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“La noche no se mueve” de Diego Rojas
(Ediciones Gabardinanegra, 2019)
Por Marcelo Novoa
Poeta, guionista, editor y crítico literario
Doctor en Literatura por la U. Católica de Chile
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La narrativa "realista" de Valparaíso debiera dividirse en dos grandes categorías: aquella que toma sus materiales desde la factibilidad misma de seres y situaciones rescatados en su cotidianeidad; y la otra, que intenta recrearla pero apenas la mimetiza adulterando, a las finales, esa verdad que ansíaba retratar. Entre aquellos se encuentran nombres obligados como Manuel Rojas, Carlos León o Sergio Escobar, mis santos porteños favoritos. Para los demás huelga citar y recitar cientos de cuadros costumbristas o retablos esterotipados que hallaremos en toda feria de artesanías que se precie. Allí campean postales de una bohemia postiza, posters de una miseria pausterizada y demasiadas medias tintas de un podrido pintorequismo pop, el más puro estilo de estos palos de ciego de una prosa siempre al debe.
Pero, qué duda cabe, Diego Rojas y sus relatos La noche no se mueve (Ediciones Gabardinanegra, 2019) claramente se sitúan a la siniestra de esta clasificación, pues no pretenden abarcar el global de lo que llamaríamos "porteñidad", sino apenas rozar visiones fragmentarias y, dentro de éstas, ramalazos de conciencia, hilachas anecdóticas y fogonazos de lucidez que pueblan nuestro imaginario lector con personajes y sus circunstancias (ya se trate de viejóvenes, niñadultas, ociopátas o delirantes comparsas) quienes desfilarán fantasmagóricos e intensamente concretos, a la vez. Y colocan al autor en la senda, estrecha e inhóspita, de las mejores prosas de esta orilla: Víctor Rojas Farías, Néstor Flores Fica o Cristóbal Gaete, para dar con la pista de autores insoslayables al momento de mapear este laberinto con vista al mar.
Por ejemplo, leemos en Escritor de relato negro: "Así son sus andanzas esta noche: sus pies amarrados a la calle, a la luminosidad de las veredas, la que estimula el soñar segundas partes de una vida que se quedó atrás hace varios días." Y esta prosa desgarbada, tal como la gabardina adaptada al cuerpo del ocupante, nos trae lo mayor y lo menor de estos relatos: la vida atrapada al pasar, sin filtros ni retoques. Me quedan en la retina dos textos notables en su construcción de valparamundo: uno, sobre la ignorada vida de la lucha libre amateur, y otro, el infierno portátil de la rutina diaria de un block frente a los acantilados de Playa Ancha. Allí hay pasta y pistas de sobra para nuevas pesquizas narrativas, quizás una novela, porqué no. Y, por cierto, la sutil rajadura del espejo mimético por donde nos vigila lo otro, eso indecible que nos acosa al final de cada relato, como la agria y recurrente boca seca de una borrachera recordándonos que el día siguiente es el de temer.
Enero del 2020