Sofía. Empecemos por su nombre, tal cual es, si de todos modos después puedo siempre cambiarlo, recurrir a la ficción, que se vuelve tan práctica en estos casos. Pero ahora que la recuerdo a ella y a ninguna otra, no puedo usar otros nombres, más que el suyo y el mío. Por eso, partamos este relato nombrándola. Sofía.
Fue cuando el otoño se hallaba en plenitud, los días acortándose y el sol deslavando cada vez más su luz y llevándose con ella, lentamente, los colores de las cosas. El cielo lucía ya ese celeste pálido pero limpio, y esa distancia del otoño, cuando se siente tan lejos, tan alto, que es hermoso mirarlo mientras nosotros seguimos nuestra marcha cuesta abajo, camino a las profundidades del año, camino al invierno.
Fue en esos días que con Sofía intercambiamos un par de correos y me enteré que vendría pronto a Valdivia, una ciudad no demasiado lejana a Temuco, donde yo vivía en aquel entonces.
Nos llamamos. Yo venía de vuelta de la peluquería. Era una fría mañana de sábado. El cielo estaba nublado, aunque bien podría despejarse al mediodía.
Entonces, caminando por calle Holandesa, una calle residencial, de lindas casas con antejardines, por la que no pasaban demasiados autos, ella me llamó o yo la llamé y acordamos vernos al día siguiente en Valdivia.
La alegría me acompañó todo ese día. Ella viajaba acompañando a su pareja de aquel entonces a un taller artístico. Pero ni que viniera acompañada podía entonces desanimarme. La vería y con eso me bastaba. Mi historia con ella es larga y si me la pusiera a contar ahora no acabaríamos nunca.
Sus novios por lo general eran artistas, santiaguinos, cool. Ella terminaba en ese entonces sus estudios de dirección audiovisual. De su novio actual sabría más cosas luego.
Pero no importaba entonces, ese sábado, pues ese sábado estaba feliz. Llegando a casa puse el Zarathustra de Strauss, versión de Karl Böhm, con la Filarmónica de Berlín, a todo volumen, y me afeité, para completar mi corte de pelo. Me recorría por completo esa alegría lírica, fuerte y estúpida.
Salí de nuevo de casa. Compré un pasaje de bus para la madrugada siguiente, a las seis de la mañana.
Habíamos acordado desayunar juntos. Los talleres de su novio empezaban temprano y duraban hasta el mediodía. La mañana era nuestra.
Ahora que veo hacia atrás me pregunto cómo me presté para eso. Eché mi dignidad, junto con mis calcetines, al fondo del bolso, y partí. Eran las esquirlas de haber estado enamorado.
La situación era rara. Había entre los dos un secreto mutuo, cómplice, que ocultábamos tras una cortina de hipocresía. Que ocultábamos incluso de nosotros mismos. Yo me decía que iría a verla como un amigo, y que si le guardaba cariño era por lo que habíamos vivido juntos.
Pero eso que habíamos vivido, ¿cómo evitar que volviera, todo junto, con el primer golpe de vista? Que me gustaba aún era innegable.
¿Y yo a ella? ¿Qué tramaba con querer verme? ¿Qué juego significaba para ella ese teatro de mañana de domingo?
No le ocultó a su novio nuestro encuentro. ¿Qué le habrá dicho él al respecto? No lo sé.
Sofía nunca me lo dijo. Pero no habrá podido decirle mucho. Ahí donde esté, Sofía siempre es la que manda.
Tomé el bus a oscuras. En el camino fue aclarando el cielo, del otro lado del parabrisas. Yo iba en primera fila y pude ver las nubes jugando con las primeras luces del día, allá arriba. Llevaba una dulce ansiedad en el estómago. Iba leyendo, o intentando leer, mejor dicho, a la Mistral. Siempre me ha parecido tan difícil la Mistral. Tan exagerada. Cada tanto, se me caía la cabeza, y dormía un ratito, con el libro en mi regazo, sobre la chaqueta con que me cubría las piernas, protegiéndolas del frío del amanecer.
Tras una de esas siestas vi cómo el cielo ya había aclarado del todo y anunciaba un despejado día de otoño.
Fui a encontrar a Sofía al hostal en que se alojaba con su pololo. Era un bed and breakfast barato pero decente. Una señora, la dueña, adiviné, me hizo pasar. Me senté en un sillón y hojeé el diario local.
Pensé en que ahí mismo, en el piso de arriba, la noche anterior o quizá esa misma mañana, los dos habrían hecho el amor. Esto no me dio celos. Solo me pareció curioso, interesante. Sofía y yo nunca lo hicimos. Sofía y yo con suerte nos besamos. Pero lo que sí hicimos fue conversar.
Estar, simplemente, uno junto al otro. Y con eso me bastó para enamorarme.
