El 8 de noviembre del 2019, luego de varias semanas en que Chile fue testigo de protestas rebosantes, actos tiránicos y desestabilización política, Patricia Espinosa, en una entrevista al diario La Tercera, afirmaba que “Hay un antes y un después del estallido social y eso marca la escritura”. Luego decía: “Nadie puede quedar inmune al ver el dolor de la gente y el sufrimiento, y mucho menos la violencia desatada del poder. Esto ya no se trata de un Yo, sino de todos. Y creo que ningún arte, y menos la literatura, va a ser el mismo después de este estallido”.
Vistas desde hoy, son palabras sorprendentes. Pero no lo son precisamente por su carácter premonitorio, sino por lo que pasó después. En la Furia del Libro edición 2023, a pocos años del estallido social, Espinosa afirmaba con rabiosa decepción que hasta ese momento, la narrativa nacional no había sido capaz de producir la novela del estallido. Acusaba, en ese conversatorio titulado “Ya nadie habla de libros: mito o realidad”, la mediocridad, estulticia y lentitud por parte de los escritores. Y de paso, remataba a algunos autores ante la risa de una buena parte de la audiencia.
En sus capas más ocultas, estas declaraciones esconden una forma de entender la crítica que predomina en nuestros días: la absoluta correspondencia entre literatura y realidad. Para Espinosa (pero no sólo para Espinosa; reconocemos aquí una escuela consagrada, una vertiente bastante explícita) la literatura funciona de forma automatizada. Los hechos ocurren y la literatura escribe sobre esos hechos. La historia acontece y la literatura escribe sobre esos hechos. De alguna manera, la escritura sería un procedimiento predeterminado y cerrado, cuya misión es “dar cuenta” o “representar” lo que ocurre en ese acontecimiento, sobre todo si hablamos de un hecho de magnitudes históricas, como el estallido social.
Sabemos por Raymond Williams que todas las teorías culturales que intentaron explicar la relación entre cultura y realidad de manera automatizada, no han sido capaces de demostrar satisfactoriamente esa relación. Muy por el contrario, han fracasado en sus intentos por desentrañar los vínculos que existen entre ellas. El error proviene, para Williams, en que se han tenido por autónomas y coherentes ambas estructuras, aún cuando su relación es bidireccional y por momentos contradictoria. Que sea bidireccional quiere decir que no es sólo la realidad la que determina a la cultura (la estructura a la superestructura), sino que hay un juego de interrelaciones complejas y específicas en el que ambas se influencian. Que sea contradictoria, por su parte, no quiere decir otra cosa que esto: que es fundamental y principalmente dialéctica.
Aunque parezca anacrónico invocar la dialéctica, su desuso en los estudios literarios y en la crítica es un síntoma del estado del arte. La dialéctica hace de la famosa frase de Gramsci (“El viejo mundo muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”) su condición de posibilidad. En estricto rigor, asistimos siempre al claroscuro, por lo que siempre habrá monstruos que aparezcan desde las profundidades. Ante esto, el crítico debería estar atento a esos nuevos viejos monstruos, los que, claro está, nunca son ni tan nuevos ni tan viejos.
El último texto de Luis López Aliaga (La comedia del eterno retorno y la nueva narrativa chilena) es un ejemplo bastante significativo del abandono dialéctico de la teoría en la discusión literaria. Hubo un tiempo en que los intelectuales tenían la honestidad suficiente para reconocer los propios errores de diagnóstico, y una cuota de pudor para no imputarle esos errores a los demás. Un tiempo, por supuesto, que no es el mío, pero del que podemos obtener noticias en lecturas “pasadas de moda”. Pues bien, lo que hace López Aliaga en su texto es mostrar su descontento con la reciente publicación de dos novelas de representantes de la Nueva Narrativa chilena: Arturo Fontaine y Gonzalo Contreras. Esta reaparición, según López Aliaga (pero también según Patricia Espinosa), dice relación con un momento histórico que viviría Chile, un momento en el que todo lo que se había dejado atrás (programas de televisión considerados retrógrados, figuras televisivas consideradas centrales para el viejo mundo) vuelve como un mar que arrastra hacia la orilla toda la basura acumulada por años.
