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Sobre libros, lectura y piratería[1]
Por Alberto Moreno
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La razón pública estaba perturbada como después de los grandes trastornos de la naturaleza.
Gente de espíritu quedó idiota para toda su vida.
Flaubert, La educación sentimental.
De los motivos de la triste condición de nuestra cultura, no se culpe a nadie en particular. Nos viene desde hace tanto tiempo, que hoy es imposible conocer ese origen, y su huella se pierde allá, en la “espesura de la historia”. Es como la repetición hasta el sinsentido de esa mitología criolla que pregona que los chilenos “son gente seria y honrada”, o que en este país la mayoría somos “blancos, occidentales y católicos”, lo que podría leerse como una perfecta trilogía del autoengaño o la identidad negada, desde donde surge una subespecie de naturales, o huachos, todos muy mal educados.
Abriendo una pequeña ventana en el opaco panorama que ha devenido nuestra cultura, es factible pensar que la precariedad que nos embarga hoy, pasa, en gran medida, por la ausencia de libros y la capacidad de leer. Este es sólo un punto de partida.
Brevísima micro-historia local. Hasta hace dos o tres décadas, en las casas había bibliotecas con libros (sic). Si, es cierto, no era extraño ir a cualquier rincón de la ciudad, por más humilde que fuese, y encontrar en las casas, libros de toda especie: novelas, cuentos, historietas, añosos y/o deshojados poemarios, atlas políticos, geográficos o regionales, enciclopedias, colecciones sobre viajes y aventuras, las más variadas revistas de todo tipo y para todo gusto; de tejidos, de cocina, sobre mecánica popular, relatos de misterio o policiales, e incluso ejemplares de pequeño formato “para intercambio”, de las infaltables series rosa.
Pero, lamentablemente, así como otros hechos sociales notables de antaño, esas bibliotecas familiares y la tradición de leer, no sobrevivieron al feroz asalto del mundo militar, ni al posterior asedio del mercado de lo desechable.
Junto con la existencia de libros en las casas, ocurría otro fenómeno cultural de primer nivel. Recordemos los viejos establecimientos de educación pública, aquellos identificables con letras y tres dígitos (la DN 403, por citar una): en ese espacio se leía libros, obras literarias de autores relevantes en Chile y el resto del mundo. Hay generaciones que guardan recuerdos de valiosas lecturas de los años 60, `70 y hasta mediados del `80, donde era uso corriente leer en escuelas y liceos del país obras de Francisco Coloane, María Luisa Bombal, Carlos Droguett, Manuel Rojas, antologías de Ray Bradbury o E.A. Poe –para el caso del habla inglesa-, o José E. Rivera, Rómulo Gallegos, Oscar Castro, y a poetas notables como Gabriela Mistral y Federico García Lorca, entre muchos otros memorables escritores.
Se leía libros completos, literatura[2]; además, aún no se llegaba al despropósito generalizado de insistir en obras escritas exclusivamente para adolescentes. Detengámonos en esto último. Hoy prevalece en las aulas de educación básica y media, la industria editorial dedicada a lo infantil o juvenil, con sus extensas -y dudosas- colecciones de autores por encargo. Sin duda que este es un factor que influye en la mala educación actual y el bajo nivel cultural de la población. Este tipo de empresa editorial no es inocente, pues no sólo reemplazó -con un pobre y frágil contenido- a la “gran literatura”- sino que además, se transformó, a paso lento y seguro, en el excelente negocio de unos pocos.
Entonces, surgen dudas ¿Por qué menospreciar a las nuevas generaciones con toda una subcultura literaria que empobrece el género, y cuya lectura pasa sin pena ni gloria? ¿Quién decide que los más jóvenes en la actualidad no están capacitados para leer un libro completo de los grandes novelistas o cuentistas latinoamericanos?, y en paralelo ¿Es ético obligar a las familias de los estudiantes a comprar colecciones completas de ciertas editoriales españolas, dudosos “barquitos” que navegan libre y lucrativamente por las aulas nacionales? Esa es una mala práctica, respaldada desde arriba, políticamente, y que está consolidada desde hace un par de décadas en nuestro medio.
Hoy, los “educando” chilenos, leen escasamente, y de pésima calidad, y ese es un hecho categórico e irrefutable.
