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Conversación con Ricardo Piglia

Marcelo Pellegrini, Samuel Monder y Andrea Jeftanovic



La siguiente entrevista a Ricardo Piglia fue realizada por Marcelo Pellegrini, Samuel Monder y Andrea Jeftanovic en la Universidad de California-Berkeley, durante el primer semestre del año 2000, y estaba destinada a abrir el número 12 de LUCERO, la revista editada por los estudiantes graduados del Departamento de Español y Portugués de esa universidad. La poca difusión de esa revista nos animó a publicarla nuevamente, porque se trata, para casi todos los efectos, de una conversación inédita. Se reconocen aquí la lucidez y generosidad de Piglia, el adelanto de un libro de ensayos que terminó llamándose El último lector, y una “primera versión” de Blanco nocturno, su novela más reciente, publicada este año.

MP

 

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- En tu obra conviven de manera muy natural la reflexión crítica con la narrativa de ficción. ¿De qué manera se relacionan novela y ensayo?
- Yo tuve una primera etapa en la que viví esto con una cierta tensión; por un lado, sentía un interés muy arcaico por la narración. Un ejemplo de esto pueden ser los relatos de La invasión. Por otro, tenía también un interés por los ensayos, la crítica, la teoría. Esto parecía ser algo que producía cierta tensión, hasta que en determinado momento escribí una nouvelle que se llama Homenaje a Roberto Arlt, donde se produjo una combinación de estos dos géneros. Yo empecé escribiendo ese texto pensando en escribir un relato sobre alguien que había conocido a Roberto Arlt. Ese fue el punto de partida. Y cuando empecé a escribir la historia empezó a surgir la posibilidad de incluir materiales que habitualmente se supone que pertenecen a un orden más ensayístico. Ahí me parece que se produjo un viraje. Por otro lado, obviamente esta es una gran tradición de la literatura contemporánea. Muchos de los escritores actuales que me interesan más trabajan de esta manera, es decir, establecen esta conexión entre elementos autobiográficos, de reflexión, y ciertos elementos ensayísticos con el relato: la narración como un exemplum. Los casos o ejemplos narrativos funcionan sosteniéndose en un tipo de argumentación. Por ejemplo, John Berger, que es uno de los autores que yo más admiro, Calvino y Claudio Magri. Pero por supuesto en la literatura argentina existe una gran tradición en esta línea, obviamente en Borges y Macedonio Fernández. Entonces esta tensión entre concepto y anécdota ha funcionado muy fluídamente. Al mismo tiempo ha habido distintos caminos que yo he tomado en relación a estos modelos; en un momento determinado empecé a utilizar ciertas ideas, ciertos conceptos, como si fueran personajes de los libros, las citas como sujetos. Por lo tanto, eso produjo una serie de modificaciones o posibilidades en lo que yo estaba narrando. A la vez, en los ensayos empezaron a producirse argumentaciones narrativas. De modo que esta sería la historia de la manera en que este asunto funcionó. Tenía la sensación de que se estaba abriendo algo que hasta ese momento había funcionado para mí como una contradicción y en determinado momento lo que parecía contradictorio encontró un punto de unidad. Eso me parece siempre importante en la escritura, sin hablar de un juicio de valor. A menudo un escritor encuentra una palabra propia cuando aquello que le parece contradictorio encuentra la manera de convivir en una forma sin resolverse del todo.

- En la última parte de
Respiración artificial, por ejemplo, se logra una unidad perfecta entre el relato, la poética de la novela y ciertas reflexiones sobre la historia de la literatura argentina.
- La escritura de ese libro supuso para mí un momento importante, porque lo escribí en condiciones de gran libertad creativa, en un momento de aislamiento total, dada la situación política de opresión extrema; por eso mismo, no tenía idea de si ese libro se iba a poder publicar. Entonces, la posibilidad de trabajar libremente fue un elemento importante en la escritura del libro. En cierto sentido, lo escribí para mí mismo. No había ninguna posibilidad de pensar en publicarlo, ni siquiera podía mostrárselo a nadie. En un momento determinado, cuando estaba escribiendo el capítulo sobre la llegada de Renzi a Concordia, yo ya tenía una primera versión de la charla en el bar, que empezó a transformarse en lo que es ahora. Lo que hice yo fue dejar eso. Con una concepción un poco más dogmática de lo que es una novela, podría fácilmente haberlos hecho hablar de otra cosa; de lo que se trataba era de que pasaran la noche hablando, porque Maggi no iba a llegar. Entonces el tema de la conversación podría haber sido otro, pero empecé a ver que el relato tomaba ese camino y que eso era muy productivo para mí. Así es cómo funcionan las cosas en la literatura. No son tan deliberadas. No es que uno dice: “me voy a poner a escribir una novela en la cual se incluya este tipo de tensión y de discusión”. También esto tiene que ver con el tipo de personajes. Era lógico que se pusieran a hablar de literatura. Yo digo siempre en broma que ese es el momento más realista del libro, porque me he pasado muchísimas noches de mi vida en bares de Buenos Aires hablando hasta el alba de literatura. De modo que esto es algo absolutamente normal; podríamos ir ahora a Buenos Aires, meternos en un bar y encontrar gente hablando sobre Faulkner o Sarmiento y pasarnos la noche entera en eso. En el contexto de la novela esto es muy realista. La clave para mí no es tanto el tema, sino la pasión que se pone en juego, si entendemos por pasión una “idea fija” en torno a la cual se construye el personaje. Por lo tanto, la idea fija y la tensión que se produce es lo que hace posible que un tipo de temática como esa pueda tener una función dramática.

- Sí, de este modo se evita escribir una novela de tesis.
- Claro, no soy yo quien tiene que decir esto, pero no me veo ligado a lo que se conoce como novela de tesis en el sentido de tener que probar algo. Ni tampoco me veo en la moda que suele llamarse metaficción. No me identifico con esa tendencia en la que el relato muestra su mecanismo de construcción, procedimiento que suele ser característico de esta forma de narrar, donde el elemento ficcional aparece exhibido como tal y en el que la ruptura con el referente es su punto central. En mi caso, más bien veo a personajes que se juntan a hablar de literatura, héroes que son escritores.