Sin embargo, sólo una mirada superficial habría sido incapaz de observar que las condiciones que hicieron posible la aparición de la Nueva Narrativa nunca desaparecieron; más bien, en todo este tiempo, sólo cambiaron de piel. Lo que nos distrajo, me atrevo a decir, fue el acontecimiento “Estallido social”, ese momento fundamental que, para el progresismo y parte de la izquierda cultural, fue considerado como el punto de condensación de una serie de cambios políticos y sociales que se venían fraguando desde los 2000, y que signaba, definitivamente, el paso de un viejo mundo a un nuevo mundo. Un acontecimiento tan único como distractor, cuyas consecuencias aún estamos lejos de comprender y procesar.
Pero, ¿qué fue la Nueva Narrativa? lejos de las explicaciones aprendidas de manual (toda respuesta aprendida de manual sirve para no hacerse cargo de los problemas fundamentales de una discusión), este fenómeno no fue solamente un acontecimiento editorial en el que los nuevos autores de los 90 escribieron obras en un lenguaje neutro, asimilable e internacionalizable, con arreglo a las nuevas lógicas mercantiles y de libre mercado que abrazaba Chile. La Nueva Narrativa fue y es al día de hoy una forma específica de comprender la literatura, que se desentiende de los nuevos viejos monstruos, contenidista y grandilocuente, cuya idea de lo político, aunque quisieron despercudirse siempre de lo político en lo estético, respondía a posiciones automatizadas del vínculo entre literatura y realidad. No por nada, estos autores pusieron como protagonistas en sus novelas a jóvenes lozanos, frugales, arriesgados, que disfrutaban de las bondades de un país en democracia y abierto a lo nuevo. Por sus páginas había discotecas, sexo casual y todo un mundo cool. Fue una literatura en su mayoría obcecada con lo nuevo, que pensaba que el viejo mundo era tan viejo que no valía la pena hacerse cargo estéticamente de él, de sus discusiones políticas y sus monstruos. Este fenómeno literario consideraba que si el mundo les mostraba una realidad, la literatura debía retratar en su contenido esa realidad. Todo esto, salvaguardado por movidas editoriales que utilizaban todo tipo de adjetivos para promocionar sus textos. Adjetivos que cada cierto tiempo anunciaban la publicación, por fin, de la gran novela chilena de la vuelta a la democracia.
Estoy pintando con trazo grueso un fenómeno que merece un análisis más exhaustivo. Sin embargo, lo que quiero demostrar con esto es que, desde los 90 hasta nuestros días, las condiciones que hicieron posible la aparición de la Nueva Narrativa como discurso, lejos de desaparecer, siguieron vigentes. Es cierto que hoy existen editoriales independientes (¿independientes de qué?, se preguntará Damián Tabarovsky) que han permitido la publicación de escrituras estéticamente arriesgadas, escrituras no siempre atractivas para los números y las ganancias. Pero este hecho cohabita y hasta a veces encuentra su aliado en un discurso literario obsesionado con lo nuevo, que no teme en ocupar cualquier lucha política para vender, que no duda en utilizar la palabra “política” para promocionar sus textos, y que (y esto es lo principal) sigue pensando en la literatura como una cuestión de contenidos más que de formas estéticas contrahegemónicas. Que López Aliaga no haya sido capaz de observar esto y se haya comprado el discurso del nuevo mundo es exclusivamente responsabilidad suya. De nadie más.
