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Aborto implícito

Por Marcelo Mellado
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Cuando era profesor de adolescentes complicados en una ciudad costera neutralizaba su comportamiento con juegos de agresividad verbal. Recuerdo haberles dicho cosas como "aborto fracasado" y otros enunciados relativos a embarazos no desados, los que luego funcionaban como apodos. Era nada de pedagógico, sobre todo porque eran cabros en el límite de la orfandad, pero era efectivo a la hora de reflexionar sobre la existencia humana. Como yo también me involucraba como una posible víctima de abandono -lo que era parte de la ficción- no tenía un efecto negativo sino más bien de complicidad tribal.

Los efectos del aborto, dicen las que han estado en ese trance, son devastadores; ahora, el efecto del no aborto lo lamenta el vecindario al soportar a tanta basura que comparece en la esquina, dicho así como a la bruta. Obviamente, decir esto no es ni política ni cultural ni periodísticamente correcto, pero ante el inicio de un debate que debió haberse dado hace mucho, el escenario retórico debiera ser muy diversificado y dinámico, asumiendo componentes de una violencia y amargura infinitas.

Era impensable, hasta no hace mucho, llegar a donde estamos con este tema. Todos opinamos y tomamos posiciones, como si el asunto nos perteneciera y como si fuéramos una comunidad madura habitando en un país democrático. Se dieron varias condiciones, políticas y de las otras, objetivas y subjetivas, para que una presidenta manifestara que apoyará alguno de los proyectos que se han presentado para despenalizarlo. La iglesia, me parece, está en uno de sus momentos más débiles como institución, su peso moral decayó tanto que el poder de veto que alguna vez tuvo ya no corre. Los abortistas parecen haber ganado terreno, aunque los sectores que lo rechazan, la derecha conservadora fundamentalmente, se movilizan haciendo una campaña frontal en la calle. Y metiendo miedo.

La discusión sobre este homicidio simple, recordando un ensayo de la italiana Natalia Ginzburg, que aunque legítima el aborto no niega que se esté matando una posibilidad, se tiñe de ideología e histeria política. Aquí la llamada cuestión valórica y las creencias religiosas juegan un rol clave. Tampoco se trata de ponerse pragmáticos y optar simplemente por la perspectiva sanitaria, ni de plegarse a la soberbia placentera del discurso feminista que hace rato esperaba el momento para pararse ante las viejas conservadoras. Me da la sensación morbosa de que esta decisión surgió de ese círculo de amigotas cómplices, progres y mujeristas que rodea a la Michelle.

Pero me da lata hablar de un tema que ya está hablado, es decir, decidido posturalmente. Lo más probable es que habrá una discusión ciega y cínica. Hay un especialismo galopante y sesudo que opera a nivel de medios y que nutrirá la discusión parlamentaria. Tenemos que apurarnos con esta cuestión antes de que acontezca el Mundial. Yo mismo voy a dejar de pensar en el aborto y en la reforma tributaria y en la educacional (pido disculpas, pero no puedo evitarlo) cuando me vea obligado a ver los partidos como ya tenemos planificado con Mano de Monja, en su casa del cerro Monjas. No quiero parecer poco serio, pero siento que el asunto no me compete del todo, aunque me importa y mucho. En un país en que la masculinidad es evasiva y ausente, el trámite abortivo es un capital doloroso difícil de compartir; le pertenece a un otro que es una otra. La masa sanguinolente que se va es el triste reverso del sujeto indeseado que me amenaza (y a las instituciones) porque carece de capital simbólico. Tanto la orfandad como la no paternidad efectiva y el abandono se tiñen de la nostalgia del embarazo interrumpido.



Imagen: Consuelo Amenábar



 



 

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