- Siguiendo con este tema, percibimos en Respiración artificial una suerte de ordenamiento personal de la historia de la literatura argentina; los personajes allí tienen opiniones que el narrador de cierta forma suscribe. ¿De qué manera los juicios estrictamente “críticos” que el narrador tiene sobre algunos escritores argentinos pueden ser expresadas de una forma más libre en un diálogo hipotético de varias personas en un bar? Estamos pensando específicamente en las líneas que Renzi le dedica a Lucio Mansilla, en las que dice que este autor era “un pituco del siglo XIX que tenía mucha facilidad de palabra”. No queremos relacionar esto directamente con lo que tú opinas sobre él, pero ¿de qué manera tuviste más libertad para escribirlo?
- Bueno, por un lado la relación entre lo que se dice en el libro y lo que se supone que son mis opiniones ha sido siempre una cuestión que me han planteado, a veces de una manera más o menos polémica. Para mí no se trata tanto de la apropiación o de la atribución de algo, sino de la posibilidad que tiene la ficción de exasperar un poco las posiciones. Es decir, de reproducir algo que sí sucede en la experiencia viva del debate literario, pero que se pierde en el mundo académico, donde esos debates suelen, a veces, tener un sentido intenso pero menos directo. La ficción hace posible recuperar la tensión que supone el debate literario. Por otro lado, me permite trabajar con un sistema más extremo, lo que también es bueno. Benjamin decía que uno siempre trabaja con los extremos y no con el término medio. Algo más que se puede decir sobre esto es es que, de forma inesperada, ciertas opiniones o análisis críticos llegan a un público mucho más amplio. Eso me permitió definir de otra manera mi trabajo crítico, manteniendo el mismo tipo de rigor, el mismo tipo de exigencia, el mismo grado de especificidad en las hipótesis. Muchas de esas cuestiones puestas en un paper hubieran sido más o menos las mismas pero hubieran tenido un efecto un tanto distinto. Eso tiene que ver con el lugar de la crítica; yo no descarto para nada el trabajo específicamente académico, ensayístico, pero digo que también el ámbito de circulación que supone una ficción permite un grado de amplitud del debate, rompe a veces con ese aislamiento que a veces se tiene en la actividad estrictamente universitaria. Ahora bien, el nudo central de las hipótesis que se discuten en Respiración artificial había sido objeto de mucho trabajo y formaba parte de mi manera de reflexionar sobre la literatura argentina. Se trata, básicamente, de la tensión Borges-Arlt, que es una tensión heredada, no construída. Yo no creo que la literatura argentina se reduzca a esta oposición, pero cuando nosotros comenzamos a escribir hacia los años sesenta, la encontramos como una suerte de bandera de lucha que ordenaba la literatura argentina de una manera un poco esquemática y que la dividía entre derecha e izquierda, bien escrita y mal escrita, erudita e inculta, populista y cosmopolita sofisticada. Me parece que la intención fue romper ese esquematismo y hacer ver que las cosas no eran así, que Borges era mucho más argentino de lo que se solía suponer y que Arlt era mucho más culto. Entonces, para volver a la pregunta, algunas de las cuestiones que se discuten allí tienen que ver con cosas que a mí me interesaban mucho desde el punto de vista crítico. Pero de todas maneras, me reconozco sólo parcialmente en el discurso de Renzi, porque en cierto sentido él exagera un poco y provoca mucho. Yo no plantearía necesariamente las cosas de ese modo.

- Otro tema de interés que has desarrollado en tus escritos es la particularidad de la tradición argentina en contraposición a la latinoamericana.
- Allí me parece que hay una cuestión de hecho. Existe una diferencia. El carácter un poco excéntrico de la literatura argentina tiene su origen en múltiples condicionamientos históricos. Creo que el Río de la Plata forma parte de una tradición que debe ser diferenciada de otras áreas de América Latina. Tiendo más a pensar en áreas culturales que en la totalidad del Continente. Conservo el concepto de América Latina como término político, una estrategia o consigna que debemos defender y sobre la cual debemos insistir porque esta unidad tiene que ver con problemas comunes que hay que resolver. Es por lo tanto un concepto válido. Sin embargo, en la situación actual me parece que debemos empezar a trabajar con la idea de que existen áreas que tienen tradiciones específicas, advirtiendo que la articulación de estas regiones es una cuestión que está todavía abierta. Podemos hablar del Caribe, de la región Andina, del Río de la Plata, y pensar qué características tienen tales áreas. Esta es una cuestión. La otra es que la literatura argentina se ha pensado a sí misma como autónoma en relación con América Latina. Esto quiere decir que ha tenido (tal vez para su desgracia) un grado de autonomía extrema respecto de su capacidad de legitimar, de circular para un público, en relación con su capacidad de registro crítico. La literatura argentina es autosuficiente en el sentido de que a lo largo de un período de larga duración ha podido sobrevivir conservando cierta distancia respecto de las tradiciones vecinas, cosa que no sucede en la literatura ecuatoriana o chilena, porque éstas necesitan de un ámbito que exceda el propio. No se sabe bien cómo actúa esto. Esta conciencia de la propia autonomía es algo que uno encuentra ni bien se pone a leer literatura argentina. Tiene que ver con diferencias en la tradición colonial, con la independencia que genera cierto público y con la relación de esta cultura con Europa. Otro punto es que ha habido una constante tensión entre la poética dominante en América latina y el tipo de literatura que se hace en Argentina por la cual los escritores argentinos siempre hemos debido explicar nuestra condición. Aquí en Estados Unidos y en Europa el modelo de escritor latinoamericano que inmediatamente emerge hace muy difícil explicar la particularidad de la tradición argentina. Esquematizando de un modo extremo podríamos decir que el modelo García Márquez es un poco el que ha funcionado casi como sinécdoque de lo que debe entenderse por América Latina. Y alrededor de eso que llamamos García Márquez podríamos señalar algunas características a las que no pertenece la tradición dominante en la literatura argentina, que es hiperintelectual, muy europeizante y, por lo tanto, genera polémicas. Entonces ser un escritor argentino es también ser un escritor que trata de explicar su diferencia. Yo estoy viendo en la situación actual que están empezando a aparecer escritores en distintos ámbitos que construyen una poética con la que nos podemos sentir más afines; quizá sea esto un efecto de Borges, un efecto tipo “Kafka y sus precursores”. Es decir, que se ha podido pensar la literatura latinoamericana en una línea que no sea solamente la de García Márquez, Isabel Allende o cualquier tipo de inclinación que ustedes quieran imaginar. Alrededor de Borges han empezado a agruparse figuras como Jorge Volpi o Roberto Bolaño, escritores de mayor o menor calidad (ese es otro tema) que están ahora en el centro del debate y se identifican con esa tradición. Son escritores sofisticados que escriben sobre temas cosmopolitas que no pertenecen al modelo Luis Sepúlveda, mediante el que se identifica al escritor latinoamericano con dos o tres rasgos. En este sentido, los escritores argentinos que pertenecemos a esa otra tradición hemos encontrado espacios de debate más próximos. ¿Por qué esto es así? La cultura argentina se ha hecho todo el tiempo esta pregunta. ¿Por qué la literatura argentina es tan europeizada? ¿Por qué la cultura del Río de la Plata tiene estas características y genera este tipo particular de formas literarias como la gauchesca o la literatura fantástica? Es un debate que se encuentra en Bioy Casares, en Cortázar, en Borges.

