La jubilación apresurada dio con él en una aldea costera insular. No es que odiara la ciudad como una militancia anti urbana, muy en boga en ciertos grupos alternativos, simplemente sentía que ya no había recursos para habitarla dignamente, tanto a nivel material como en términos simbólicos.
En lo concreto se le presentó una solución habitacional que para él supuso una casita en un monte, con vista al mar interior, desde donde se veían los volcanes y los atardeceres eran de vieja postal. La casita o cabañita, que pasó a llamarse después, surgió por un convenio familiar que le permitía ser una especie de cuidador de un predio pequeño en el que había otras casas que había que vigilar y unas cuantas ovejas que debía rotar de potrero cada cierto tiempo, y unas aves de corral que alimentar y proteger. Lo demás eran fotos de atardeceres y paisajes más o menos idílicos, según el estándar turístico dominante, para enviar a los conocidos y parientes, y demostrarles formalmente que era más o menos feliz en esa situación de aislamiento.
Los inviernos eran duros y largos, eso sí que hay que mencionarlo, solía llover con una regularidad portentosa casi todo el año, pero eso era compensado en el corto periodo estival en que se dejaban caer unas breves pausas de días soleados que podían durar varios días, lo que posibilitaba la llegada de cierto turismo vacacional, que incluía alguna parentela, que dinamizaba la vida cotidiana.
Al poco tiempo, como casi todo tenía que hacerlo a pie, y no eran cortas las distancias, decidió que necesitaba otro apoyo en el proceso de marcha, porque tener un vehículo motorizado no estaba en sus planes y menos el transporte equino, y la bicicleta no era apta para esos territorios. Entonces, la palabra prótesis se le vino a la mente y la imagen de un bastón se le impuso como diseño clásico de continuación de la vida pedestre, que le permitiera desplazarse con efectividad.
La artrosis de rodilla lo complicaba cada vez más. El convencimiento o revelación aconteció al ver a un vecino, bastante más anciano que él, circular muy campante con un palo, tipo cayado pastoril, al pasar frente a su casa con un piño de ovejas todas las tardes, para guardarlas en un corral.
Ahí se dio cuenta que necesitaba un palo como ese para transitar por los caminos barrosos de su comunidad, pero con una impronta propia.
Dibujó en su mente la curva precisa o, al menos, con un cierto ángulo, para el proceso de agarre manual. Por lo tanto, obviamente, miró los árboles que había alrededor y no le fue fácil elegir un par que le sirvieran para su objetivo. Encontró dos que eventualmente podían dar con los requerimientos, pero necesitaban harto trabajo de corte, rebaje y pulido. Uno lo extrajo de un ciprés cercano a su casa, y aunque el ángulo era muy recto, manualmente era apto; el otro provenía de un arrayán y a pesar de que el ángulo se abría demasiado, también servía. Echaba de menos el efecto curvatura, pero decidió reflexivamente que el canon de lo curvo era una arbitrariedad, que solía lograrse sometiendo el palo a temperatura, ya sea por fuego directo o con agua caliente. En su fuero interno prefería una recolección más natural del producto.
Tenía un pequeño serrucho que usaba para podar, parecido al que ocupan los verduleros para cortar el zapallo, pero más pequeñito.
Se trataba de una cosecha que no le hacía ningún daño al árbol, incluso podría considerarse como un trabajo beneficioso para la especie arbórea. Le faltaba, eso sí, un buen cuchillo para pelar la rama escogida y sacarle los nudos; recuperó y afiló, entonces, uno que decoraba la pared de su pieza, un facón patagón antiguo. Estuvo una mañana entera en eso y parte de la tarde, lo que implicó que apenas almorzara unas improvisadas papas cocidas con huevos duros, y toques de merquén, para el sabor y para optimizar la faena que necesitaba de estímulo energético. Evitó beber vino, para evitar que se le viniera el sueño encima.
Se podría decir que estaba obsesionado, pero el resultado no le gustó, por lo que al otro día decidió internarse mucho más al interior del bosque para encontrar otras formas más resueltas estéticamente, sentía que en la hondura espesa de la foresta, mejoraría la oferta.
