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La muerte como una obra abierta
"La muerte tiene los días contados", poesía de Mario Meléndez. Laberinto Ediciones, México, 2010

Por Sergio Rodriguez Saavedra

Heredera de la poesía parriana, específicamente de ese gigantesco monólogo que es Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, la poesía que el chileno Mario Meléndez –radicado en México hace algunos años- presenta en La muerte tiene los días contados es aquella que junto a la desacralización del acto fatal, también tiene el vigor –y uso expresamente esta palabra- de hacerlo con la escritura.

Pasando por la cristiandad, los lugares comunes de ésta, y desnudando de paso el doble estándar de nuestra civilización, los textos que conforman sus diez unidades se sitúan en la posición de un sujeto que –transitando a través de los sistemas que impone la cultura occidental- comprende en cierta medida que no hay lugar posible, que no es aquí el sitio de la salvación, sino el momento.

La obra se abre con los versos: “La muerte pidió que la cremaran / y esparcieran sus cenizas / sobre todos los vivos” en una operación que remite sobre sí misma abriendo la lectura a múltiples opciones, así la muerte puede ser más que un estado, un individuo, y los vivos, aquellos que existen sólo bajo su presencia tutelar. El acto de solicitar su cremación la humaniza, pero las cenizas botadas sobre nuestras cabezas reiteran la inutilidad de ese primer acto, fallido, y cuyo planteamiento guiará el resto del libro. Presencia sistemática cuyo significado al interior de la obra cobra una visión apocalíptica, estableciendo un espacio que deambula sobre lo divino. De ahí la recurrencia de Dios, Jesucristo y toda la genealogía bíblica en sus textos:

“Dios andaba en bicicleta
cuando la muerte lo fue a buscar
Ha fallecido tu hijo, le reveló
lo acabo de oír en la radio”
(El día D)

“Dios tiene Alzheimer
insiste mi amigo Ponchito
por eso no recuerda nada
de lo que piden”
(Quién es quién)

“Le dije a Dios que los curas eran buenos poetas
que su hijo pintaba para Neruda
que La Virgen era un símil de Gabriela
que el mismo se parecía a Whitman
cuando entraba en las praderas del lenguaje
a lomo de buey herido”
(El fin justifica los medios)

Pero también esta contraposición al mecanismo cultural sirve, como ejemplifica el último fragmento, para recomponer el propio universo de Meléndez, los autores que establecen la sinapsis que encadena la obra de un autor a otros en mensajes cuyo destino va, precisamente, más allá de la muerte, como ocurre con Rimbaud, Benedetti o el recientemente fallecido Sergio Hernández. Dos árboles, que de una misma semilla, forman esas lecturas que dan raíz al trabajo de un artista.

Interesante la propuesta del autor nacido en Linares. Composición en primera instancia, como delata lo ya antes nombrado. Sátira más que ironía cuando se eleva a la crítica social, segundo pilar de su intensa fábula. Y sobre todo velocidad en el ritmo de escribir, aunque ciertos recursos tienden a reiterarse. Apoyado en aquellos de carácter narrativo, en la intertextualidad –tanto de conocimiento culto como popular- su lectura total acusa fluidez, logra delinear personajes y conflictos sin abandonar ese  divertimento que hace funcionar ese necesario trasvasije entre rito y humor.

En cierta medida se acoge a los libros de buen morir propios de la tradición colonial sudamericana, pero desde la óptica que el tránsito no es un momento religioso, sino aquel que resuelve el ejercicio complejo de una vida sin deudas o definitivamente morosa. Interesante también agregar que, el hilo narrativo de buena proporción de textos, usufructúa de los medios de comunicación, en especial de la teleserie, entregando finales abiertos que vienen a decirse o desdecirse en otros textos creando una tensión interna que va más allá del mismo argumento, como ocurre con relación entre Dios y la muerte, cuyo capítulo de desenlace, por así decirlo, reanuda la condena inicial:

“Yo tuve un hijo con la muerte
y se llamaba como tú:

DIOS”
(La muerte, todavía)

De esta forma vuelve a sacralizar lo antes desnudado, pero ahora en una leve objetivación que consigue operar la función de una postura crítica. Queda, tal vez, la necesidad de establecer también un paralelismo entre las estructuras del lenguaje y el de la sociedad en la cual surge esta propuesta escritural, sin embargo convengamos al menos que es eminentemente un texto abierto que surge de las realidades sudamericanas, que a pesar de su tono informal es un corpus organizado, coherente y maduro, que deja al autor de La muerte tiene los días contados, con suficiente experiencia para el conteo cabal y juicioso de su propia obra.


 

 

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La muerte como una obra abierta.
"La muerte tiene los días contados", poesía de Mario Meléndez. Laberinto Ediciones, México, 2010.
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