La Nueva Narrativa es el chivo expiatorio (el significante) que utilizan escritores y críticos literarios que estaban convencidos que el nuevo mundo había llegado para siempre. Un chivo expiatorio, claro está, que expía las propias responsabilidades de lectura y diagnóstico fallido del campo literario. Como ayer, como en la Nueva Narrativa, un número no menor de escritores, lectores y críticos siguen creyendo que la literatura debe referirse directamente a lo que pasa en lo social y en la historia, como si la literatura no fracasara, a menudo, cada vez que ha intentado hacer eso. Beatriz Sarlo, siguiendo a Raymond Williams, en un artículo publicado en Punto de vista se refiere a este problema: el vínculo entre literatura y política (de hecho, el artículo se titula Literatura y política, así tal cual). Sarlo encuentra, en su pesquisa, que la mejor literatura política que se escribió en su país es aquella que se refiere de manera oblicua a la realidad, la que llega a la realidad de forma torcida. Y pone de ejemplo a Nadie nada nunca de Juan José Saer: una novela de peones, campesinos y caballos, donde no hay revolucionarios ni políticos ni mucho menos palabras como dictadura o lucha armada, pero que, sin embargo, por su modo de narrar, por su sintaxis completamente alejada del tono seco y marcial de las órdenes militares, y por el constante estado de amenazada que mantiene al lector en vilo, como un cifra del estado psicológico colectivo de una Argentina en dictadura, puede ser considerada la mejor novela política del periodo.
El análisis político de la palabra y la frase no es algo que haya sido inventado de la noche a la mañana por Roland Barthes. Es cierto: este lo llevó hasta sus últimas consecuencias, pero es algo que ya podía encontrarse en lingüistas como Volóshinov, Bajtin, etc. Nuestra época, poco acostumbrada a la lucha por la palabra (pues concesionamos sin mucha resistencia significantes como “libertad”, “clase media”, “macro zona sur”, “autonomía”), se muestra a su vez bastante dispuesta a recibir cualquier tipo de término de moda proveniente de la academia norteamericana (“sur global” es, por lo pronto, nuestra nueva adquisición). Pues bien, decíamos que Barthes es quien lleva el tema de la lucha por la palabra hasta sus últimas consecuencias. Esto queda demostrado en Lección Inaugural, clase magistral en la que Barthes afirma que el único método con el que contamos para luchar contra la lengua fascista (esa que obliga a hablar de una determinada manera), es utilizar sus mismos recursos para traicionarla, para burlarla desde dentro. Si la especificidad de la literatura es la palabra, tal como en otras artes lo pueden ser el color, la forma, la luz o la nota musical, es allí donde se encuentra su carácter político. Su combate contra la alienación del sujeto respecto a la lengua (un combate perdido desde ya, lo que no significa que deba ser abandonada) se libra en ese terreno el de las palabras y las frases. Como en Trilce de Vallejo o como, para nombrar ejemplos más cercanos, ElTarambana de Yosa Vidal o Yomurí de Cynthia Rimsky o Rubia de Yuri Pérez, todos textos profundamente políticos. Por el uso de la palabra y el desplazamiento de su sintaxis. No por su contenido.
¿Es, por tanto, la novela del estallido aquella que tiene como contexto argumental el propio estallido? ¿Es la novela del estallido la que diga “estallido social” treinta veces en sus páginas? Tal vez esa novela ya se escribió. O quizá aún no se ha escrito. Sin embargo, de una cosa podemos estar seguros: es difícil saber esto hoy, pues si aún no somos capaces de hacernos cargo de los nuevos viejos monstruos (a los que creemos derrotados y aplastados), menos podremos tomar la delantera y proponer lecturas que piensen de manera crítica el estado de la palabra, la frase y la lengua. Una crítica ni melancólica ni absolutamente vanguardista: una crítica actual. La más necesaria en tiempos confusos.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Los nuevos viejos monstruos: una discusión
Por Marcelo Ortiz Lara
Publicado en LOQUELEÍMOS, 29 de enero 2025