- ¿En qué sentido esa autonomía de la literatura argentina es problemática? ¿Se vuelve en algún punto en contra de sí misma?
- Esta autonomía es un fármaco, es un remedio y también un veneno. Ha generado una falsa impresión respecto de cómo funcionan las cosas; también ha sido una condena en el sentido de haber obligado a muchos escritores a aislarse excesivamente. Un escritor argentino puede legitimarse como tal desde su primer libro hasta su consagración sin salir del ámbito nacional. La literatura argentina tiene un espacio de funcionamiento, o lo tenía (hoy las cosas están un poco menos claras porque las editoriales están trabajando de otra manera). Debemos pensar que Borges no sale de Buenos Aires entre 1923 y 1961, cuando lo invitan a un congreso. Es decir, que era posible convertirse en un escritor como Borges por la autonomía que tenía esa literatura, por la posibilidad que tenía de sobrevivir aislada en una relación absolutamente marginal con respecto a Europa. En Buenos Aires, Borges era capaz de estar al día sobre lo que estaba sucediendo en la literatura norteamericana o la literatura europea y no tener ninguna noticia de lo que estaba pasando, salvo en casos muy aislados, en el conjunto de la literatura de su propia lengua. Ahora bien, yo diría que un escritor trabaja siempre en el interior de una tradición; si no la tiene, hay que inventarla y, por lo tanto, lo que llamamos literatura argentina son cuatro o cinco escritores sobre los cuales se construye una tradición que está también cruzada por escritores de otra lengua. No se puede narrar si no existe una tradición. Yo veo mucho eso en la literatura norteamericana.

- ¿De qué manera, específicamente?
- Hay elementos comunes que uno encuentra una y otra vez en Mark Twain, en Melville o en Faulkner. Evidentemente, es un río o varios ríos por los que todos navegan. Existe algo que va más allá de los géneros –uno puede ver esto en el cine también–, ciertos modos de narrar que ayudan a los escritores a definir ciertas poéticas. Las grandes literaturas se constituyen de esa manera. Si pensamos en el gran momento por el que pasa la literatura argentina en los cuarenta, resulta evidente que allí se construye una tradición. Borges lee de una manera particular y en contra del canon de ese momento, en contra de Proust, de Thomas Mann y de todo lo que ellos representan. El lee a escritores muy menores, best sellers de su época, escritores comerciales como Chesterton o Rudyard Kipling, que él leía en su juventud, y géneros también menores como la literatura fantástica y policial, constituyendo sobre esa base algo que se convierte en la tradición en la que se inscriben Silvina Ocampo, Bioy Casares, José Bianco, Cortázar y Wilcox. Uno puede percibir allí la construcción de una tradición fuerte, que, en un momento determinado, es puesta en cuestión por la presencia muy dominante de, por ejemplo, Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa, escritores en los que podríamos ver ciertos rasgos de la literatura que se identifica como típicamente latinoamericana y frente a la cual la literatura argentina queda en otro lugar. El propio Cortázar tuvo siempre dificultades para ubicarse, pese a formar parte, por cuestiones políticas, del “Boom”. Si ustedes leen las conferencias y las cartas de Cortázar, siempre se está justificando, siempre está tratando de explicar por qué él, que es un hombre de izquierda que siempre ha estado con Nicaragua y con Cuba, no escribe como se supone que debe hacerlo un autor latinoamericano, es decir, no habla de los hombres “simples”, como en el caso de García Márquez, que lo hace muy bien. Este último toma un universo mitológico popular, donde no hay intelectuales o los intelectuales están siempre en situaciones incómodas, y construye con eso una gran épica. Lo mismo se encuentra en Rulfo y en otros grandes escritores. Pero esto en la Argentina no funciona así, y las explicaciones para esto a veces son muy delirantes. Las particularidades consistirían en la inmigración, el vacío del desierto, el río. En fin, aparecen explicaciones entre heideggerianas y kitsch.

- ¿Sobre esta singularidad se puede, quizás, novelizar más que teorizar?
- Sí, sobre eso ha novelizado el mismo Cortázar en Rayuela; el narrador se pregunta todo el tiempo qué quiere decir ser un argentino, una pregunta ridícula pero que sin embargo sostiene la novela. Se pregunta además: “¿Soy occidental o no? ¿Puedo sentir o no?” Está claro que al citar este ejemplo deseo evitar ideas sobre el “ser nacional” o particularidades metafísicas; estoy hablando de tradiciones culturales.

