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El fuego de la vida
Richard Rorty
Traducción de Marcelo Pellegrini
[Richard Rorty (1931-2007), fue uno de los filósofos estadounidenses más importantes del siglo XX y comienzos del XXI. Adscrito en sus comienzos a la tradición analítica, fue con el tiempo derivando a una versión más contemporánea del pragmatismo de Charles Sanders Peirce, John Dewey y William James, proceso que culminó en 1979 con la publicación del muy polémico libro La filosofía y el espejo de la naturaleza. Rorty se destacó también por mantener un diálogo fructífero con lo que en el mundo anglosajón se llama filosofía continental (particularmente Kant, Hegel, Heidegger, Foucault y Derrida) y con la literatura, poniendo especial atención en la obra de autores como Nabokov y Proust. El texto que aquí publicamos, escrito el año 2005, es la versión rortyana de la ya antigua disputa entre filosofía y poesía, polémica que abandona al señalar que no existe una verdad inmutable más allá de ambas, y a la que agrega una reflexión personal sobre la muerte. Un texto de verdadera lucidez filosófica sobre la finitud del ser humano, contra la que sólo podemos luchar creando nuevos vocabularios que contribuyan a nuestro progreso moral]
En un ensayo titulado “Pragmatismo y Romanticismo” intenté replantear el argumento de Shelley contenido en su “Defensa de la poesía”. En el centro del Romanticismo, señalé, radica la convicción de que la razón sólo puede seguir los caminos que la imaginación ha trazado previamente. Sin palabras, no hay posibilidad de razonamiento. Sin imaginación, no hay nuevas palabras. Sin esas nuevas palabras, no hay progreso moral o intelectual.
Terminé ese ensayo contrastando la habilidad del poeta para darnos un lenguaje más rico con la pretensión del filósofo de adquirir un acceso no lingüístico a la auténtica realidad. El sueño de Platón para lograr ese acceso fue en sí mismo un gran logro poético. Pero en la época de Shelley ya había sido soñado hasta el cansancio. Somos ahora más capaces que Platón de reconocer nuestra finitud, de admitir que nunca estaremos en contacto con algo más grande que nosotros mismos. Tenemos, en cambio, la esperanza de que la vida en la tierra será más rica a medida que los siglos pasen porque el lenguaje usado por nuestros remotos descendientes tendrá más recursos que el de nosotros. Nuestro vocabulario será para ellos lo que el de nuestros ancestros primitivos es hoy día para nosotros.
En aquel ensayo, tal como en otros escritos, utilicé la palabra “poesía” en un sentido más amplio que el usual. Expandí el término “poeta fuerte” usado por Harold Bloom para aplicarlo a prosistas que inventaron nuevos juegos de lenguaje para nosotros, gente como Platón, Newton, Marx, Darwin y Freud, y a poetas como Milton y Blake. Esos juegos pueden incluir ecuaciones matemáticas, argumentos inductivos, narraciones, o (en el caso de los poetas) innovación prosódica. Pero la distinción entre prosa y verso era irrelevante para mis propósitos filosóficos.
Poco después de terminar “Pragmatismo y Romanticismo” me diagnosticaron cáncer terminal de páncreas. Algunos meses después de enterarme de la mala noticia, estaba tomando café con mi hijo mayor y con un primo que me estaba visitando. Mi primo (un pastor Bautista) me preguntó si mis pensamientos habían estado últimamente dirigidos hacia temas religiosos, y mi respuesta fue no. “¿Y qué pasa con la filosofía?”, preguntó mi hijo. “No”, le respondí, ni la filosofía que yo había escrito ni la que había leído parecían tener relevancia alguna para mi situación. No tenía ninguna discrepancia con el argumento de Epicuro que señala que es irracional temer a la muerte, ni con el de Heidegger que dice que la ontoteología se origina en un intento de evadir nuestra mortalidad. Pero ni la ataraxia (el estar libre de la perturbación) ni el Sein zum Tode (el ser-para-la-muerte) parecían estar en lo correcto.
“¿Ha habido algo de lo que leíste que te haya sido útil?”, insistió mi hijo. “Sí”, me vi diciendo casi sin pensar, “la poesía”. “¿Qué poemas?”, preguntó. Le cite dos viejas cosechas de mi memoria, gracias a las que había sentido una extraña sensación de tranquilidad; eran los versos más citados del poema “Jardín de Proserpina”, de Swinburne:
Por eso agradecemos a los dioses,
No importa quiénes sean,
Que la vida no dure para siempre,
Que nada perturbe el dormir de los muertos,
Que hasta el río menos generoso
Haya siempre de retornar al mar.[1]
y los de “Al cumplir setenta y cinco años”, de Landor:
Amé la Naturaleza, y luego de ella, el Arte;
Templé mis manos en el fuego de la vida,
Que, al extinguirse, me hace ser el que parte.
Encontré consuelo en esos lentos meandros y en esas brasas casi extintas. Pensé que no había efecto comparable que pudiera producirse con la prosa. No sólo la imaginería, sino también la rima y el ritmo eran necesarios para obtener esa experiencia. En versos como esos, los tres elementos juntos y combinados producen un grado de comprensión, y por lo tanto un impacto, que sólo la poesía puede lograr. Comparada con los claros artificios logrados por los poetas, hasta la mejor prosa es dispersa y sin forma.
Aunque numerosos poemas han significado mucho para mí en momentos particulares de mi vida, nunca me he sentido capaz de escribir (con la excepción de algunos sonetos garabateados en aburridas reuniones departamentales). Tampoco me he mantenido al tanto del trabajo de los poetas contemporáneos. Cuando leo poesía, se trata en la mayoría de los casos de mis autores favoritos de la adolescencia. Sospecho que mi ambivalente relación con la poesía, en un sentido más estricto del vocablo, es el resultado de complicaciones edípicas producidas por el hecho de haber tenido por padre a un poeta (Cf. James Rorty: Children of the Sun, 1926).
Sea como sea, pienso ahora que hubiera querido pasar más tiempo leyendo poesía. No porque temo haberme perdido verdades que no pudieron ser dichas en prosa. No hay tales verdades; no hay nada sobre la muerte que Swinburne y Landor hayan sabido y que Epicuro y Heidegger no hayan podido comprender. Pienso, más bien, que hubiera vivido más plenamente si hubiera cosechado más de esos viejos recuerdos, tal como pienso que hubiera vivido más plenamente si hubiera tenido más amigos cercanos. Las culturas con vocabularios más ricos son más plenamente humanas -más alejadas de las bestias- que aquellas con vocabularios más pobres; los hombres y las mujeres son más plenamente humanos cuando su memoria se encuentra generosamente provista de poesía.
* * *
Cito la traducción de Armando Roa Vial (Cf. Elogio de la melancolía. Santiago de Chile: Be-uve-dráis Editores, 1999, p. 44).