Apareció una pareja en las escaleras. Me saludaron y luego tomaron asiento en una mesa, no muy lejos de mí. Era una pareja joven de argentinos, con aspecto de mochileros. La señora les sirvió agua caliente y tostadas, y volvió a desaparecer por la puerta de la cocina. Al pasar me dirigió una mirada curiosa y algo ruda. Pensaría que yo era el amante. Las telenovelas de la tarde habrían calado hondo en su imaginario. Una curiosa lealtad la obligaba a estar del lado del novio, su huésped. Eso imaginé yo, más que nada para entretenerme, pues Sofía no bajaba nunca.
No culpo a la señora. Mi situación ahí era mucho más rara como amigo que como amante.
Recordé que era domingo y me salté todas las noticias del diario hasta hallar el suplemento de cultura. Hallé una nota sobre el Chico Molina. Cuando empezaba a leerla oí unos pasos por la escalera.
Levanté la vista. Ahí estaba, ante mí, sacada de mis sueños y mis recuerdos y puesta justo ahí, la Sofía.
Los violines del Zarathustra, frescos en mi memoria, esos violines líricos tocando altísimo, se venían a mezclar esa mañana de domingo con el cielo. Su color vibraba, pálido y frío, arriba, como los violines.
A la entrada de los jardines del Museo de Arte Contemporáneo, los álamos australianos se mecían al viento, haciendo con sus hojas ese ruido como de agua. Sus hojas amarillas contra el cielo limpio más arriba.
Sofía se me adelantó y la pude ver de espalda. Fue entonces que una pena inesperada cayó sobre mí. Venía acompañando la revelación de que esa mañana se acabaría muy luego. Intuía que esa sería nuestra despedida. Nos volveríamos a ver. Pero ya nunca abrigaría la esperanza de ser su compañero.
Esto lo decidí tiempo después, pero entonces ya se gestaba dentro de mí ese paso difícil y definitivo. Algo de muerte cargan las despedidas. Tras ellas le tomamos el sabor al tiempo, que pasa sin devolverse. A la amada no la volveremos a ver. Y esto es un final y a la vez un principio. Comenzamos una vez más, frágiles y desnudos, como llegamos a esta vida.
Ese domingo en medio del otoño estaba preñado de futuro. Era el último paso antes de entrar a la página en blanco. Una más. No son muchas las que nos fueron destinadas al principio. De ahí el vértigo tras dejar atrás una de ellas. Toda rayada y enmendada, pero completa al fin y al cabo.
La limpidez de ese día nacido tras la lluvia me hablaba entonces del futuro. Entonces no lo entendí, pero lo sentía. Podía respirarlo y sentirlo contra mi piel en el frío aire. Pude sentirlo nada más bajar del bus y andar por las calles vacías y mudas de Valdivia, temprano en la mañana del domingo. Podía beberlo con la mirada en las hojas, altas y amarillas, anunciando su despedida. O en el río, reflejando sus orillas, pero siempre avanzando, por el centro de la ciudad. Y sobre todo pude verlo en el cielo, límpido y muy, muy alto, y alejándose cada vez más. Entonces no lo entendí, solo lo sentí.
En toda su belleza Valdivia me anunciaba el final, necesario pero triste.
Del hostal nos fuimos al centro. Le dije a Sofía que conocía un buen café, el Cotidiano, pero pasamos por fuera y estaba cerrado. En la próxima esquina dimos con el Palace. Alzando los hombros entramos y cogimos una mesa junto a la ventana.
Pedimos dos desayunos con café quemado, huevos revueltos, jugo de naranja Watt’s, y conversamos. Como siempre, conversamos.
Yo sabía que Sofía había estado hace poco en Nueva York. Le pregunté por eso y me contó de su viaje.
Fue en pleno invierno. Alojaba donde una tía, que vivía cerca de la ciudad, hacia el norte.
Un día decidió cruzar caminando el famoso puente de Nueva York, ese que sale en las postales. No le pareció tan largo, así que se puso a andar, junto a la calle llena de autos. Empezó a nevar. El viento helado del río le calaba los huesos. Pero siguió, hasta que logró llegar al otro lado. Estaba congelada y no podía mover las manos. Se metió al primer café que pilló. Un café de negros, lleno de negros. La vieron con sorpresa cuando entró y le sirvieron algo caliente y la sentaron en una silla. Le preguntaron qué le había pasado. Cuando ella respondió que había cruzado el puente a pie le dijeron que estaba loca y que se podría haber muerto, que la gente se moría en el puente en esa época.
El invierno fue duro y la encontró sola. Chateaba muy seguido con un muchacho chileno, que había conocido hace unos meses. El muchacho resultó ser muy rico, pues luego de un par de semanas llegaba a Nueva York a acompañarla.