- Dentro de esa tradición que comienza con Sarmiento, pasa por Macedonio Fernández y culmina con Borges, ¿cuál sería el lugar de la obra de Piglia? ¿Dónde se ubica?
- Obviamente yo no puedo contestar la pregunta en términos de cuál sería mi lugar. Cómo podría compararme con esos escritores. Lo que sí puedo decir es que uno construye un cierto linaje, una novela familiar, y en esa dirección escribe. Yo siento mis libros ligados a esa poética. Encontré allí, en determinado momento, un modo de entender la narrativa, que fue muy productivo para mí. Ahí están Leopoldo Marechal, Macedonio, incluso el mismo Sarmiento; es decir, un tipo de utilización de la novela o de lo novelístico que me parece que tiene mucho que ver con su problematización. Allí hay un amplio debate sobre lo que pasa con este género. Yo diría, un poco en broma, que no soy novelista. No sé si los escritores que me interesan son novelistas. Yo los llamo, simplemente, escritores. No son novelistas en el sentido en que Manuel Gálvez lo es: individuos que se dedican a contar historias y construyen incesantes tramas y personajes. Me parece que me siento más próximo a un tipo de escritor que está en el borde del género y que lo utiliza para incorporar una serie de movimientos que no responden a la característica de lo que puede entenderse clásicamente como novelístico y que construyen un objeto literario, aunque no siempre sea considerado, según el criterio clásico, como una novela. En España, Arturo Pérez Reverte es un novelista, en cambio Juan Benet es un escritor. Esa es la diferencia que yo establezco. En el caso de América Latina, Vargas Llosa, por ejemplo, es un caso de alguien que se autodefine como novelista, incluso más allá de sus opciones políticas y que se ha mantenido fiel a una noción que yo llamaría Lukacsiana, “progesista” en el sentido de una poética realista, comprometida con cierto tipo de representación de la realidad social.

- Su modelo es Flaubert, ¿no?
- Sí, una mezcla de Flaubert con otros, pero Flaubert sería el modelo más alto. Vargas Llosa dice Flaubert pero cuando escribe no sé si es tanto Flaubert. Parece que es más bien Galdós. Va por ahí. En ese sentido, me indignó un ataque que él le hizo a Puig en el New York Times a propósito de la biografía de éste escrita por Suzanne Jill Levine. Allí se ve su costado Lukacs, cuando dice que una novela no debe ser experimental, que no se debe ocupar de materiales que no tengan que ver con una necesidad social seria. Por supuesto que Puig es un novelista infinitamente mejor que Vargas Llosa, pero éste toma esa posición porque ve en él un ejemplo de lo que es un escritor que trabaja con materiales de la cultura de masas. Pero decía que esta tensión entre novelista y ensayista puede mantenerse escindida; por ejemplo, Henry James es uno de los grandes críticos del siglo XIX y, si bien en sus novelas encontramos muchos temas asimilables a sus preocupaciones críticas, se trata siempre de dos campos diferentes. Sin embargo, hay otros escritores que han unido más estas cuestiones: es el caso de Nabokov, o Borges, que han tendido a incorporar a sus ficciones cuestiones que no pertenecen a la tradición estética de la novela. Y creo que en América Latina hay cada vez más escritores que están en esta línea, como Pitol o Pacheco. Por ahí pasa la literatura que a mí me interesa más. No quiero hacer pronósticos porque siempre fallan, pero me parece que la literatura avanza en esta línea. Y si uno pudiera imaginar cómo será la literatura en cincuenta años, quizás podríamos decir que estará más ligada a este tipo de experiencia que a la escritura de novelas en el sentido de la tradición decimonónica clásica. Esta ha quedado reducida a la producción de best sellers, que son las formas que respetan más esa lógica narrativa. Aunque éstos sean productos de baja calidad, obedecen a sistemas narrativos clásicos.

- La mención a Henry James es muy significativa, porque él quería ser autor teatral, pero desistió luego de que una de sus obras fuera abucheada estando él presente en la sala. En sus novelas, sin embargo, incorpora muchos elementos dramáticos. Entonces, parece ser que dentro de la poética de la novela la renovación es fundamental, y ésta, tal vez, viene de otros géneros: del ensayo en los casos que estábamos comentando, del teatro en el de Henry James, y de la poesía en el de Juan José Saer, por ejemplo.
- Claro. Saer sería otro ejemplo. No creo que se pueda decir que es un novelista; la suya es una obra extraordinaria, pero no puede entenderse según el modelo clásico. Lo de James es como lo de Hemingway; es muy interesante el problema porque ambos tienen en vista la idea de la dramatización. Mostrar y no decir. Construir la situación dramática: no decir “se juntaron a conversar una tarde en Berkeley”, sino poner a alguien que llega en un auto, se baja, entra en un café y sostiene un diálogo con alguien; se trata de mostrar la acción. Eso James lo hacía fantásticamente, y, sin embargo, cuando quería hacer teatro no le salía. Lo mismo con Hemingway, que era un escritor de diálogos extraordinario.

- Eso es algo que está muy presente en la tradición norteamericana. Raymond Carver, por ejemplo, tiene personajes que por su modo de hablar muestran lo que son, haciendo innecesario lo demás.
- Esa es la gran tradición de mostrar y no decir. Hemingway lo decía muy bien: no hay que decir que es un personaje divertido, hay que hacerlo contar chistes. Está muy bien eso, pero también está muy bien decir que un personaje es divertido sin necesidad de hacerlo contar chistes. Es bueno darse cuenta de que hay otra tradición, por ejemplo, Thomas Bernhardt y el mismo Faulkner.

Yo percibo dos modos de transformación de la novela clásica y las condiciones por las cuales sufre este proceso: uno puede ver una línea fuerte con Joyce, Kafka, Proust y Virginia Wolf de un modo muy nítido en donde se ha atomizado totalmente el sistema lineal de construcción de la novela tradicional y en el que cada uno de ellos ha construído un tipo de narración y han hecho un uso del género que ha renovado totalmente los sistemas de representación, la construcción de los personajes y que es visto tradicionalmente como la gran tradición de la renovación del género. En esta tradición, lo primero que uno ve es la crisis de la figura del narrador que estructura el relato y que le da una forma armónica. Yo creo que hay otra línea un poco más invisible, donde están, entro otros, Henry James, Conrad y Scott Fitzgerald, en la que la figura de narrador no se corresponde con las formas clásicas; es un narrador testigo que tiene una visión parcial de los acontecimientos y que, por tanto, pone en crisis esa noción de la novela como construcción natural. Ahí comienzan a aparecer elementos de distorsión que tienden a estar definidos en términos de esta figura que narra una historia que no es la de él. Esto es algo que yo he usado bastante en mis libros. Por ejemplo, Renzi en Respiración artificial; es él quien narra las historias de Maggi y de Tardewsky; la construcción del relato tiene que ver con la manera en que el narrador se implica en una historia que no es la de él, que le es externa y hacia la cual se encamina. El corazón de las tinieblas, de Conrad, es otro caso. Allí el detective es una figura de este tipo de narrador que está siempre acercándose a una historia para averiguar cómo es, una historia que conoce parcialmente y que construye con testigos, con fragmentos y que, a su vez, está basada en un desplazamiento. Otro caso: El gran Gatsby, una de las grandes novelas que se han escrito, tan experimental como el Ulises, pero de un modo más imperceptible; allí podemos percibir únicamente lo que el narrador puede ver, y lo que puede ver es muy parcial. James decía que la ficción era una casa con muchas ventanas y que el narrador pasaba por ahí y veía fragmentos. La literatura norteamericana ha estado muy ligada a esta línea, manteniendo esta tensión experimental sin desligarse del mercado. Después de esto, los novelistas populares son considerados de tercera clase, pero un escritor como Fitzgerald ha sido capaz de renovar el género y estar en la línea de Conrad o de Foster (que es otro de los grandes) y padecer esta tensión entre experimentación y público amplio. Esto es un poco la historia de la novela. Manuel Puig, para volver sobre este autor, es el caso de un gran novelista experimental y sin embargo popular.