En lo personal, fueron sorprendentes e inolvidables lecturas como Hijo de ladrón, El bonete maulino, La última niebla, El árbol, Eloy, o Niebla, a los quince o dieciséis años. Son historias, texto y contexto en el tiempo y espacio, donde sus protagonistas…oh, paradoja!, son seres humanos, y por tanto te hacen sentir, ver y creer en asuntos relacionados con ese infinito mundo de relaciones entre hombres y mujeres, sus costumbres, lenguajes y secretos por revelar.
Lo que hoy nos llega masivamente de la industria editorial de países anglosajones es de baja calidad; una parte no menor de esa producción literaria –la que hace eco entre lectores jóvenes-, son sagas por encargo, con base en mitologías recién creadas, sobre dudosos mundos habitados por jóvenes y apuestos vampiros o vampiresas, llenos de glamour para adolescentes, todo ultra light, sin peso específico, dos entregas por año, y que gozan de gran popularidad, amparados en adaptaciones al cine de Hollywood, es decir, es literatura desechable, sobre mundos deseables, para seducir cabezas y corazones muy susceptibles, con una exagerada publicidad que rinde culto a la fama y popularidad, como fines últimos. Desde hace largos años, vemos un rechazo generalizado hacia la buena literatura, hacia la cultura de los libros, y a ese ejercicio silencioso y paciente, de contar historias. Y de comentar luego esas historias con los amigos, de recrearlas e interpretarlas, espacio propicio a la imaginación y expansión del lenguaje, donde se ilustran y matizan los aprendizajes y descubrimientos.
En este presente, entregado a la mediocridad del consumo de tele-realidad, con la telefonía móvil y sus interminables derivaciones, invadiendo el espacio público y privado de niños, adultos y ancianos, las cámaras de vigilancia instaladas en cada esquina, en fin, sumisos ante esa “realidad virtual” enajenante e hipnotizadora, donde no hay tiempo para leer libros, todo ocurre muy de prisa, y nadie se detiene a respirar, ni menos mucho menos, para leer un libro.
Es la perversidad del desarrollismo tecnológico y su falaz revolución: generar cientos de nuevos productos, fetiches, pastiches culturales, que malgastan el tiempo y los recursos de las personas, en un proceso ultra-acelerado y carente de sentido común y lógica, excepto, la sistemática prolongación de la riqueza de las grandes compañías, ante la pasiva sumisión de las masas.
Inmersos en esta temporalidad unidimensional[3], poco o ninguno es el lugar destinado a la lectura, al asombro del universo que hay esperando en los libros, y sus voces diversas, múltiples y sapientes, que nos muestran los derroteros de las diferentes sociedades humanas a través del tiempo.
Y mienten una vez más los demagogos políticos y sus gobiernos del Statu quo, pues si el incentivo fuese realmente hacia la lectura y el desarrollo de capacidades cognitivas y afectivas, el panorama sociocultural chileno, sería otro, más alentador, menos asfixiante, y no estaríamos tan cerca del “analfabetismo funcional”.
Como sujetos sociales activos y disconformes con este horizonte, reivindicamos el estatus histórico del libro, su prestigio social en la formación de las personas; es por esto que demandamos más libros y la vuelta de la gran literatura a las aulas, a las bibliotecas públicas y al hábitat cotidiano. Para una mejor educación. Por una cultura más digna. Tenemos ese derecho fundamental, y puede ser el primer paso hacia algo extraordinario.
Sucumbir pasivos ante el mercado y su ceguera cultural, está a la vuelta de la esquina. Resistir hoy al embrutecimiento, desde los libros y la lectura, es una opción necesaria, e impostergable.
Santiago, otoño 2015
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Notas
[1] (Una primera versión de este escrito, acotado, apareció en la revista MALA, edición Nº 1).
[2] Sobre el 19% del IVA, y el altísimo costo de los libros en nuestro país, -sumado a la inexistencia de una editorial pública-, no hablaremos acá; pero sabemos que está claramente identificada y documentada su incidencia en el bajísimo índice lector de los estudiantes chilenos (y de la población en general), factor que atraviesa todas las etapas de instrucción formal, pues ocurre en básica, media y superior. Esto devino en un panorama poco alentador, donde muy pocos leen en el país, y al interior de las familias, -padres, hijos, nietos-, ya “no hace sentido” que los libros y su lectura sean una herramienta importante dentro de la formación del carácter de las personas.
[3] En el sentido de la definición que nos legara Marcuse.