Así era ella. Los hombres caían a sus pies.
Él partió a Nueva York a buscar a su amor. Yo había viajado tan solo a Valdivia. Pero él fue a buscar a su amor y yo nada más fui a pasar una mañana con una amiga. Una amiga de la que todavía estaba enamorado.
Luego me contó de su hermano, que se había hecho cura allá, en Estados Unidos. Lo visitó en su viaje. Ella siempre lo había admirado mucho. Y de él también me contó una historia.
Una noche iba él, tarde, de vuelta a casa, cuando salió un tipo de un callejón y le ordenó que le diera todo su dinero, apuntándolo con un cuchillo.
-No tengo nada que darte -dijo el cura-, solo un abrazo.
El asaltante guardó silencio.
-Por favor, ¿puedo darte un abrazo?
El hombre bajó el cuchillo. El cura se acercó, con cuidado, y lo abrazó. El hombre se puso a llorar.
Los dos terminaron tomando un café en una bomba de bencina.
Cruzamos el río hacia los jardines de los museos. Luego visitamos el jardín botánico de la Universidad.
Sofía me preguntó sobre mi vida en Temuco. Me dijo que me podriría ahí, que ahí no pasaba nada con el arte.
Le dije que tenía planes de mudarme a Valdivia. Buscar un trabajo, arrendar algo. Todo bastante incierto.
Entonces creía en ese plan. Pero nunca lo seguí. Muchas cosas cambiaron luego de ese día. Se abría una página en blanco. Solo cerraba las últimas líneas de esa hoja que ya abandonaba. Necesitaba que Sofía me ayudara a poner el último punto.
No tardó demasiado en hacerlo. Fue en la plaza de armas, pasado el mediodía. Su novio la llamaría en cualquier momento y cada cual partiría para su lado.
-¿Sebastián?
-¿Sí?
La vi de frente ahí, sentada junto a mí en la banca. La vi a los ojos. Su gesto había tomado una actitud sería y definitiva. Temí.
-¿Qué pasa?
-Escúchame bien. Gracias por venir esta mañana a verme. Para mí era muy importante que vinieras, pero para ti creo que lo era incluso más.
Tomó aire.
-Necesito que no nos volvamos a ver. Nunca. Que dejemos de escribirnos. Que nos despidamos de una vez y para siempre. Yo ya lo entendí. Nunca vamos a estar juntos. Nuestro tiempo ya pasó. Te veo hoy día y me alegro. Me acuerdo de muchas cosas lindas y también malas, que viví contigo y viví por ti. Pero sé que son recuerdos, que ya pasaron, y no volverán. Yo ya entendí, pero no sé si tú entendiste. Mírate. Estás solo. Te viniste a vivir al sur. No me has contado nada de ninguna mujer. ¿Me entiendes? Es tiempo de seguir adelante, tú con tu camino y yo con el mío.
Sonó su celular.
-¿Aló? Sí, hola. ¿Cómo estás? Yo bien también, aquí en la plaza de armas. ¿Dónde? Ya, perfecto. Voy para allá. Nos vemos. Beso, chau.
Me miró. Puso una cara muy sincera. Sus ojos estaban transparentes. Sus ojos almendra que recordaría por siempre. Y a través de ellos pude ver amor, pena y un poco de lástima.
Forcé una sonrisa. Nos pusimos de pie.
-Supongo que chao -dijo ella.
Juntaba las manos en su regazo. Alrededor nuestro la plaza de Valdivia. El final.
-Fue lindo verte, Sofía. Como siempre.
Ahora la que forzó la sonrisa fue ella.
-Chao.
Fue lo último que me dijo, casi en un susurro. Luego me dio un abrazo, que se me hizo eterno. Después de eso estaría solo. Después de eso no habría pie atrás y por un tiempo todo sería ver hacia adelante.
La sujeté con fuerza. Luego solté y ella soltó también. Me dio un beso en la mejilla. Vi cómo se alejaba. Llegó a la calle. Esperó el verde sin mirar atrás. Vi su silueta hasta que se perdió al doblar una esquina.
Eso era todo. Se había ido. Y yo me quedé mirando sin hacer nada. Me volví a sentar en la banca.
Agotado, sin voluntad, miraba al frente. Alrededor de la pérgola los biker giraban en círculos. Pasaba la gente del domingo. Arriba los árboles anaranjados.
Cogí el diario, que había dejado a un costado. Leí de principio a fin el suplemento de cultura. Me puse de pie y caminé en direccion opuesta a la que ella había tomado.
Anduve un rato junto al río. Luego enfilé mis pasos al terminal y compré un pasaje para el próximo bus a Temuco.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El cielo alejándose.
Cuento de Martín Mège W.
Publicado en OBSERVATORIO 19, 31 de agosto 2021