- En el mencionado artículo sobre Puig, Vargas Llosa dice que éste, en realidad, no era un novelista sino un contador de historias que encontró en el cine su justificación narrativa, y que por eso es tan popular.
- A mí me indignó mucho ese artículo porque yo creo que Vargas Llosa tendría que reconocer que Pantaleón y las visitadoras es una novela que escribió influido por Manuel Puig. Su novela experimental tipo La casa verde o Conversación en la catedral estaba en un camino sin salida y la solución que encontró fue trabajar la parodia y el documento directo; así, escribió Pantaleón…, que es una “novela Puig” en el sentido que pertenece al mismo tipo de poética. Es una novela que juega con el elemento paródico, que trabaja con estereotipos verbales, que borra al narrador para poner una serie de documentos. Entonces me parece que está tratando de borrar los rastros de aquel que lo marcó y lo influyó. Pero estos debates no deben ser personalizados; son discusiones sobre la poética de la novela.

En relación con el tema de la novela y su público, podríamos recordar lo que dice Benjamin al considerar que la narración es un río que viene desde el origen y siempre seguirá; la novela es un recorrido determinado por ese río. No necesariamente debemos asimilar narración con novela; como género popular, ésta se haya, hoy en día, en el cine y en la TV. Entonces, los novelistas han reaccionado de manera diversa frente a este fenómeno, copiando formas que vienen del cine para ver si es posible no perder a su público. Pero podemos ver en esto quizá también una liberación. Tal vez la novela se liberó de esa exigencia que amargaba la vida de Dickens y de Balzac, que estaban todo el tiempo escribiendo para un público ávido que estaba siempre esperando que los folletines continuaran. Eso hizo posible, entro otros, a Kafka y a Joyce. Yo no soy tan pesimista con respecto a ese desplazamiento; la narración se desplazó a otro lado, pero la novela pegó un salto. A mí me parece que lo que se hizo con la novela en el siglo XX es muchísimo más notable que lo que se hizo en el siglo diecinueve, aunque yo admire a Dickens quizá por encima de cuaquier otro escritor. Lo que sucedió con la novela en América Latina durante la segunda mitad del siglo va en esa dirección: Grande Sertão, Yo el supremo o La vida breve son obras extraordinarias.

- La novela del siglo XVIII utiliza también materiales heterogéneos, extranovelísticos. Por ejemplo, Sterne introduce sermones en Tristam Shandy, o Fielding inserta ensayos en Tom Jones.
- Sí, exactamente, a mí me interesa muchísimo la novela del siglo XVIII. Cuando la novela consigue ese momento de esplendor extraordinario, básicamente consigue que escritores de calidad única tengan un público de masas, imposible de imaginar hoy. Tenemos que darnos cuenta de que es el género es así, no el señor Dickens. Por supuesto que él escribía cosas extraordinarias, pero era el género mismo el que era consumido como hoy se consumen telenovelas. Es el género el que perdió su público, y a veces se culpa a los novelistas. Se dice que escriben tan difícil que la gente dejó de leerlos. Es al revés, los novelistas empezaron a escribir difícil cuando ya el público ya se había ido para otro lado. Y eso fue efecto básicamente del cine, que es un nuevo modo de narrar.

- Entonces, los procesos de renovación de la novela no obedecen solamente a necesidades internas.
- Si seguimos los criterios clásicos, podríamos decir que cuando una fórmula se repite el lector ya sabe cómo e
s ésta, y por tanto hay que renovarla; esa renovación forma parte de la estructura misma de la novela, pero también de la relación de la literatura con el lector. Sin embargo, no debemos entender esto en términos de progreso, sino como cambio de ritmo. Sencillamente, se modifica cierto tipo de registro.

- Hemos revisado una serie de estrategias en las que se reformula la poética de la novela incorporando elementos extragenéricos. En este sentido, quizás podamos pensar en la sucesión de filósofos que aparece en Respiración artificial, como otra característica típica de la tradición argentina; recordemos que tanto Macedonio como Borges sienten una especial inclinación por la metafísica. ¿Cuál es su relación con los filósofos?
- Existe una tensión importante entre novela y filosofía. A menudo, la mejor filosofía contemporánea está en la novela. Gombrowicz es uno de los grandes filósofos contemporáneos, como Kierkegaard. Por otro lado, Wittgenstein, que hoy es centro de múltiples reflexiones, era obviamente una figura muy destacada cuando estaba escribiendo Respiración artificial. A mí me capturó muchísimo el grado de intensidad artística de la figura de Wittgenstein. Eso fue lo que me fascinó, el destino que este hombre había sido capaz de asumir, la intensidad dramática de su experiencia; me parecía excesivo ponerlo como centro de una novela, y quizá estaba equivocado. Lo que hice, entonces, fue inventar una especie de pseudo Wittgenstein, que fue Tadewski, una combinación de Gombrowicz con Wittgenstein. Me interesan los personaje capaces de llegar a extremos; pero estos no necesiaramente tienen que ser los de la droga, la transgresión, la perversión, sino aquellos que tienen que ver con un intento de pensar hasta el límite, hasta un punto muy cercano a la locura, obviamente. Siempre que he podido he tratado de entrar un poco en el territorio de la filosofía y volver de allí con alguna presa cazada, pero no más que como un amateur que entra a ese mundo, se mueve en ese bosque y vuelve. Ya que estamos hablando entre gente que enseña literatura, me parece que falta en el curriculum un área de filosofía que habría que incorporar en la formación de un crítico y de un novelista. Sería muy bueno que los cambios futuros en los planes de estudio incluyeran un campo de investigación en esa línea.

