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ENTREVISTA CON MARCO ANTONIO CAMPOS

Por Marcela Meléndez


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De personalidad inquieta, irónica y siempre lúcida, Marco Antonio Campos ha sabido complementar notablemente su trabajo poético al de ensayista y traductor. Si a esto agregamos su labor de editor y difusor, tenemos a una de las figuras más sobresalientes de las letras mexicanas en los últimos tiempos.

— Ud. es coorganizador de uno de los eventos literarios más importantes que se realiza cada año en México, me refiero al encuentro de Poetas del Mundo Latino, que a pesar de los vaivenes que ha tenido en el tiempo, continúa como un espacio vital donde se dan cita, como diría Gonzalo Rojas, los paisanos de América y Europa ¿Qué es lo más significativo, a su juicio, de este evento?
— Tal vez la red literaria y la red de afectos que se ha creado entre poetas de lenguas romances. Creo que la idea de que sólo fueran poetas de países de lenguas cuya raíz es el latín no se había dado en ninguna parte cuando se creó en su primera época en 1986 (los principales impulsores fuimos Víctor Sandoval y yo) y creo que no se ha dado después. Cuando yo lo propuse, fue para evitar que se llamara como los muchos encuentros internacionales o los encuentros iberoamericanos. A mí desde muy joven aquello que más me gustó, luego de la literatura, fue la promoción de la poesía y la literatura: hacer libros y revistas (dirigí Punto de Partida y el Periódico de Poesía en dos épocas cuando era impreso), organizar talleres, encuentros, conferencias… Cuando mejor pude hacerlo -con mucho- fue en los años ochenta en que fui primero, jefe del departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones (1980-1986), y más tarde, Director de Literatura en Difusión Cultural de la UNAM (1986-1988), y segundo, cuando fui Coordinador del Programa Editorial de la Coordinación de Humanidades en la propia UNAM (1997-2000). Ahora veo como una fortuna no haber ocupado un puesto demasiado relevante; se hubiera comido al escritor, claro, si es que valgo en algo la pena como escritor.

— Su trabajo de traductor destaca como un aporte al conocimiento de autores fundamentales, sobre todo de la tradición literaria europea. Nombres como Baudelaire, Rimbaud, Gide, Artaud, Munier, Miron, Lapointe, Saba, Ungaretti, Quasimodo, Cardarelli, Trakl, Drummond de Andrade, por nombrar algunos, llegan a un lector atento a través de versiones muy pulcras y decantadas ¿Cómo se siente en esta faceta?
— Me gusta mucho, y creo que, paralelamente a la obra de creador, he hecho una obra de traductor. O mejor dicho: estoy más seguro de haberla hecha más como traductor que como creador. En general, de aproximadamente 30 libros que he traducido, salvo alguna excepción, todos son de poesía, incluso los que he hecho en colaboración con otros, principalmente con el poeta flamenco Stefaan van den Bremt, con quien he traducido poesía belga en las dos vertientes: la neerlandesa y la valona. Pero en general, cuando traduzco, pido ayuda a alguien que tenga como primer idioma la lengua fuente –mejor si es poeta- para que me ayude en la última revisión. De todo lo que he traducido, siento particularmente íntimas, profundamente afines, las de Rimbaud, Baudelaire y Trakl, y luego, en su lúcida melancolía, las de Ungaretti, Cardarelli y Drummond de Andrade. No me comparo de ningún modo con ninguno de ellos, pero soy una pequeña hoja que se desprendió de esos grandes árboles. Como con los poemas, adaptando a Valéry, diría que uno no termina una traducción, simplemente la abandona. Yo creo que no debe vertirse a nuestra lengua a un autor si uno sabe que no puede mejorar anteriores traducciones o al menos hacer una labor bellamente distinta. Uno debe respetar al máximo la obra del autor que se traduce. Como me dijo alguna vez el escritor austriaco Erich Hackl, uno puede hacer una mala tarea con su propia obra, no con la ajena. Pero ante todo, el poema traducido tiene que leerse como un poema y no guardar el incómodo y mal sabor de la traducción.

