Imágenes de dolor
Por Marcelo Mellado
Artes y Letras de El Mercurio, Domingo 16 de Enero de 2005
Viviendo en Chiloé, un amigo me mostró una revista Life de 1960 en la que salía la fotografía de toda su familia, él incluido, posando frente a su casa en Castro, destruida por el terremoto. Se trataba de un reportaje sobrecogedor. Era la época en que Chile apenas existía y esa foto equivalía a esa extrañeza radical que producen las imágenes de lo distante. Hago un recuento de las catástrofes naturales en mi memoria y son sólo terremotos y una que otra inundación, desde el 60 hasta el 85. Todo muy nítido. Las imágenes de las llamadas catástrofes naturales me gustan menos que las producidas por la violencia de la guerra o del terrorismo. Debo reconocer que todavía miro con morbo la colección de la revista Life sobre el tema, desde la guerra chino japonesa hasta la de los siete días. Ernest Junger decía que no había guerra sin fotografías. Hoy podríamos decir "no hay catástrofe sin video aficionado". La sorpresa se reduce y el accidente se domestica, el Apocalipsis es una cámara indiscreta. Estamos ante una especie de grado cero de la piedad. El amateurismo audiovisual genera una memoria pálida, sin espesor. Quizás eso sea lo verdaderamente doloroso, el almacenaje informativo del horror que sólo produce olvido.
Este registro neutro del accidente, soportado por imágenes fotográficas o audiovisuales, sólo contempla víctimas, no victimarios, no tienen el fascinante ingrediente criminal, con los culpables y todas las energías que ello provoca, son los llamados desastres naturales. Según Rene Thom la catástrofe es la discontinuidad en las condiciones del entorno, lo que determinaría los procesos evolutivos. Quizás la literatura y el arte sean el modo supremo de la catástrofe en cuanto práctica de la discontinuidad. O, al menos, un refugio catastrófico ante el dolor.