- Otro filósofo que aparece mencionado en Respiración artificial es Descartes…
- Mi idea era jugar con el “descarte” en el sentido español e italiano del término, la idea de desc
artar algo. Pero la figura comenzó a tomar la forma de un antagonista de Wittgenstein. Allí también se juega con cosas un poco extremas, en la línea de lo que la Escuela de Frankfurt ha postulado: que la tradición racionalista termina con Hitler, que éste sería consecuencia y culminación del iluminismo.

- Siguiendo con el tema de la presencia de figuras intelectuales, además de los filósofos mencionados, en Respiración artificial hay muchas citas de otros escritores; muy al principio de la novela nos encontramos con la célebre frase de Joyce: “la historia es una pesadilla de la que no puedo despertar”. También se formula, en la conversación de Renzi con sus amigos, una idea muy seductora: que la literatura argentina comienza con el Facundo y la cita “errónea” que abre, a modo de epígrafe, el libro, atribuida por Sarmiento (no sabemos si a propósito o no) a un autor equivocado. Si la cita, entonces, está en el origen de la literatura argentina, ¿qué papel juega ella en tu propia obra?
- Por un lado la cita siempre funciona como personaje. Hay muchas citas directas y muchísimas otras que son alusiones; yo no sé si la de Joyce está atribuida a él, no recuerdo. Hay otro momento en que Marconi, durante la conversación con Renzi, repite un texto de Borges y este último lo identifica. La cita también es un sistema de intercambio, de reconocimiento y de combate entre interlocutores; funciona como una máquina de guerra, dependiendo de quién se cita y de quién está ausente. Por lo tanto, no es tan neutral y no pertenece solamente al ámbito de la cultura y el conocimiento. Me parece que la cita forma parte, además, de un tipo de estrategia que yo inscribiría en los términos de la conversación. Respiración artificial es, en realidad, una novela de conversaciones y de cartas. Todo esto yo lo puedo decir a posteriori, pero en el momento en que escribí el libro manejé el sistema de citas en los términos en que los personajes mismos lo podían manejar; esto es algo que yo aprendí muy rápidamente con Hemingway, que me enseñó una cosa que para mí fue siempre muy útil: los personajes de Hemingway se ponen siempre a hablar; supongo que son pescadores y se ponen a conversar técnicamente de qué tipo de anzuelo desean usar, qué tipo de motor tienen y qué clase de aceite hay que ponerle. Uno entiende sólo parte de lo que dicen. La idea de que los personajes tienen un mundo propio y que uno debe respetar el orden de ese mundo es algo que para mí fue muy importante al escribir el libro. Estos personajes eran intelectuales y críticos que se manejaban como uno se maneja habitualmente en ese ámbito, es decir, hacían citas, se referían a tradiciones culturales del mismo modo que unos futbolistas hubieran hablado de Pelé, de Maradona o de aquel partido que se jugó en tal momento. Esa es un poco la cuestión. Hay un campo más amplio de la cultura argentina, del que forma parte Borges, que ha hecho de la cita un emblema. A mí siempre me pareció muy significativo el hecho de que el texto básico de la literatura argentina empezara con una cita equivocada.

- Algo muy relacionado con la cita es la traducción. Ya sabemos que Gombrowicz es un escritor importante para la literatura argentina de este siglo, tanto así que, hace unos años, en Santiago, tú diste una conferencia titulada “La novela argentina y la traducción”, donde partías mencionando el libro Trasatlántico, de este autor, diciendo que era “una de las mejores novelas escritas en la argentina”. ¿De qué manera tú asumes la curiosa circunstancia de que grandes obras hechas en Argentina hayan sido escritas en idiomas tan diferentes como el polaco?
- A mí me interesa mucho esto, y es algo sobre lo cual estoy trabajando siempre. Cuando ustedes fueron a buscarme al hotel yo estaba leyendo a Hudson, autor que vivió muchos años en la Argentina y escribió en inglés; estaba leyendo su diario, que escribió en la Patagonia. Hudson podría ser asimilado a Gombrowicz ¿Es argentino o no?; escribe en la Argentina sobre la Argentina pero en otra lengua y como él hay muchos otros. Uno puede encontrar una tradición de escritores extranjeros que viven en la Argentina que, en un determinado momento del siglo, es un país muy atractivo. Yo he estado siempre rastreando estas figuras. La presencia de Gombrowicz produjo un efecto muy intenso en la Argentina porque él inmediatamente captó quién era Borges y lo enfrentó. La llegada de estos europeos “legítimos” genera problemas en un país europeizado pero no europeo, y la situación resulta un poco incómoda. Un buen modo de leer la literatura argentina es ver la manera en que estos escritores la percibieron, no los viajeros, sino los que vivieron ahí. Yo estoy justamente ahora escribiendo un prólogo al Diario argentino de Gombrowicz, y es muy interesante ver el modo en que él lee la literatura argentina. A esa cuestión se refería esa conferencia, a cómo fue escrita Trasatlántico y cómo fue traducida. Otra cuestión importante tiene que ver con el hecho de que una literatura nacional también está formada por textos extranjeros. Habitualmente, en los departamentos de literatura tendemos a pensar de una manera demasiado cerrada; los escritores argentinos no leen solamente a escritores argentinos. Nosotros armamos cursos haciendo ver, por ejemplo, determinadas relaciones entre escritores argentinos; pero también deberíamos tener en cuenta la presencia de las literaturas extranjeras que circulan en traducciones. Estas tienen un papel muy importante. Yo siempre he dicho que hacer una historia de la literatura nacional es también hacer una historia de las traducciones. Debemos preguntarnos de qué modo se traducen los libros, qué tipo de estandar usa el traductor, y qué relación hay entre el lenguaje que usa éste y la lengua literaria dominante en un determinado momento. Yo pienso que la traducción fija el estado de la lengua literaria con más claridad que la literatura nacional misma, porque el traductor trabaja de modo inconsciente con modelos y estilos que tienen que ver con exigencias sociales y es por eso que, constantemente, hay que volver a traducir los grandes textos. La presencia de traducciones es muy importante desde el punto de vista de la construcción de una literatura nacional. Toda la generación de Sarmiento leyó en francés. Hay todo un trabajo por hacer sobre cómo circularon los textos y cómo se tradujeron y de qué manera la lengua de los traductores influyó en la lengua literaria. En los años cincuenta, en la Argentina, aparece una gran tradición de traductores entre los que se encuentran Borges, Pezzoni y Bianco. Y muchos escritores argentinos actuales creen que escribir bien es escribir como las traducciones de Pezzoni, que trabajaba con una noción no situada de la lengua, algo neutro que se pudiera leer en Santiago de Chile, en México, o en Barcelona. Por lo tanto, inventó una lengua que no existía; era un español nuevo que había eliminado cualquier rasgo o matiz local. Sería por lo tanto interesante ver el modo en que las traducciones influyen sobre los textos. En Respiración artificial digo en broma que Onetti es Faulkner traducido por Borges. Onetti leyó a Faulkner y también leyó la traducción que Borges hizo de Las palmeras salvajes, en la que da a esta novela un tono que no es el de otros traductores, pero que tampoco es el del propio Faulkner. Hace unos años di en la Universidad de Buenos Aires un seminario sobre dos traducciones de Borges: Las palmeras salvajes y La carta robada. Es muy interesante ver cómo Borges lucha contra el estilo de Faulkner. Su claridad y ascetismo choca con el estilo ramificado y barroco de éste. Aquello sucede desde el primer párrafo, que tiene una extensión de dos páginas. Borges lo controla inmediatamente cambiándole la puntuación. Ahí se ve algo que en las traducciones habitualmente no se percibe: la tensión entre la escritura del traductor y la escritura del original. En este caso podemos verlo porque conocemos el estilo de Borges. Con esto quiero decir que hay un campo muy importante de trabajo respecto de la traducción, porque la novela es el género que mejor la resiste; es el género más democrático y popular porque se ha constituido a partir de la circulación de los textos en traducción. Con la poesía no sucede eso; uno lee la poesía en el original o en edición bilingüe. En el caso de la novela, hay algo que persiste más allá del lenguaje, porque no es una construcción puramente verbal.