Esa mañana desayunó café con leche y un pan amasado con mantequilla, sacó unas manzanas del manzano más cercano a la casa, para llevar de merienda y aprovechó de cortar una rama que le pareció interesante de aquel árbol frutal, la que dejó junto a la estufa a leña, como un procedimiento de secado (la perspectiva aérea de corta distancia que le imponía el sistema arbóreo, empezó a determinar sus pasos). También echó unos panes con queso en el morral, además de una cantimplora.
Eligió una antigua huella de animales bagüales y se internó en lo profundo de la selva austral, sintió en un comienzo el placer de ingresar en lo desconocido, con esa sensación como de vacío en el estómago que producen esos momentos, que está a medio camino entre el placer y el miedo. Había un silencio profundo, una brisa suave le acariciaba el rostro, comenzaba el otoño y las lluvias todavía no se dejaban caer con todo ese rigor que patenta el invierno en estos parajes.
Comenzó a clasificar los árboles y comprobó que en un primer radio boscoso prevalecían ciertas especies, como los arrayanes, los canelos, los mañíos y mucho espinillo invasivo que aprovechaba los claros para proliferar.
Justo en una esquina de la huella caminera que había seguido, surgió una especie de micro sendero desde donde se escuchó el ruido de un animal indómito, unas patitas pisando fuerte el suelo, se apresuró para observar y alcanzó a ver la parte trasera de un pudú que se escabullía entre el ramaje, ese encuentro lo llenó de confianza, supuso que era un buen augurio.
No tenía un plan preconcebido para elegir los palos específicos para su cometido, pero se dejó llevar por el tacto dedal y los aromas silvestres, la forma del follaje, los diseños que el paisaje ofrecía en bruto, lo rugoso o liso de un tronco, la dinámica del ramaje accionado por el viento y los dibujos simétricos de las hojas.
Estaba concentrado en esos menesteres cuando sintió los golpes de un hacha que venían del interior del bosque. Esto le llamó la atención e imaginó lo más obvio, una faena ilegal o robo de leña, lisa y llanamente, cuestión bastante común en la zona. El predio era de un vecino que residía en el continente y que a él le permitía ingresar a sacar palitos para su estufa.
La distracción lo estimuló a ingresar más al interior buscando de dónde venía el ruido de los hachazos, pero estos desaparecieron, probablemente sus pasos fueron escuchados por el leñador furtivo que huyó del lugar. Ya entrada la tarde sólo alcanzó a sacar un palo de arrayán con muchas curvas, muy al estilo mágico de historieta y con toques de báculo patriarcal, y otro de ulmo más recto, del cual aprovechó una estructura en forma de ele, pensando en un mango posible. Si bien la cosecha no estuvo mala, no quedó del todo conforme, pero no por eso menos entusiasta.
Al atardecer pasó al negocio de Ruiz y le relató el episodio de lo que él suponía era robo de leña, éste le comentó irónico que para esa zona hay muchos brujos y malandrines, que había que tener cuidado. Y me habló, esto en voz más baja, que probablemente había alguien raro habitando por ahí. Yo no creo en brujos como mis vecinos, dijo, pero siempre pasan cosas raras en estos bosques, concluyó. Al mal le gusta el misterio, concluyó, y esa tesis vecinal lo dejó despierto hasta muy tarde.
Despertó muy cansado físicamente, su cuerpo acusaba recibo del peso de la edad con sus achaques, pero el interés por la producción de bastones era más fuerte. Insistió en internarse, nuevamente, el bosque era demasiado fascinante para él en esos momentos, el imaginario arbóreo había irrumpido en su vida y lo energizaba, ahora sentía o recordaba que ese siempre fue objetivo estratégico, ser seducido por una red rizomática, que era la que lo impulsaba a la cosecha de bastones.
