Decir que esta nueva antología de Mario Meléndez, es de alto vuelo, podría
sonar a frase transitada para colocar un elogio; a menos que ese vuelo lo
pongamos en contacto con una de las referencias fundamentales de la poesía
chilena: Vicente Huidobro y su libro Altazor, que supo llevar el nombre
provisorio de Viaje en paracaídas. Uno de los primeros libros de Meléndez porta
en su título con el oxímoron de Vuelo subterráneo y empieza con un poema
dedicado justamente a Huidobro, a quien Meléndez homenajeará en varios de sus
textos. Incluso en este poema hace un traspaso de voz para que escuchemos a
Huidobro autoelogiarse con imágenes inusitadas y grandilocuentes propias del
personaje: “soy más inmortal que las agujas/ y en mi boca suspiran las estrellas”.
Siguiendo el tema del vuelo, digamos que este barrilete (“volantín” en Chile)
tiene mucha cola. Es uno de los puntos que considero importante en la poética
del autor de El mago de la soledad, su relación con la lírica de su país, que lo
antecedió -Huidobro, Neruda, De Rokha y Jorge Teillier, entre otros. Pero al
mismo tiempo que entronca con esa reconocida tradición, la singularidad de su
voz lo instala en lo que O. Paz llamó la tradición de ruptura; y aquí aparece una
figura primordial de la poesía: la paradoja, ya que se rompe con una tradición
para ensanchar otra.
Esto, lejos de aludir a una influencia malentendida como mero calco, tiene que
ver con lo que portorriqueño Ángel Flores, quien hizo la primera traducción al
español de La tierra baldía de Eliot en 1930 llama en su prólogo “influencias
destiladas”. Pienso en imaginarios que interactúan con zonas con fronteras
imprecisas; y se retroalimentan; en suma, una circulación de formas que
habilitan aquellos elementos que ya están latentes en aquel que las recibe.
Otro de los logros de la poesía de Meléndez, es que se sitúa en el cruce que
instalaron las vanguardias latinoamericanas de los años 20, entre la innovación
formal y la búsqueda de identidad, sin caer en la mera modernolatría. De ahí que
convivan en su antología el gesto disparatado del Dadá y la prosopopeya del
ultraísmo que da vida a cosas inanimadas (como esa escoba que “gime en las
noches/ mientras barre el polvo de la soledad” o unos tomates cortándose las
venas), y lo vernáculo en textos como “Guacolda”, la esposa del líder mapuche
Lautaro y “Que salga el indio entre las piedras”, entre otros.
Está claro que en los libros que integran esta recopilación subyace un planteo
que expresa una lucha de contrarios: Eros y Thanatos; Parranda y funeral, diría
en uno de sus títulos nuestro poeta José Antonio Vasco; o usando palabras del
guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, una poesía “de mortaja y pañal”. Ya que,
si por un lado el espejo refleja al circo, la frase socarrona, las burlas de la
desdentada, los gusanos parlantes de la Parca y cierto humor zumbón, aquel que
mira en esa superficie pulida se topará también en su reflejo con el gesto grave y
la pesadumbre del que sabe que hay un final. Lo dice mejor Meléndez en el título
de uno de sus libros: La muerte tiene los días contados, (claro, los nuestros, no
los de ella) que escribe el poeta tiene los “pies helados” y “cuerda para rato”.
De modo que la muerte –y en menor medida otros tópicos como las palabras, la
infancia, el silencio, la locura y la figura de Dios- pasa a ser el eje central de El
mago de la soledad, convocando a las imágenes de mayor peso: “Eva guardaba
sus muertos/ besándolos en la boca”… “la muerte pidió que la cremaran/ y
esparcieran sus cenizas/ sobre todos los vivos”; a las que se agregan escenas de
desgarro como en el poema “Sr Pessoa”, donde anota: “la mano que mece la
cuna/ fue cortada por un tren de carga”, o haciendo coro con el vozarrón de
arenga de Pablo de Rokha, en un poema que le dedica, lleve en su brazo en alto
“El verso degollado a la luz de los infiernos” Estamos hablando de uno de los
núcleos más trascendentes de la poesía universal: lo efímero, el tiempo, esa
muerte que Gabriela Mistral llamó (“la empadronadora”). De ahí que sea difícil
para cualquier poeta un abordaje sobre ese eje con cierta originalidad. Sin
embargo, Meléndez se instala en este núcleo con rango de obsesión martillando
una y otra vez –sobre todo en sus libros La muerte tiene los días contados, Jardín de escombros y Partitura para aves de mal agüero- para aunar imágenes
contundentes ligadas al ritual funerario. Tema al que suscriben casi todos los
poetas de Chile, del Neruda de “Solo la muerte”, al Gonzalo Rojas y su libro
Contra la muerte, y Enrique Lihn con su obra póstuma Diario de muerte y
Armando Uribe Arce (1933) cargando al hombro su volumen de Los ataúdes (se
dice que en 1998 Uribe reclamaba su muerte y se encerró a esperarla en su casa
donde vivió enclaustrado hasta su deceso en 2020).