- ¿Podrías hablar ahora de la narrativa como espacio de la constitución del sujeto y de la identidad cultural? ¿En qué sentido tu obra da cuenta de eso?
- Yo no veo que haya en mí una cuestión ligada a la identidad nacional, si bien ese tema es discutido todo el tiempo por los personajes de Respiración artificial. Eso quizá tenga que ver con que en el momento en que la novela se escribe estos problemas están en primer plano; en el libro, los personajes que están exilados y en situaciones de desplazamiento y marginalidad tienen nostalgia de un lugar que tratan de definir. En los últimos tiempos he insistido en que el poder político se sostiene no solamente sobre la base de la cohersión, sino también a través de relatos mediante los que se construye cierta idea de la realidad; podríamos llamar a esto “ficciones estatales”, en un sentido amplio en el que quizá deberíamos incluir ciertas manifestaciones de la cultura de masas que reproducen estos sistemas. Frente a eso, la literatura construye ficciones alternativas que resisten a las estatales y que se apoyan en lo que yo llamo “relatos sociales”. Yo veo la sociedad como una red de narraciones; no sólo es una red de intercambios económicos o sentimentales, sino también una trama de relatos. En última instancia, el contexto básico de la novela es ese tipo de narración social. Yo diría que el novelista fija ciertas historias que circulan socialmente. A mí me interesa hacer de eso la materia de mi propia ficción.

En Argentina, por ejemplo, el Facundo es el texto que inaugura esa pregunta sobre la identidad nacional; esa obra es una máquina de narrar una historia que llega hasta hoy, y que tiene que ver con la idea de que la Argentina tiene un destino único, entorpecido y postergado por la presencia de la barbarie. Ese destino es básicamente europeo, de modo que para encontrar su verdadera identidad civilizada y moderna el país tendrá que limpiar toda esa tradición latinoamericana. Sarmiento no sólo posee una intuición extraordinaria: es, al mismo tiempo, una máquina de interpretar. No solamente dice lo que está pasando y lo que él imagina que va a pasar, sino, también, arma un sistema mediante el cual obliga a todo el mundo a pensar de la misma manera: el desierto es el problema. El desierto es un lugar vacío que en realidad no está vacío.

- En un trabajo titulado “Sarmiento escritor” comentas la historia del discurso inaugural de la presidencia de Sarmiento, y terminas señalando que ser escritor en Argentina es tratar de rescribir ese texto perdido.
- Ese es un hecho muy atractivo narrativamente; a un escritor extraordinario como Sarmiento le rechazan su discurso inaugural de la presidencia y se lo termina escribiendo su ministro Vélez Sarfield; ésta es una paradoja, ya que Sarmiento llegó a ser presidente porque era un escritor de una increíble capacidad de convicción. El se había construído a sí mismo como sujeto a partir de lo que escribía, pero lo que decía como escritor no le era permitido decirlo como político. Esta tensión es muy básica.

