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Marcelo Pellegrini

Por Ernesto González Barnert

 

Marcelo Pellegrini (Valparaíso, 1971). Digamos –sin temor a envolver en este pobre papel celofán toda su excelente silba de varia lección- que destaca su castellano de fragua parsimoniosa y proporcionada, siempre sentido, cuidado. Su aparente tono menor lleno de poesía mayor. Su ensayística laboriosa y sentimental pero no eufórica ni atarantada. Su traducir claro y deferente, atento a su tiempo, generoso. Esa constante de asumir el quehacer literario y la poesía como un hacer colectivo (en la medida que lo hace más uno), clásico y perenne. Dónde es ridículo abrazar la presunción de que cada generación esta llamada a un nuevo verbo –pura vanidad o peor, falta de lecturas, clásicos-. Sin duda, en su “Obra” con mayúsculas podemos afirmar que no encontramos ninguna reconvención, sino la desenvuelta levedad del espíritu clásico (sin enquilosar) fluyendo mansamente pero con determinación. La determinación de quien “sueña la palabra más muda, pronuncia el silencio más tierno.”

- ¿Cómo llegaste a la poesía?
--Como sucede con casi todas las vocaciones, gracias a una mezcla de azar con voluntad. Pocas cosas, salvo un temprano gusto por la lectura desarrollado en una casa donde casi no había libros, indicaban, cuando era un niño en la provincia chilena de los años setenta, en plena dictadura militar, que buena parte de mi vida estaría dedicada al curioso oficio de escribir versos, además de leer los de otros poetas y dedicarme profesionalmente –algo más raro aun- a reflexionar sobre los mismos. En la lectura encontré –típico sentimiento adolescente- un refugio que me protegía de muchas cosas y me daba, por otra parte, la posibilidad de inscribir en lo simbólico la realidad circundante. Muy pronto me encontré imitando lo que leía, y así fui escribiendo cuentos, algunos “poemas” y hasta una incipiente novela; todo eso, por fortuna, terminó en el tacho de la basura. Luego, ya en la enseñanza media, tuve un profesor de castellano recién egresado de la universidad que, con toda la energía del mundo y un amor loco por la literatura, en especial el Quijote, me contagió con el bicho de la escritura y la lectura más “serias”, por decirlo así. Pienso que fue ahí que tomé la decisión de ser poeta, mientras leía lo que casi todo adolescente chileno lee cuando se trata de esos menesteres: buenas dosis de Neruda, Mistral y Huidobro, más algunas otras cosas. Cuando exploraba aquellas “otras cosas”, aconteció algo que gatilló definitivamente mi compromiso con esto de escribir. Cierto día, ya en cuarto año de enseñanza media, mientras hojeaba el libro de texto de castellano en una clase a la que no estaba poniendo mucha atención, me encontré con el poema “Carbón”, de Gonzalo Rojas. Todavía recuerdo sus primeros versos: “Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir / mi Lebu en dos mitades de fragancia, lo escucho, / lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un beso de niño como entonces”. El poema sigue después construyendo una atmósfera onírica que sin embargo se percibe como muy real, tiene peso y gravedad, y es lúcida y alucinada al mismo tiempo. Por supuesto, cuando leí ese poema no pensé en esas cosas, sino más bien me pregunté una y otra vez quién era ese Gonzalo Rojas, un poeta chileno con cuyo nombre me cruzaba por primera vez. Mucho me sorprendió ese texto, y recuerdo que me quedé pensando en él con relativa insistencia. Pocos días después, al finalizar una actividad extracurricular que me obligó a quedarme todo el día en el colegio (quizá nos preparábamos para la Prueba de Aptitud Académica), la madre de uno de mis mejores amigos, lectora ella de poesía y conocedora de muchos poetas, llega preguntando en voz alta: “¿Quién quiere ir a escuchar a Gonzalo Rojas?” No lo podía creer. Resulta que la librería Altazor organizó una visita del poeta, y su lectura se iba a realizar ese día en el Salón de Honor de la Universidad Católica de Valparaíso, que al año siguiente se transformaría en mi casa de estudios. Fui entonces a escuchar al poeta, vestido de uniforme y con una infinita curiosidad por saber cómo iba a ser su lectura. No exagero al decirte que a partir de ese momento mi vida cambió por completo. Nunca había escuchado a un poeta leer con tanta propiedad y gracia, nunca había visto a nadie ser tan elocuente y fino. La poesía estaba ahí, se podía contemplar y casi tocar; me invadió la muy fuerte sensación de que la poesía existía en el mundo como una entidad concreta. Regresé a mi casa conmocionado, sabiendo que ya no sería el mismo. Esta experiencia no es única, ni tampoco soy el primero o el último en vivirla. Pierre Joris, por ejemplo, poeta norteamericano nacido en Luxemburgo, uno de los mejores traductores de Paul Celan al inglés, cuenta algo similar en “Una elección glótica”, un breve ensayo autobiográfico; ahí relata cómo, estando también en el colegio, descubrió su vocación poética al escuchar el poema “Todesfuge”, del mismo Paul Celan, en una clase. Me permito citarte esas palabras: “Había sabido lo que era la poesía desde cierto día en la escuela secundaria, cuando un profesor trajo a alguien para leernos en voz alta poemas alemanes contemporáneos, y entre ellos venía ‘Fuga de muerte’, de Paul Celan. Mi reacción fue instantánea, epidérmica, total: los pelos del brazo literalmente se me pararon, un shock eléctrico que nunca antes había experimentado pasó por mi cuerpo, mi aliento se detuvo y, cuando comenzó de nuevo, salió y entró en alguien radicalmente distinto. Desde aquel momento supe que había un uso diferente del lenguaje, mucho más poderoso que los otros, y que a veces era llamado poesía”. No puedo sino suscribir plenamente esas palabras de Pierre Joris y pensar que lo que me sucedió al escuchar por primera vez a Rojas es una experiencia análoga a la suya. Pasó el tiempo y vinieron, por supuesto, muchas otras lecturas, algunos viajes, el aprendizaje de otros idiomas, los estudios en el extranjero y un largo etc., pero la impresión que me produjo aquel evento no me ha abandonado, y no creo que lo haga. Con razón dijo Rojas en un poema que “no hay azar sino navegación y número”.

