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Ires y venires tras esa palabra / siempre de salida

Por Marcelo Novoa



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«El autor no importa nada; lo que importa es la obra. Usted, como yo,
en un tiempo más vamos a ser cenizas. Pero lo que hagamos de nosotros mismos,
la verdad de nosotros mismos (si hemos sido capaces de seguirla), es lo único que va a perdurar».
David Rosemann-Taub


1.
Intuyo que A. Bresky paga los platos rotos de la poesía porteña. Siendo, sin el menor asomo de duda, uno de los poetas hechos y derechos de nuestra región, pero hasta hoy su relación con los lectores es oblicua, tangencial, tendiendo casi al punto ciego de la recepción y/o crítica local. Pues, por haber coexistido su obra con otros poetas totems o vigías, a saber: Ennio Moltedo, Juan Luis Martínez y Juan Cameron, goza de inconfortable invisibilidad. Y tampoco se nos aparece en la carta volteada luego de la anterior terna, cuando hacen su aparición: Virgilio Rodríguez, Rubén Jacob y Eduardo Correa. Mas no se juzgue a nadie, todavía.

Y lo traigo a colación aquí, pues algo parecido ocurrió en los setentas, con figuras preclaras como Eduardo Embry, Patricia Tejeda o Pedro Plonka. Desaparecidos en acción por inasistencia gremial. Fantasmáticos a golpes de amnesia académica y periodística por partes iguales. Aún a la espera de un sitial en la gran barra conversada de la poesía porteña, casi siempre a oscuras, mezquina con los agazajos, sobre todo si se trata de aquellos poetas que nadie saluda al entrar/salir por propia cuenta, pues “ese no estar del todo presentes ni ausentes”, también propone sus propias cartas de navegación y sus señales de ruta personales.

Retomo, entonces, la figura velada del poeta A. Bresky, quien ha permanecido en un contraplano, hasta ahora; pues la espera por una revisión crítica, profunda y lúcida, pero también, amable, cuidada y generosa como la propuesta en esta magna recopilación, a manos de los jóvenes doctores, Ana María Riveros y Andrés Melis, lo ya es un hecho de la causa. Por ello, solo cumplimos con saludar su poesía reunida: Seguires (Inubicalistas, 2019). El mérito es del autor, por persistir, y también de los antologadores, al insistir.


2.
Estoy en la entrada del Edificio Gimpert, recientemente inaugurado, son los años ochentas y sostengo en mis manos un raro libro raro que alguno de mis compañeros ha encontrado en la biblioteca. Insólito por donde se le mire, pues su formato es apaisado (mucho más ancho que alto) y se debería leer como quien hojea un calendario; incluso me desconcertó su largo título: Estancias seguidas de Fragmentos de El Río, publicado por Ediciones Universitarias de Valparaíso, con el inusual nombre de Adolfo de Nordenflycht; igual que el profesor, alto y ceñudo, con un vozarrón cínico y una presencia intimidante, que unas horas más tarde me daría mis primeras clases de Teoría Literaria. De las clases en sí, hoy no recuerdo con nitidez detalles ni contenidos. Pero un par de nombres rodaron como dados cargados de infortunio lúcido: César Vallejo y Lezama Lima. Citados en clase y, por supuesto, desconocidos para todos y cada uno de los allí convocados. Picado en mi amor propio de aprendiz de sabelotodo, me fui a la biblioteca, donde Iris Santibañez puso en mis manos inexpertas: La Experiencia Americana (también publicada por la misma editora de Nordenflycht y en ese entonces, ¡mi casa de estudios!). Intuyo que debí aferrarme durante meses a esa tabla rossetta de leyes impuras y rigurosas, que me instaba a escribir poesía desde y para la poesía. Mucho más tarde (des)aprendí que ese cascabeleo de nombres me salvó del varamiento en cualquier recodo del río mudo que se volvían muchos de los infinitos conocimientos literarios vertidos en mí, una vez acabado el jornal escolástico de cada día. Cumplo con agradecer aquí, tardíamente como corresponde, por este salvoconducto lector, al profesor Nordenflycht (quien no se nombrará más en este texto, para así dar paso al poeta A. Bresky).