- Y es un debate que se mantiene hasta el día de hoy. Hay quienes sostienen que Sarmiento puede ser considerado como estadista o quizás como historiador, pero no como escritor…
- Sarmiento es escritor en un momento determinado y, por lo tanto, hablar de él como escritor es periodizar de un modo muy estricto esa época en la que él puede desarrollar esa capacidad. Después, cuando se acerca a la política, sus funciones comienzan a modificarse, pero basta leer su correspondencia, que ya se está publicando completa, para ver lo buen escritor que era. Ahora habría que discutir qué se entiende por escritor; esa es una palabra vacía. Cuando era muy joven e hice el servicio militar en Mar del Plata, me aburría muchísimo; entonces, alguien me llevó a una reunión de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores). Ahí había como sesenta personas y eran todos poetas. Había más poetas en ese lugar que en toda la historia de la poesía del siglo veinte, en la que habrá habido unos quince poetas. Que alguien se autodesigne de una manera no quiere decir que lo sea; que Sarmiento no se autodesigne escritor no quiere decir que no lo sea. Yo digo que él es un gran escritor porque es dueño de la lengua. El se sienta a escribir una carta y tiene una capacidad absoluta para construir una situación en la que el lenguaje dice lo que él quiere que diga, haciéndolo de una manera única. Ahora, desde un punto de vista técnico o profesional, aplicando categorías de autonomía literaria, Sarmiento no es un escritor. Escritor es Flaubert, que es su contemporáneo, porque dedica su vida a la literatura y es eso de lo que se ocupa. Pero desde el punto de vista de la eficacia en el uso del lenguaje, es difícil encontrar en el siglo diecinueve, en cualquier lengua, un escritor de esa capacidad. Por otro lado, creo que es muy difícil explicar por qué un libro como el Facundo produjo el efecto que produjo, porque muchos otros habían dicho ya lo mismo que él; uno encuentra muchos textos contemporáneos a Sarmiento que dicen exactamente lo mismo: que la Argentina se tiene que europeizar, que hay que llevar la civilización al campo, etc., etc. Pero él lo dice de una manera única. Volviendo a la pregunta, me parece que es él quien define esa especie de autoconciencia que tiene la Argentina de poseer un destino propio, distinto del de América Latina. Mientras otros dicen “somos los que estábamos aquí antes de que llegaran los españoles y nuestra identidad se constituye de esta manera”, Sarmiento dice que estamos en un país vacío, que somos europeos trasplantados y que tenemos que construir una realidad a partir de esta situación.

- ¿No crees que se genera cierta confusión al reducir la literatura a la sociología o a la historia, que se pierden de vista los mecanismos propios de la ficción?
- Me parece que ese es uno de los elementos de discusión más intenso actualmente. Porque ha entrado en crisis el concepto de sociedad tal como había sido concebido por los grandes modelos de análisis, como el marxismo o la sociología funcionalista, en los que se pensaba la sociedad casi como una especie de corpus abstracto sobre el cual se podía establecer un laboratorio de análisis. En la medida en que esta noción entró en crisis, el laboratorio de estudio social que tienen hoy muchos filósofos y sociólogos es la literatura. Entonces, sucede esto que ustedes dicen. Algunos críticos como Jameson toman la literatura como una suerte de espacio en el que es posible pensar el funcionamiento social. No digo que la literatura no pueda ser usada también para eso; podemos leer el Ulises de Joyce para ver cómo son las calles de Dublín, pero es un poco inútil porque sería mejor usar una guía turística. Uno puede leer literatura por muchas razones; para contestar la pregunta podría decir que del hecho de que la literatura construya sistemas de creencias y de realidades no autoriza a convertirla en un simple síntoma de otra cosa.

- ¿Qué abordajes teóricos te impresionan o te son útiles?
- Yo estoy siempre interesado por las discusiones y las lecturas teóricas. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo a Greenblatt. Cuando enseño y cuando escribo tengo tres o cuatro críticos básicos sobre los cuales trabajo siempre y son mi punto de referencia. Un crítico que me interesa muchísimo es Tinianov, una de las derivaciones del formalismo ruso; considero que su texto sobre la evolución literaria es el “discurso del método” de la crítica, es el texto que plantea todas las cuestiones en torno a la relación que puede establecerse entre sociedad, literatura, especificidad, historia y evolución de las formas. Es un texto, a mi juicio, fundador de todas las tendencias críticas más importantes del siglo XX. El dice que el crítico debe establecer entre la sociedad y el texto un espacio intermedio que es inventado. Para mí los grandes críticos han hecho eso: entre el corpus textual que analizan y la sociedad han construido un espacio que es al mismo tiempo formal y social. Por ejemplo, el concepto de “carnaval” en Bahktin; este concepto es una serie intermedia inventada por Bahktín; es el carnaval real de la sociedad, pero también es una forma literaria. Ahí vemos cómo el crítico no trabaja la relación literatura / sociedad de un modo directo. Me interesa también Benjamin, un crítico muy productivo. Otro de mis críticos favoritos es el primer de Lukacs, el de El alma y las formas y Teoría de la novela; me interesa mucho su idea de que el género es una noción cognoscitiva. Un género es un modo de conocer. La novela sería, entonces, una concepción particular de la realidad, no solamente una forma. También uso mucho a Sklovsky, especialmente su Teoría de la prosa. Si tengo que elegir un crítico, yo les digo que sin duda Tinianov es el que más me ha marcado.

- Brevemente y para terminar, ¿en qué estás trabajando ahora?
- Siempre estoy trabajando en más de una cosa. Estoy ahora con una novela de la que tengo una primera versión; se llama Blanco nocturno. Es una novela donde Renzi es el narrador. La novela está ambientada durante la guerra de las Malvinas, que aparece no como tema sino como trasfondo de la acción. Es una historia de amor en medio de ese suceso. El título viene de algo que leí en esa época. Yo estaba en contra de la guerra y recibía periódicos de todos lados; en un momento leí, en un diario inglés o francés, que los soldados ingleses usaban unas miras infrarrojas que les permitían ver de noche. Eso en aquel momento no era para nada común y a mí me produjo un gran efecto cuando me di cuenta que iban a cazar a los soldados argentinos como pajaritos, que es lo que sucedió. El “banco nocturno" es, entonces, la idea del “target”.

También estoy preparando un conjunto de ensayos cuyo origen son seis conferencias, algunas leídas en público y otras todavía no. Una se llama “Qué es un lector”, otra se llama “Cómo esta hecho el Ulises”, que es un juego con el título “Cómo está hecho el Quijote”, de Sklovsky. Otra es “Tres propuestas para el próximo milenio”, que es una referencia al texto de Calvino. Hay otra conferencia llamada “La ciudad y el crimen”, sobre el género policial; otra se llama “Contra los críticos”, título que alude a un texto muy loco de Gombrowicz que se llama “Contra los poetas”.

- Los títulos son citas…
- Sí, ustedes lo percibieron. Cada uno de estos ensayos está referido a un texto canónico de la crítica. Estas son las cosas con las que uno se entretiene mientras escribe.


 

 

 

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Conversación con Ricardo Piglia.
Marcelo Pellegrini, Samuel Monder y Andrea Jeftanovic