- ¿Cómo ves hoy el ejercicio de tus facultades en "Confróntese con la sospecha (Ensayos críticos sobre  poesía chilena de los 90)"? ¿Sientes ganas aún de retomar ese trabajo ensayístico, ahondarlo, a pesar de la pobre recepción académica y de poetas a conversar inteligentemente de poesía?
--Como dije en el prólogo de ese libro (titulado “Aviso”, como en los ensayos de Montaigne, a quien pertenece también eso del “ejercicio de las [mis] facultades”) creo que ese libro es un testimonio de época, y como tal debe quedarse. Volver sobre esos textos –y esto lo digo en el prólogo también- significaría escribir un libro nuevo, cosa que no voy a hacer. Ahora bien, si hablamos de enmiendas y de textos que me hubiese gustado incluir, pienso en dos: uno sobre la poesía de Sergio Muñoz Arriagada, poeta de Valparaíso, y otro sobre Primer Arqueo, de Clemente Riedemann, libro que me gustó desde el primer momento en que lo leí, pero sobre el que nunca me animé a escribir nada. Sólo la contingencia de mi vida –digámoslo con cursilería- explica esas ausencias. Para “ahondar”, como dices, la reflexión sobre ese periodo de la poesía chilena reciente habrá que esperar a que otros escriban libros sobre los poetas que ahí se incluyen y sobre los muchos y muchas que se quedaron fuera de mi precario radar. En cuanto a la recepción de Confróntese con la sospecha, no puedo quejarme: mis amigos, los poetas Ismael Gavilán y Jorge Polanco Salinas, escribieron comentarios generosos y lúcidos sobre él; muchas otras personas, además, me han señalado sus observaciones, siempre agudas, sobre los aspectos que consideran más importantes de ese libro.