Esta vez no sintió ruido de corte de madera, quizás porque su presencia del día anterior hizo desistir a los ladrones de madera. Seleccionó algunos palos de otras especies, quería encontrar luma y tepú, aunque estaba abierto al abanico de ofertas que el bosque exhibía en su diversidad. De pronto sintió algo de hambre y se sentó en el tronco de un coigüe caído a comer una de las manzanas que había traído de colación. Estaba en ese trance, paladeando esa acidez profunda de la manzana sureña que arruga la cara; cortaba pequeños trozos con su cortapluma, prefería comerla en pequeños cortes, para proteger su dentadura; cuando de pronto sintió un aroma ahumado en las cercanías. Al parecer alguien estaba haciendo una fogata. Intentó dirigirse al lugar del fuego, pero no pudo orientarse. Instintivamente apretó con su mano la cacha del cortapluma y con la otra mano se afirmó bien en uno de los palos elegidos, como si se preparara para una embestida. Limpió su arma blanca con el guante de cabritilla y el aroma frutal invadió sus fosas nasales. El olor a humo había desaparecido, quizás por la intensidad del otro aroma o porque los propios árboles imponían su registro odorífero invasivo, no pudo saberlo.
Ese día volvió más temprano, pero con una cosecha algo más definida.
Percibía con preocupación que el bosque tenía otro u otros habitantes, no estaba solo. Algo muy valioso para él era experimentar la soledad como un derecho personal, y que algo o alguien, arbitrariamente, rompiera con eso, le era insoportable. Una sensación de vulnerabilidad lo embargaba y neutralizaba su energía vital. Esa noche reflexionó tomando un mate junto a la estufa a leña, había comenzado a llover y el golpeteo del agua sobre el techo de zinc le servía de correlato sonoro a sus pensamientos profundos. Y esa persistencia líquida de la lluvia le comunicó en su fuero interno que debía insistir con sus idas y venidas al interior del bosque, que había una tarea pendiente que realizar. Mantener la continuidad era la gran lucha del momento.
En la mañana cuando pasó al negocio de Ruiz a comprar frutos secos, éste le preguntó sarcástico si había visto al chucao, que es un pajarito agorero que habita el bosque, lo que evidentemente era una señal que había que tomar en cuenta, porque en verdad no lo había visto, pero había sentido su silbido huidizo.
Ese día comenzó a llover torrencialmente, al interior del bosque el temporal se sentía muy distinto a lo que sería padecerlo en plena pampa, simplemente funcionaba de otra manera ese sistema arbóreo que le parecía apasionante y hermoso, aunque también podía ser amenazante. Debía tener cuidado porque podía caerle una gran rama o un árbol completo, tronco incluido, era parte del peligro. La regla decía que no hay que entrar al bosque cuando el clima está así, cuando hay chubasco no hay problema, incluso es costumbre acopiar leña los días en que el agua cae a modo de chubasco, sin tormenta asociada. La ropa de agua le incomodaba un poco, pero lo protegía convenientemente. Quería experimentar la sensación amenazante de esa floresta en ebullición que era la base de la vida insular, más que el mar, pensó.
Se topó con un renoval de tepúes y los encontró muy interesantes como oferta, tenían una rugosidad y una línea sinuosa muy conveniente para lo que él los necesitaba, pero era difícil transitar por ahí, porque tendían a crecer horizontalmente, creando una especie de segundo piso boscoso. Y de pronto sintió murmullos desde el interior, que se colaban entre el ruido que producía el viento al mover el follaje, quizás, imaginó, el mismo viento levemente huracanado servía de conductor de voces que provenían de la espesura arbustiva más profunda. Era probable que había llegado el momento de asumir que el bosque era un universo mucho más complejo que lo que siempre supuso, primero que nada era un mundo vivo y dinámico y, lo que era más inquietante, con leyes propias.
Decidió abandonar el bosque cuando percibió que iba a tener problemas con el barro en el camino de vuelta, también se dio cuenta que la nueva especie arbórea que incorporaba a su cárdex exhibía curvaturas para el mango, distintas que los otras varas que eran más angulosas.
Estuvo dos días sin ingresar al bosque, dado el clima adverso, esperó hasta que parara algo la lluvia y el temporal se disipara. Además, no quería exponer su salud, que comenzaba a sentir los rigores del tiempo malo. Tomó mucho café, mate y algún vinito, mirando el mar por un ventanal que daba al mar interior, paradojalmente al este, por lo que se veían los volcanes. En esa parte de la isla la costa coincide con la cordillera. Por la ventana oeste vio pasar al vecino con sus ovejas y le llamó la atención que su bastón parecía más bien un palín o un báculo, esta observación le sirvió para agudizar su diseño en relación a sus propios garrotes abastonados, porque todavía no tenía uno listo. Decidió en ese momento, con cierta urgencia existencial, terminar uno y someterlo al uso diario, al menos para asumir esa especie de prótesis o tercera pierna. Insistió con una rama de ciprés que tenía la curvatura deseada y con el cuchillo de monte, la escofina y una lija fue dándole la forma requerida.
