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Sujeto y Narratividad

Marcelo Mellado
Istmo. revista de literatura & psicoanálisis /2011 / narrativa chilena

 



 


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LA ENUNCIACIÓN/

Este título, levemente pretencioso, es un intento de indagación desde la práctica narrativa, de esa zona ambigua y de suelo pedregoso en que se establecen las relaciones entre texto y subjetividad. Es decir, el área en donde es posible articular lo real, lo imaginario y lo simbólico, privilegiando este último eje como marca significante, que es el registro de la cultura, del Orden Simbólico que un inconsciente codificado elabora desde un siempre ahí, sin historia. Lugar generatriz de la escritura o genotexto. Zona paradojal en que surge el sujeto de la enunciación. Estamos en territorio lacaniano o en esos límites que Lacan llama lingüístería.

Estamos citando sin comillas. No puedo sino pensar que la práctica narrativa es también un trabajito analítico de cita, también llamado intertextualidad, guardando las distancias y el respeto por el trabajo académico-intelectual del citado (y de los no citados que también están presentes); lo nuestro no es más que un "pololito", ese trabajo con harto elemento "suple", a lo maestro chasquilla, pero no menos serio; pega o modo de trabajo que recuerda el bricolage de Levi-Strauss, aunque sin el rigor de la caja de herramientas cartesiana.

Obviamente esa formación discursiva llamada sujeto es un producto de eso que Lacan dice que está estructurado como un lenguaje, el inconsciente. Y la historia de eso que llamamos literatura suele ser el registro de los modos de instalación de ese sujeto.

Mi relación con la jerga analítica (disculpar expresión, que puede sonar peyorativa) o, al menos, con la semiológico-estructural, está determinada por una lectura desordenada de Foucault, Lacan, Roland Barthes, y otros. Se trata, entonces, de un tema de lectura, de cómo leemos lo que leemos: la escritura sería una especie de informe de lectura que siempre se enfrenta a una triada fundante, ya sea la que acabamos de citar (lo real, lo imaginario y lo simbólico), o la triada edípica o la de la escuela de la sospecha, esa que conforman Marx, Nietzsche y Freud. Este último nos legó un modelo de lectura, ya sea de relatos orales (de diván) o de relectura analítica de textos clásicos (canónicos) provenientes de distintos géneros clasificatorios del texto, ya sea mito o tragedia.

Y es a partir de estos ejes retórico-teóricos, levemente trinitarios, que me hago al relato. Y sin la intención de venderle pan al panadero me reconozco usuario de algunas herramientas parciales que suelen servir para desarrollar temas globales, y que provienen de esa matriz sospechosa (según noción de Paul Ricoeur). Y que, por cierto, han funcionado para mí como una especie de linterna platonizante (burda metáfora que cita el mito cavernario) que inauguraría la impostura epistemológica y que provocaría, simbólica y materialmente, la expulsión de los poetas de la República, entre otras cosas.

LA OPERACIÓN/

En ese contexto figurativo hace su aparición un concepto metafórico de Freud, la "novela familiar", noción que por motivos operacionales siempre tengo presente a la hora de emprender un trabajo narrativo. Cualquier proyecto novelesco tiene su origen en una "fantasía neurótica de un sujeto", según la definición del diccionario de Laplanche y Pontalis.

En mi trabajo narrativo, por ejemplo, el delirio del sujeto chilensis lo obliga a desarrollar una impostura fantasiosa obsesiva, es decir, a construirse un otro (in)validado y (no)legitimado, a través de un relato sintomatológico. Su carencia radical de capital simbólico no lo faculta para la vida despierta y está obligado a montar una escena farsesca, no trágica, en una versión comediante del Edipo hamletiano, especie de degradación del género. Hay que recordar al Príncipe de Dinamarca dirigiendo una comedia farsesca que le servía de estrategia fatal. Me lo comentaba Nicanor Parra, paseando por el barrio Barrancas de San Antonio en alguna oportunidad, que Hamlet era un "carerraja chilensis", quien asumiría la comedia para no enfrentar la función que le corresponde, que es la venganza, hacerse hombre; opta, en cambio, por el carerrajismo adolescentario y lúdico, manipulador y teatrero. En el caso del Hamlet achilenado no hay ni siquiera el fantasma de un padre; hay, en cambio, una orfandad estructural, y una madre fálica que debe impostar su clítoris en la figura de un huacho mal hecho, para decirlo de un modo burdo, a la manera de la lengua procolálica, "flaite", que hace de prótesis o herramienta criminal para ajustar cuentas con el padre fatalmente ausente, y que es cualquier cosa que huela a institucionalidad.

Con esta especie de psicoanálisis silvestre o salvaje, chapucero, que siempre transita por el wrong way o por el camino de tierra de la figuralidad retórica, emprendemos el trabajo narrativo. Contar historias no puede ser otra cosa que un modo de dar cuenta colectiva y pública de las patologías individuales estructurantes de un orden social. El habla de un personaje o el discurrir del narrador es sólo un síntoma de un delirio o de una voluntad criminal o, al menos, de la disolución de un mundo (o la construcción de otro con leyes arbitrarias).

EL CAMPO/

Lo paradojal es que en la situación del campo narrativo chilensis uno ocupa el lugar del huerfanito iconoclasta que jamás ocupará el sitio del padre. La obsesión de canon súperyoico de nuestro campo artístico-literario; las ganas del Padre-Maestro, ojalá abusador, según el modelo del pastor que hace y deshace con sus discípulos, es fundamental, aunque la amenaza trágica está latente. Esa voluntad canónica determina un giro identitario brutal, el estar siempre reproduciendo la comida totémica y el arrepentimiento que le sucede.

¿Qué es contar historias en este contexto? La respuesta es simple, y por lo mismo, inadmisible: es entregar informes de lectura. Cuando leemos, por ejemplo, las indicaciones de lectura de un Foucault, que en el prólogo de Las Palabras y las Cosas asume que el libro surgió de la lectura de un texto de Borges, "El Idioma Analítico de John Wilkins", donde aparece una clasificación zoológica de carácter fantástica, esa que clasifica a los animales en "pertenecientes al Emperador o dibujados por un pincel de pelo de camello finísimo o que de lejos parecen moscas, etc.", no podemos dejar de pensar que leer puede constituirse, de pronto, en un registro epistemológico clave, inaugurando un gesto retórico que quiebra el orden del discurso. Lectura semiológica que nos hace distinguir niveles y jerarquías de códigos que rompen los cánones. Suponemos que Freud leyó o practicó algo análogo con el mito y la tragedia clásica, o en el relato de casos clínicos. Aquí la lectura se hace significativa, se transforma en una escritura, en una analítica, en una operación que da cuenta de cómo está organizada la cultura.

Escribir, no puedo sentirlo de otra manera, es una práctica de lectura que intenta descubrir lo Otro, u otros órdenes. Siempre va a estar en peligro una institución, y siempre va a haber una policía que fiscalice lecturas e interpretaciones. La práctica de la escritura, por definición, al menos en cierto registro de la modernidad, está condenada a matar al padre.


 

 

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