—¿Qué nos podría contar de su labor de tantos años en la UNAM, donde, entre otras cosas, crea la revista Punto de partida y edita una gran cantidad de libros en diversos géneros?
—No, yo no fundé la revista Punto de Partida. Fue una idea de Gastón García Cantú que echó a andar Margo Glanz en 1966. Pero el primer poema que publiqué en mi vida fue en el número 19 de esa revista. Debe haber sido en 1969 cuando yo tenía 20 años. Me acuerdo que lo leía y lo releía como un niño que juega una y otra vez con el juguete que tanto esperaba. De Punto de Partida, invitado por Eugenia Revueltas, fui jefe de redacción de julio de 1973 a  diciembre de 1980 y director de esta fecha a febrero de 1988, cuando dejé México y me fui a dar clases a la Universidad de Salzburgo. Más que la revista me enorgullece haber publicado en libros colectivos en las Ediciones de Punto de Partida cosa de 300 jóvenes poetas y narradores. Para mí en esos quince años lo más altamente satisfactorio fue haber podido darles una mínima mano a jóvenes poetas y a escritores de la república, o de otro modo, de provincia.

—En 2004 el gobierno de Chile lo distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda. Sabemos de su afecto entrañable por la obra del Nobel chileno. ¿Hay alguna anécdota que quisiera compartir al respecto?
—Le voy a contar algo que pasó en el centenario del nacimiento del poeta. El gobierno de Chile, tengo entendido, dio mundialmente 100 medallas a nerudistas o a amigos de Neruda. El mayor número por país -seis - fue para mexicanos: Andrés Henestrosa, Carlos Fuentes, Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, Víctor Toledo y yo.  La entrega (sería tal vez el 18 de septiembre de ese 2004 que coincidía con el Día de la Independencia chilena) se hizo en la residencia del entonces embajador de Chile en México (Fernando Molina Vallejo), situada en el exclusivo barrio de Las Lomas de Chapultepec. No asistieron, tal vez no estaban en México, ni Carlos Fuentes ni José Emilio Pacheco. Primero pasó una cosa muy chistosa: Andrés Henestrosa agradeció emocionado que le diera la medalla Pablo Neruda… el gobierno de Cuba. Cuando hablé yo, leí un texto de recuerdo por Neruda de un par de páginas, donde de manera drástica criticaba el golpe de 1973, que aceleró la muerte de Neruda, y al gobierno criminal de Pinochet que segó cabezas, encarceló, torturó y exilió a decenas de miles de personas por 17 años, y dividió, sigue dividiendo profundamente, a Chile. Después me contaron familiares y amigos que el embajador y su esposa se apretaban las manos del enojo por lo que yo estaba leyendo. Me conmovió asimismo que algunos chilenos que estaban presentes se me acercaran al final de la ceremonia y me agradecieran que yo hubiera dicho de frente, ante el propio embajador, lo que ellos nunca habían podido decir en México. No es políticamente correcto decirlo, pero me alegra haberles amargado el rato al embajador Molina y a su esposa, y me alegra que poco después, por su conducta poco diplomática con empleadas domésticas mexicanas, Molina Vallejo hubiera sido obligado a retirarse del cargo.

— Las entrevistas que ha realizado incluyen autores señeros como Tabucchi, Heaney, Sabines, Lizalde, Cisneros, y otros no menos célebres. Muchas de estas voces ya no están, pero han quedado como vivos testimonios de una época, como documentos que comienzan a ser parte de una memoria colectiva… ¿Cómo lo ve en este sentido?
— Agradezco mucho su opinión, y debo decirle que para cada entrevista me preparé muy a fondo para hacerla. Sin embargo, debo aclararle que a mí la entrevista me parece más un subgénero que un género literario. Se trata más de conocimiento de la vida y la obra del autor y de la habilidad para preguntar y editar que propiamente de talento. Llegado un momento, armada y corregida con el material que se tiene, no se puede añadir nada. Pero estuvo bien haberlas hecho. Ahí están más de mil páginas de entrevistas en cuatro libros. Quizás a alguno o a más de uno les haya sido algo útil. Con eso, las entrevistas habrán cumplido su función. Pero después del último libro que publiqué escribí en el prólogo que ya no haría una más. Debe decirle con sinceridad que ante todo yo me he sentido poeta y ensayista.