En la tarde, tirando para la noche, tuvo algo que podría ser denominado un bastón. Trabajó en la leñera de su casa, la que también usa de taller improvisado y hasta de bodega. Supuso que le faltaba un barniz o cera de abeja, pero eso lo dejó para otra ocasión, simplemente dio unos pasos por fuera de la casa con su nuevo diseño doméstico, para mejor desplazarse y se sientió mejor consigo mismo. Esa noche durmió un poco mejor y soñó con follajes y altos pastizales, y con una luz que lo enceguecía que se colaba entre las espigas del pasto miel, como una celosía. También se le apareció una especie de brujo tribal que portaba un cayado de pastor legendario, pasado por la imaginería del cine. Y con esta garrocha pastoril lo tiraban del cuello y era obligado a participar de un sacrificio; aún así no tuvo el carácter de una pesadilla.
Al otro día amaneció nublado, sólo había una llovizna persistente, y se lanzó al bosque como quien se tira a un precipicio, esta vez provisto —orgullosamente— de su bastón, además del morral, su cuchillo de monte, las consabidas manzanas y pana amasado que le proveía su vecina la Berta, quien de vez en cuando se preocupaba de su salud alimentaria. Esta vez llevó fósforos y algo de paja seca, porque pensó que debía intentar hacer un fuego, a pesar de la humedad. Esta vez era muy temprano, estaba todo muy embarrado, pero a medida que se fue internando sintió que la humedad y el barro se iban disipando. En una especie de claro que encontró decidió construir una especie de guarida con ramas y palos, como una tienda hechiza. Eso lo entretuvo gran parte de la mañana y cuando estuvo más o menos listo hizo un fuego en su interior, una especie de fogón que incluía un trozo de tronco como asiento. Incluso le dio la energía para calentar un poco de agua y tomarse un mate. La ruca, como la llamó en su fuero interno, se llenó de vapores que no era otra cosa que la humedad ambiente interceptada por el calor del fogón.
Después de un rato de reflexión tomó su bastón y se incorporó, había llegado la hora de buscar árboles para una cosecha razonada y más masiva de palos bastoneros. Y justo en ese momento apareció un perro que se puso entre él y el fuego, lo miró con seriedad, sin esa efusividad del perro que anda necesitado de cariño ni con esa agresividad que los hace peligrosos, más parecía tenía un aire como de guía o explorador. Era un perro serio, café oscuro, tipo pastor, de esos que no se caracterizan por ladrar y que tampoco buscan aceptación, eso se percibía con claridad, era un perro autónomo, si se puede decir así. Imaginó que tenía un amo que lo había formado así.
De pronto sonó un trueno vigoroso que anunciaba la continuación de la lluvia. Miró hacia arriba y notó que aumentó el ruido de la lluvia por el golpeteo del agua sobre el follaje. El perro había desaparecido. Notó que la ruca podía ser mejorada con algunas hojas de nalcas, cuyas hojas eran un buen techo para el bosque profundo.
Estaba en estas preocupaciones y devaneos cuando sintió que lo tiraban violentamente del cuello con un palo que tenía una curvatura enorme. Fue tan fuerte el tirón que perdió el conocimiento por unos instantes.
Al abrir los ojos nuevamente, en un lapso de tiempo que le pareció larguísimo se encontró en una especie de ramada, como las que se hacen en los campos en fiestas patrias, había un hombre barbado vestido con ropas viejas y haraposas, y con un sombrero que lo hacía parecer un espantapájaros, quien calentaba una tetera llena de hollín en una fogata, y que portaba un mate en su mano, y junto a él un gran bastón, con el que supuso fue reducido.
Antes de preguntar nada el hombre le dijo, irónico y tajante:
–Así que andas buscando palitos en estos parajes, al menos no eres tan maldito como los que vienen a robar leña.
