“Quizá sea Jaime Laso el escritor más honesto, amable y singular que hayamos conocido. Su amistad iba hacia adentro, penetraba el corazón y era una suerte de mágico intercambio de palabras, de saludos, de regalos”. La cita proviene de la crónica “Jaime Laso en Ushuaia” publicada en 1981 en el diario “Las Últimas Noticias” por el poeta Marino Muñoz Lagos, mi padre.
Jaime Laso Jarpa (1926-1969) formó parte en Chile de la Generación literaria del ´50 (o del ’57 según el crítico Cedomil Goic) aquella de José Donoso, Claudio Giaconi, Jorge Edwards, María Elena Gertner, Margarita Aguirre, Armando Cassígoli o Enrique Lafourcade, entre otros. Su obra escrita de ficción fue exigua; las novelas “El cepo” (1958), “El acantilado” (1962) y “Black y blanc” (publicada póstumamente en 1970) a las que se agrega la recopilación de cuentos “La desaparición de John di Cassi” (1961). Para algunos fue el mejor de su generación, compartimos el veredicto y no logramos entender porqué hoy permanece injustamente olvidado.
Era hijo de los escritores nacionales Olegario Lazo Baeza y Sara Jarpa Gana, el primero militar y diplomático, autor de los recordados “Cuentos militares”. Por su parte, Sara Jarpa publicó, entre otros textos “El prisionero de Schoenbrunn, Vida y amores de Napoleón II rey de Roma”. De sus tres hermanos, sólo Julia (la menor) no abrazó el oficio, en cuanto a los mayores: Hugo fue cuentista y novelista, y Renato (padre de la actriz Gloria Laso) fue militar y poeta.
Entre 1964 y 1966, en su calidad de funcionario de carrera del Ministerio de Relaciones Exteriores, se desempeñó como cónsul chileno en Ushuaia, en la Tierra del Fuego argentina y hasta allá se trasladó con su esposa Inés Budge, con quien nos visitó en algunas ocasiones.
Me empinaba por sobre los cuatro años de edad cuando Jaime Laso llegaba (de paso hacia o desde Ushuaia) a nuestra casa de la Población Fitz - Roy, barrio que marcaba los límites de Punta Arenas en esa década de 1960. Era de esos adultos que a los niños nos caían bien, que nos tomaban en cuenta en las conversaciones y tal vez lo más importante (para un niño), que nos hacían buenos regalos; juguetes, una pelota de fútbol o revistas de historietas, por ejemplo (no regalaba cosas inútiles como camisas, cuadernos o pañuelos). Me acuerdo verlo llegar con botellas de Whisky Grant’s y cartones de cigarrillos Chesterfield para mi padre, hermosos y finísimos chales para mi mamá y para mi, algún juguete maravilloso que iluminaba el universo de esa infancia patagónica, en noches alargadas por la conversación, la amistad y la alegría de este siempre bien recibido visitante. Nos entretenía con sus historias en Ushuaia, ciudad que en mi mente infantil era como una gran tienda de juguetes. Es de imaginarse ahora a dicha localidad en ese tiempo, sólo algo más que una base naval con un régimen de puerto libre para incentivar la radicación de nuevos habitantes y un pasado penitenciario que en la actualidad se explota turísticamente, pero que hace cincuenta años era una herida abierta.
Prosigue mi padre en su crónica de 1981: “Una noche de nevazón y ventarrones del oeste, alguien golpeó a nuestra puerta. Al abrir era Jaime Laso en invierno y en persona. Por el entre el viento y la nieve nos alargó una botella de whisky, legítima, de a litro, la misma que no nos hemos atrevido a destapar desde esa lejana noche meridional”.
Desde esa noche de los años ‘60, pasando por esa crónica de 1981, hasta este otoño de 2018, triunfaron nuestros candidatos a la presidencia, al parlamento o a la municipalidad, mi padre fue declarado vecino destacado de la Población Fitz - Roy, ciudadano ilustre de la región, hijo ilustre de la ciudad y premiado recurrentemente por su faceta de escritor y, mi madre por su parte, recibió otros tantos galardones por su labor de maestra y vecina. Hemos obtenido licencias de enseñanza básica, media y títulos universitarios, nuestro equipo el Santiago Wanderers salió campeón en dos ocasiones (y la querida “U” de mi madre un par de veces más). Disfrutamos en directo y como propios los goles de Maradona a los ingleses en el mundial de 1986, cambiamos de auto, ampliamos la casa, celebramos 50 años de vida y bodas de oro.
Hemos tenido éstos y otros tantos motivos para reír o para llorar, pero esa botella de whisky, “la que trajo Jaime Laso”, sobrevive en nuestras estanterías gracias a su eterna inmunidad, garantizada por ese pacto no oficializado que se instauró cuando murió este querido amigo en un infame, pueril e innecesario día de 1969. Esa botella simboliza el homenaje a un tipo de los buenos, de esos que casi ya no quedan, uno de los tantos artistas e intelectuales que gracias a mis padres tuve la suerte (y otras veces la no tan suerte) de tratar, quizá no fue el más famoso, pero fue un regalo del destino haberlo conocido “en invierno y en persona” cuando llegó esa noche a nuestra casa de la Población Fitz – Roy, desde donde hoy clamamos por un justo reconocimiento a su magnífica obra literaria.
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El escritor Jaime Laso “en invierno y en persona”
Por Marino Muñoz Agüero