— Su obra poética ha sido reconocida con diversos premios y traducida a varios idiomas. ¿Cómo visualiza la evolución que ha experimentado desde su primer libro Muertos y disfraces (1974) a Dime dónde en qué país (2010)?
— Primero debo decirle, como Borges, que la opinión más prescindible sobre la propia obra es la de uno mismo. Luego de eso, le diré un poco de mi experiencia frente a ella. Mire, yo la verdad siento, que salvo momentos, cuando empiezo a decir más o menos lo que quiero, cuando creo que con las frases poéticas cometo menos imprecisiones, es a partir de La ceniza en la frente (1989), que abarca poemas entre 1979 y 1988, y sigue luego con libros como Los adioses del forastero (1998), Viernes en Jerusalén (2005) y Dime dónde en qué país (2010). Es decir, yo haría mis obras completas desde La ceniza en la frente hasta la fecha. Hay quienes creen que la mejor obra es la que escribe en la juventud; no creo en absoluto que sea mi caso ni el de muchos. Sin embargo, algo une los libros antedichos: están escritos, como quería Nietzsche, con sangre, y también con rabia, angustia, y sobre todo tristeza y dolor. En la poesía he sido más habitante del ayer que del hoy, y en el ayer, reciente o lejano, haciendo juegos de tiempo con el hoy fugitivo, se hallan gran número de los poemas que he escrito. Los melancólicos vivimos más en el ayer, o si quiere, en los ayeres. Una cosa sí puedo afirmarle: que en todo aquello que escribí hubiera querido haber dejado menos sombras en el camino, el cual no acabo de entender cómo fue, un camino, que entiendo mucho menos después de los sesenta años por más que trate de fijar y explicarme los momentos importantes -en el caso de que los haya y sean verdaderamente importantes o más importantes de lo que creo o creí.

— Usted no es el “viajero inmóvil” del cual habla Neruda en sus memorias, aquel que desde la comodidad del hogar pasea su imaginación por lugares inciertos y remotos, sino, más bien, uno que ha recorrido el mundo con entusiasmo. ¿De qué manera estos viajes han sido funcionales a su proceso creativo?
— Los claustrofóbicos padecemos continuamente asfixia, y puede ser, llegado el momento, una claustrofobia por una casa, por un barrio, por una ciudad, por un país, y entonces decide salir. Usted no imagina la nostalgia que siento por esa enorme capacidad que tenía para caminar y recorrer ciudades entre los 23 y los 38 años. tenía los pies de viento. No dejaba nunca de ver lo más importante de una ciudad. Europa y México fueron mi gran mapa. No me explico el 80 por ciento de mis libros de poesía sin los viajes. Es en los viajes cuando me desliteraturizo y reflexiono más lo que veo y lo que soy y he ido. En hojas sueltas, cuadernos, servilletas, trozos de periódicos, voy apuntando reflexiones, instantes paisajísticos, imágenes y recuerdos, y con ese material, transformándolo una y otra vez verbalmente, hago y se hace el poema. Hay ocasiones que es increíble el número de pequeñas reflexiones o de imágenes que me llegan cuando viajo, y de las cuales muchas aun, dejo de apuntarlas.

— En un ambiente literario a veces demasiado competitivo y hostil, donde se abusa de la “publicidad vergonzosa”, del auto bombo. ¿Con qué autores ha tenido y tiene mayor afinidad?
— ¿Afinidades en el orden estético? De la generación a la que pertenezco, entre los poetas, con Francisco Hernández. Nadie más lejos del auto bombo que él. Muchos han querido ser famosos antes que poetas, él ha querido ser ante todo un gran poeta, y lo es. Su poesía golpea, desgarra, duele. Sí, no nos vemos mucho, pero somos, hemos sido siempre, muy buenos amigos.

— Su antología de poetas mexicanos editada en España por Visor, en 2009, recoge un amplio muestrario de voces y registros. Muchos de estos nombres ya son parte de una tradición mayor. ¿Qué nos puede decir acerca de este trabajo?
— En principio era un trabajo que iba a hacer con Francisco Hernández, pero resultaba muy difícil vernos y discutir cada autor. Empieza con Eduardo Lizalde y Víctor Sandoval, ambos de 1929, a quienes tomo como si fueran de la promoción de la década de los treinta. Puedo decirle que hasta mi generación, hasta los poetas nacidos en 1950, la siento del todo mía. A partir de esa fecha, a excepción de algunos o algunas poetas que admiro, hay una mano más democrática.

— Finalmente ¿Cómo percibe el actual panorama de la literatura mexicana, la visión que existe desde afuera, su relación con las nuevas generaciones?
— Es una pregunta que requiere un tratado y ni yo tendría paciencia para escribirlo, ni usted, estoy seguro, tendría paciencia para esperarme a que lo escriba.

 

 

 

Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración  con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.



 


 

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