El bastonero sólo atinó a preguntarle quién era él y dónde estaba. La respuesta era obvia, estaba en lo profundo del bosque. En un claro, de esos que hacen los que deciden sobrevivir en su interior.
–Yo soy un habitante de acá adentro, vivo acá hace años. Me llamo Checho, llegué a vivir acá hace años, yo vengo de la ciudad, igual que tú, a mi me echaron de allá cuando los milicos se levantaron, en la época del Chicho, yo alcancé a arrancarme para acá y me refugié desde entonces en este bosque del sur. Aquí descubrí que se puede habitar este lugar, a pesar de la presión de los lugareños que lo devastan. Ellos creen que soy una especie de duende o brujo, porque acá la gente es muy supersticiosa, lo que también me protege de la maldad instintiva e ingenua del vecindario, que maltrata la floresta. Eso me enfurece.
Y el hombre seguía hablando para sí mismo, como si no hubiera nadie cerca de él. Ni siquiera le convidó de su mate al bastonero, que no sabía a qué atenerse. Se incorporó con ligereza se sacudió las hojas y ramas que tenía adheridas a su ropa, y observó detenidamente a la persona que se había identificado como Checho. Éste seguía hablando sin tomar en cuenta a su interlocutor.
Checho le comentó, además, que había decidido reparar en él, porque necesitaba algún cómplice en el pueblo, que él había habitado otros bosques cercanos en otros villorrios de la región, pero que hacía ya tiempo estaba en este que le parecía muy habitable, porque había buenos renovales. Le ofreció un par de palos de muy buena calidad, uno de melí y otro de ciruelillo que estaban muy bien tratados, es decir, cepillados y labrados. Don Checho insistió en que de repente necesitaba abastecimiento, sobre todo de mate y fósforos, y de pronto algún traguito, no más, y que lo había elegido a él porque le parecía de confianza y con la sapiencia suficiente, como para entender que se puede habitar un bosque austral, y que hay que usar cierta técnica y estilo para ello. El bastonero estuvo de acuerdo y el hombre se despidió de él diciéndole que debía internarse por una red de tepuales que le interesaba conocer bien y que se comunicarían en otra ocasión para recorrerlos juntos.
Y de pronto se encontró solo siguiendo una huella que no conocía, empapado, que lo condujo hasta el camino costero que daba hasta su casa.
Pasaron un par de días de sopor y de trabajos indoor con algunos palitos que tenían la posibilidad de abastonarse. Y de pronto, en uno de esos días regularizados por los chubascos y nublados persistentes, sintió de pronto un fuerte golpeteo en su puerta, era la vecina de al lado, la Berta, que venía con un caldo de pollo reponedor en una ollita negra de hollín.
–Vecino, no puede a su edad andar exponiéndose en días que hay temporal, no ve que se resfría. Ahora se ve mejor de la fiebre, como que le están volviendo los colores.
El aludido agradeció el almuerzo a la vecina y aprovechó de hacerle algunas preguntas sobre el barrio, concretamente sobre las tramas o redes vecinales y parentales de la comunidad que lo confundían por su genealogía arborizadora (se lo dijo en esos términos oscuros). Necesitaba entender cómo funcionaba el sistema de comunicaciones locales, para moverse en la comunidad y mejorar su desplazamiento. Berta sonrió y le comentó que había mucho paño que cortar y que esa conversación duraría muchos mates. Recuerde que se vino mucha gente del norte para acá, le dijo, muchos vienen a esconderse de cosas del pasado y otros a exhibirse como pavos reales. Insistió en que se dedicara a los bastones, porque los viejos de la comunidad los necesitaban, y que, por otra parte, no podía andar hablando con los muertos, no ve que puede quedarse al otro lado, concluyó alejándose.
El vecino tuvo que recalentar el caldito de pollo y se lo tomó observando detenidamente una antigua embarcación pesquera que cruzaba el canal, que parecía una casa de madera, con toda esa humareda que produce la estufa a leña.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Bastonero de aldea
Cuento de Marcelo Mellado
Publicado en LA ANTORCHA MAGACÍN, 9 DE JUNIO 2024