo de la facticidad.

Facticidad, digo, como forma del poder: esa que evocaba del prólogo de Bisama, “poderes fácticos”, es una expresión reiterativa en el libro. Su consumado trasunto y la suma de su concentración es La Caleta, una especie de órgano oficioso de aire kafkiano que alberga a una caterva de oscuros mandatarios y a sus esbirros, y al que está allegado el poetiso antes mencionado y su mafia poético-delictiva. En su seno se congregan de la manera más transversal (como se dice ahora) grupos y sujetos deleznables que van desde sapos y soplones de la dictadura que siguen enquistados en el aparato público, rádicos masones que ejercen regularmente la malversación y el desfalco, ex-concertacionistas buscando hacerse la vida desde la costumbre inextirpable del manejo, el arreglín y la influencia, narcos y mercenarios, que en su total suman una fauna harto más hedionda que la del precario zoológico.

El punto es que hoy los poderes fácticos han llegado a tomarse el poder entero, cooptando todo eso que se llama autoridad y legitimidad, y sin lo cual difícilmente se puede pensar en hacer alguna cosa en conjunto. ¿No vemos hoy mismo con la evidencia de un sol incandescente cómo los poderes instituidos son denunciados en la calle por su incompetencia y su inoperancia, cómo se les va despojando una a una de sus ínfulas y van quedando en su cruda desnudez? Y además, también en este caso con ánimo de carnaval, como de quien dice: “ya puh, corten el hueveo”, “que alguna vez empiece la fiesta”.

Decía que los humoristas son filósofos al revés (y viceversa, por supuesto). Muy distintos unos de los otros, pero emparentados por la inversión. Tienen ―ambas tribus― un solo punto de contacto: ni unos ni otros aceptan lo dado como meramente dado. Abocados a lo fáctico, son sus enemigos jurados.

Pero quizá no es exactamente así. Porque se podría contar también una fábula sobre filósofos genuinos e impostores. Estos últimos, los impostores, que hoy pasan por genuinos, son dados a lo dado, y se ocupan en registrarlo, concebirlo, interpretarlo; los otros, los genuinos, que hoy no pasan de ser unos diletantes, son reacios a concederlo, y un poco como los humoristas (o los poetas) atienden no a lo dado, sino a lo que se va dando, no a lo dado, sino a lo dando: el hormigueo en la superficie de las relaciones.

Por eso me parece tan brillante la asociación de poesía y surf que es el medio de relación entre la Portentosa y Chucho Velásquez. Yo, que fui inducido por una inolvidable y pésima película de Maldita Sea, en Rock & Pop TeVé, a vincular surf y nazismo de manera casi inmanente, gracias a esta novelita he tenido una revelación. Como la poesía, acaso, el humorismo es el arte de surfear por la superficie de lo que se va dando, hace emerger por preciados instantes todo lo que sedimenta y se aconcha, y todo queda al fin como un luminoso y fugaz borboteo y un rastro de espuma en la orilla.

Si no me equivoco mucho, es más o menos cómo ocurre aquí.

Al final del relato, lo que fue el hallazgo de un tesoro precioso, unos manuscritos amarillentos que se nos induce a creer serían del Abate Molina o del visionario Lacunza, sin que por supuesto se nos regale ninguna prueba de autenticidad, por lo cual lo más probable es que no valieran mucho más que los hongos que los adornaban, hallazgo que debía habernos dado una clave de todo el embrollo a que hemos sido invitados y sometidos, se borronea en medio del combate con jureles y reinetas, entre marchas y murgas, que sella épicamente la victoria de los poetas agremiados vindicadores de la libertad y la ignominiosa derrota de los secuaces del poetiso. Queda desplazado el hallazgo por la consagración de la Biblioteca Mínima Familiar de Prudencio y por sendos casorios entre los dos poetas surfistas (con la asistencia de un cura con igual afición) y dos secundarios vespertinos harto folladores. Apenas un paréntesis recuerda como de manera oblicua e improbable el descubrimiento patrimonial.

Voy a decir algo que quizá sea político-poéticamente incorrecto: leyendo esta novela me vino mucho recordar a los hermanos Coen. Tiene eso de cartografía del azar, de personajes centrífugos, de intriga por la que se desviven sus protagonistas y que resulta ser inane a fin de cuentas, a la manera de una empanada de viento. (Esta imagen se la escuché a un profesor corpulento, ceñudo y socialista en mi remoto pasado de estudiante: se valía de ella para objetar la filosofía de Heidegger.) Es que de pronto pensé qué buena película se podría hacer de este libro.

Pero, de hacérsela, no se podría perder esa rara belleza del lenguaje de Mellado, que Rodrigo Pinto discierne tan bien en el bonus track del libro: la mezcolanza de los modelos y tropos discursivos, que revuelven, siempre entrecortadamente, la crónica y el informe, el metalenguaje culturalista y el análisis de coyuntura, la interjección y el reportaje, la noticia y la mera narración, y que traman la perfecta combinación de acidez y corrosión satírica con la ternura por las nimiedades.

Una última cosa: ¿dije que era la persona menos indicada, etc., etc.? Lo reafirmo, y creo que esto ha sido una trampa que me ha tendido Marcelo con abismante generosidad. Por la novelita pasa un personaje que deja las páginas impregnadas de tufo penetrante. Bochorno Oyarzún se llama (de modo que “la ‘o’ del apodo se asimila al apellido”), y no parece ser de tendencias criminales como sus asociados de La Caleta. Poeta inviable e impertérrito, salva por sola aparición a Claudia, la folladora, de los embates nauseabundos del famoso poetiso. Se lo agradezco.


6 de julio de 2011


 

 

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