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Guerra, celebración y espectáculo

Por Marcelo Mellado
Revista Viernes de La Segunda, 25 de julio de 2014



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En una guerra, al igual que en un certamen deportivo o en un negocio, siempre hay alguien que celebra un triunfo. Luego viene la humillación de las víctimas o de los perdedores. En estos tres sistemas de acción hay alguien que ataca y otro que se defiende, y por cierto, la estrategia y las tácticas que definen el escenario de las operaciones, el campo de juego o el mercado, correspondientemente.

Uno se imagina que luego de la operación con misiles que derribó un avión comercial en Ucrania, con 285 pasajeros, hubo unos cuantos operadores militares que al menos tuvieron una sensación de logro cuando el objetivo fue alcanzado. Lo más probable es que se hayan abrazado o alguien debe haber felicitado a otro alguien. Lo mismo es imaginable con la ofensiva israelí en Gaza.

En este contexto, triunfar es un crimen. Podríamos exponer delirantemente la tesis de que la cultura exitista o ganadora a la que hemos sido expuestos todos estos años, que proviene de las estrategias de la guerra o de los juegos y planes de negocios que la representan, promueve la voluntad de crimen. Y lo que es clave en ese proyecto, es la extensión de la situación de guerra, incluída la administración del llamado daño colateral, porque luego viene la política con las necesidades de las víctimas o de los derrotados, que también es parte del negocio.

Hoy día, después de las Torres Gemelas, las guerras parecen despolitizarse y convertirse en un gran espectáculo reticular, son morbo puro. De hecho reviso en internet unas fotos que muestran cadáveres de los pasajeros del vuelo Malasya Airlines; también vi supuestas imágenes del interior del avión poco antes del impacto.

Lo más importante de los actos de guerra es el desprecio por los inocentes, esa es la definición misma de la guerra, la que sólo se justifica si hay inocentes cerca, de lo contrario no cumplirían su objetivo. Lo decimos simulando frivolidad, pero el porno humanitario de la guerra es eso, la muerte de la inocencia. De otra manera no se explican los bombardeos de siempre contra la población civil en la guerra moderna.

El momento patológico más felíz de un soldado es cuando se saca una foto con el cadáver de su enemigo, sonrisa incluida; una selfie en su iphone que puede compartir con sus amigos. Enterrar a los muertos, por lo tanto, es parte del espectáculo ideológico celebratorio, aunque esto es una redundancia. La imagen banalizada del llanto de una madre, junto al cuerpo de su hijo, ya no significa nada o muy poco.

A mi hijo y a mí nos gusta la guerra, nos fascina su diseño y la ficción implícita, llena de acontecimientos y aventuras levemente heroicas. A él le gusta la Guerra del Pacífico, como hito arcaico y como una épica particular liberada del correlato histórico político. A mí me gusta la guerra pasada por el espionaje, la del personaje anónimo y civil que debe esconderse en una ciudad ocupada, y que es perseguido por los nazis, como Leopold Trepper, el gran espía al servicio de la URRS. Y que en algún momento celebra la liberación. Pero esa guerra es otra, es la otra novela moderna, la que ya se terminó. Ahora, el horror ni siquiera pasa por la mala literatura, pasa por la abyección narcisista del humanismo.



 



 

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