3.
Y luego llegarían a mis manos sus libros de poesía: La señorita sobreviviente (1987) es clara muestra de un poeta hecho y derecho, capaz de convocar imágenes desusadas, algunas francamente hermosas, bajo la aparente calma de una lucidez herida de muerte y dolor.

¡Pactemos!, que sin inconveniente
la insolencia no sea el día de la boca,
¡que vengan los cascos azules de Darío
a controlar la prosa con su tregua!
(El material del verso, pag. 167)

Y en 1994 apareció Persistencia de Usted, que me sigue pareciendo el libro más amable para ingresar a las claves de su poética y dejarse atrapar por la cifra pudorosa del sentimiento amoroso en manos de un hiperlector, donde pueden hallarse versos memorables como estos: “El fatigoso nudo de las heridas / aprieta la carne alrededor de los labios / en que Ud. viene desde lejos / quitándole las comillas a todo”. (III pag. 223). Y retorna con El hilo negro (1997), un carrerón de largo aliento, con 1500 versos libres y rizomáticos, para perderse en la travesía de un par de hablantes desquiciados por la ciudad-laberinto; esfuerzo solo equiparable al desplegado por otros atrevidos poetas porteños, pienso en Guillermo Quiñonez y su Balada de la Galleta Marinera o Pedro Plonka y El viento y la multituden la Metrópoli, o si me apuran al presente, Ennio Moltedo con La noche. Y aunque igual me he asombrado con sus nuevas incursiones que gozan de inusitada actualidad contingente. Me detendré un instante, para volver a tomar respiro y decir algo más de este largo poema que se instala como una fragmentación de relecturas y reescrituras a la deriva, neobarrocamente si se quiere, contradiciendo así la praxis hermética ortodoxa de la modernidad. Pues implicaría una invitación a descolonizar la consciencia latinoamericana de la matriz urbanística finisecular (Baudelaire y Benjamin dixit que huyen por callejones), para discurrir vagabundo y doliente, medio a medio de este axis mundi porteño; con la memoria/experiencia del paisaje latinoamericano siempre a punto de venirse abajo. Y por lo mismo, El hilo negro hoy puede ser leído junto al Incendio de Valparaíso de Eduardo Correa, como visiones esotéricas y sincreticas, a la vez, sobre el destino aciago que terminará por derrumbar hasta su grado cero a este Valparaíso, Puerto de Neuralgias.


4.
Y ya que citamos a la pasada ciertas claves de la poesía hermética latinoamericana, no es impropio filiar allí la obra toda de A. Bresky, reunida por fin en este impresionante mamometro, tal si fuese la coherente recurrencia de metáforas y demás tropos aquí expuestos sin otro fin que comunicarnos una experiencia imposible de ser verbalizada fuera de las palabras. Y al igual que Nerval, Rimbaud o Rilke, y cómo no, más cercanos, Lezama Lima, Paz o Gorostiza, y acá mismo, Díaz Casanueva, Anguita o Rosemann-Taub, creo intuir que su fundamento poético reposa en aquella “aventura metafísica y verbal” encarnada en el juego hermético de las palabras. Y que aquí en nuestra región, hoy por hoy, puede ostentar insospechados perseguidores de tal inmanencia poética, como serían Muñoz, Gavilán o Vásquez. Pues al leer de aquí en más, la obra reunida del poeta que nos convoca, caeremos en cuenta que muchos de sus ideales poéticos pueden filiarse a la búsqueda incesante de una metáfora que apuntale el mundo conocido al borde del abismo por conocer. Y en el caso particular de A. Bresky sucede algo tristemente divertido; su hermetismo, que no es una estética al uso, sino que lisa y llanamente su actitud frente a la vida y al conocimiento, lo terminó apartando de forma irremediable de entre sus congéneres, sean estos poetas o lectores. Recojamos, entonces, esta enorme botella de versos en soledad de un naúfrago de sí mismo, pero que nunca más estará apartada de las manos amorosas y la mente alerta de nuevos lectores para estos ires y venires de la atávica palabra poesía.

Dunas de Concon, agosto de 2019.



 

 

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Ires y venires tras esa palabra / siempre de salida.
Sobre "Seguires" (Inubicalistas, 2019) de A. Bresky.
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