Pero de todos los referentes me interesa subrayar aquí otro autor del país
trasandino, a Oscar Hahn (1938) con su libro editado en 1977 y considerado un
clásico de las letras chilenas: me refiero a Arte de morir, aquel de “la muerte
tiene un diente de oro” y “está sentada a los pies de mi cama”, y por fuera de este
libro, uno de sus textos más logrados: “Hueso”.
Pero cuidado. La poesía de Meléndez no le va en zaga a ninguna de estas
referencias que enuncié con el sólo ánimo de darle una ubicación temática; de
subrayar un punto de convergencia de la poesía chilena. Ya que su voz resuena
con pecho propio (diría Vallejo), pasa del coloquio a la imagen visual, del tono
narrativo a la escena onírica, de la frase popular a la cuerda social (“La playa de
los pobres” o “Abrígate, Gladys”, dedicado a una destacada dirigente
comunista); va de la parodia y el grotesco, con un lenguaje de textura
surrealizante engarzada al absurdo. Su escritura se vale, también, de numerosas
referencias culturales, ya que El mago de la soledad guarda una sala de espejos
deformantes que parece salida de un cuento de Bradbury, y que página a página
es visitada por un desfile de personajes que entran a una especie de feria, parque
de diversiones, con algo de aquelarre y carnaval: Marilyn Monroe, Miles Davis,
Elvis Presley, Van Gogh, Kafka, Picasso, Cervantes, Rimbaud, el Marqués de
Sade y, aunque Meléndez no lo nombra, ahí está también Nietzsche anoticiando
por un altavoz que Dios ha muerto. Hay también numerosos poemas cortos en
este libro, un formato con el que el poeta logra una mayor condensación de
sentido.
Por otra parte, si bien la muerte capitaliza la mayor parte de los textos de este
libro, hay como dije otros temas a saber: la locura, la infancia, la injusticia
social, el silencio, las palabras, Dios. Sobre las palabras dice en un poema: “la
lengua habla a través de sus recuerdos… se hace entender a cucharadas… La
lengua habla aunque se llene de hormigas/ aunque se pudra”, seguirá cantando y
ladrando.
Por su parte, su alusión a un Dios está lejos del “altísimo” que enunciaba el
Huidobro de “el poeta era un pequeño Dios”, dado que el hablante aquí no es el
poeta oracular, cósmico y altisonante de Altazor, sino una voz que desanda el
camino pedregoso de los días y habla desde lugares precarios. Un Dios entonces
más terrenal, descuidado, callejeando junto a su compañera de juegos, la muerte,
a ratos ingenuo, a ratos desorientado, pintando “grafitis/ en las tumbas de los
niños muertos”, escribe Meléndez; “peinando a sus muñecas en un patio
abandonado” o metido en labores extrañas. En el poema titulado “N. N.”, el
poeta anota: “Qué tipo tan raro es Dios/ a veces pasea a su perro/ adentro de una
fosa/ ¿Estarán los huesos de su hijo acaso/ o los de su verdugo?”
Los juegos de sentido, los contrastes entre sueño y realidad, la sobrevida y la
finitud, lo palpable y sus espectros, nutren los momentos más logrados del libro
en poemas como “Crónicas de un circo pobre”, “Apuntes para una leyenda” y,
entre muchos, “Nadie nos enseña a morir”.
El valor de la poética de Meléndez, creo yo, no sólo radica en cómo tensiona los
polos vida-muerte, sino en modelar un lenguaje en base a lo trastocado, lo
desconcertante; vale decir, esa puerta a las transfiguraciones que posibilita a la
poesía abrirse a múltiples significados y cantar sin desmayo, como dice
Meléndez en uno de sus poemas, “para que se oigan más fuertes los gritos del
silencio”.
Jorge Boccanera y Mario Meléndez durante la presentación en (SADE) Sociedad Argentina de Escritores, Buenos Aires, 9 de agosto de 2024.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La poesía del chileno Mario Meléndez: diálogos con la muerte.
(Presentación de su libro "El mago de la soledad", 9/8/24, Bs As).
Por Jorge Boccanera