- ¿Cuales son tus referentes a la hora de cavilar sobre poesía y poéticas actuales?
--Ahí siempre he seguido el dictum de Baudelaire: me interesan los poetas que se transforman necesaria y fatalmente en críticos. Por supuesto, no quiero decir que todos tengan que ser críticos literarios, ni siquiera ensayistas. Lo que busco son esos autores y autoras que en sus propios poemas prestan el más atento de los oídos a la manera en que éstos se escriben, a la forma en que conciben la poesía desde la misma poesía. En la mayoría de los casos, se pasa naturalmente a escribir prosa sobre poesía, y se descubre que cuando un poeta habla de otro poeta en realidad está hablando de sí mismo. Las cosas han sido más o menos así desde fines del siglo XVIII, cuando la primera generación Romántica hacía de las suyas en Inglaterra y Alemania. Así las cosas, desde siempre me ha llamado la atención esa dupla fantástica que formaron William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge (leo ahora mismo un fascinante libro que se llama The Friendship, de Adam Sisman, sobre la amistad entre ambos poetas, que terminó en un tumultuoso rompimiento); juntos escribieron poemas y manifiestos, soñaron con comunidades poéticas que se instalarían en el nuevo mundo, quisieron la revolución social y tuvieron el ardiente deseo de ver a la poesía gobernar la imaginación del mundo. Poco, o casi nada, les resultó, pero quedan sus deslumbrantes obras. En el caso de nuestra lengua, siempre vuelvo a la prosa de José Martí, porque fue él el primero que habló entre nosotros sobre la condición del poeta en el mundo moderno; sigo con Rubén Darío y su temprana crítica a las funestas condiciones sociales y políticas de Centroamérica y los países de habla española en general. Fue Darío, por otro lado, quien con su poesía les enseñó a los españoles unas cuantas cosas que ellos habían olvidado, por mucho que Luis Cernuda renegara de él en su ensayo “Experimento en Rubén Darío”, una de las más ejemplares muestras de la crítica como irritación y envidia. Desde muy temprano, la poesía hispanoamericana, en muchos sentidos con más intensidad que la española, ha estado abierta a las más variadas corrientes y ha tenido un espíritu internacional; los grandes momentos poéticos entre nosotros han estado invariablemente ligados a la traducción, al tráfico de todas las influencias posibles, desde los “pequeños dioses” huidobrianos a los antropófagos oswaldianos en Brasil, sin dejar de lado la reflexión sobre el acto poético. Eso para comenzar. No me olvido para nada de los viejos maestros, pero ponerme a escribir una lista completa de los autores que han sido claves para mi concepción de la poesía puede resultar un fastidio gigantesco, así que te menciono solamente a algunos de los que hoy por hoy son mis referentes y me ayudan, como tú dices, a cavilar sobre poesía y poética actuales: Gabriela Mistral, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Gonzalo Rojas, Ezra Pound, Wallace Stevens, Zbigniew Herbert, Susan Howe y Michael Palmer.

- Por otra parte, ¿cómo ves la academia chilena y norteamericana? ¿Cuáles son, a tu juicio, sus claridades y vicios?
--La academia, tanto la chilena como la norteamericana, al menos en el área de las humanidades, se encuentra desde hace mucho en la encrucijada de la “producción” de conocimiento, en clara –y, a veces, trágica o tragicómica- imitación de las ciencias, como si las cosas que uno escribe –artículos, ponencias para presentar en reuniones profesionales, reseñas- tuvieran que ser equivalentes al descubrimiento de una nueva enzima o un nuevo planeta. No es así como funciona la cosa. Nosotros somos lectores que debemos dar cuenta de lo que leemos, ojalá con la mayor claridad posible. Es en ese terreno donde se fragua nuestra actividad, no en la “producción” de nada; por desgracia, muchos de mis colegas aquí y allá se han olvidado de que la literatura está hecha de lenguaje, y por lo tanto prestan muy poca atención al elemento constitutivo de lo que tienen en frente. En vez de eso, poseen la ilusión de estar haciendo política con la literatura, o coquetean de manera muy poco elegante con la filosofía. Así, la literatura se vuelve, a ratos, el ejercicio de una triste sordera. Muy poca creatividad hay ahí, muy poco compromiso con el lenguaje, y mucha pérdida de tiempo en cosas que realmente no son interesantes. Hace poco, leyendo una larga entrevista a Susan Howe, encontré un comentario muy certero de esa poeta sobre la academia: “La academia, tal como las familias y los gobiernos, tiene falsos frentes de batalla”. Creo que esa es una verdad que se comprueba a cada rato. Una cosa positiva de la academia norteamericana es que sus grandes centros de estudio –los hay, y son muchos- tienen recursos que a ojos de un latinoamericano resultan invariablemente sorprendentes: buenas bibliotecas que están siempre adquiriendo libros, salas de estudio bien equipadas, acceso a todas las fuentes de información, dinero para financiar investigaciones y personal calificado. Además, se trata de un mundo muy dinámico y dúctil. Pocas veces se piensa que una parte significativa de lo bueno que este país ha logrado se debe a esas instituciones. En un mundo así, es mucho más fácil trabajar. El secreto, al menos para mí, consiste en aprender a ser escéptico y darse cuenta lo antes posible de que en la academia no se hará nunca la revolución ni se cambiará el mundo. Si puedo lograr que un grupo de alumnos míos lea un poema de López Velarde o de Vallejo con cierto provecho y así amplíen más sus horizontes culturales, me daré por pagado y, como diría Borges, me sentiré “justificado”.

- Quisiera ahora referirme o saltar a tu visión de la traducción (Figuras del original). Parto de la base de que agradezco tu labor, el aire fresco que significa traer –bien o mal (eso es una incógnita que no se resuelve sólo en la calidad de la traducción sino también en cada persona que lee)- a otros poetas a esta lengua ¿Con qué autores crees haber quedado en deuda y qué poetas te interesa traer al castellano?
--La traducción comenzó para mí como un ejercicio de necesidad. Al llegar a los Estados Unidos, leía prosa técnica y académica en inglés, pero nunca me había atrevido siquiera a echarle una mirada al vastísimo continente de la poesía norteamericana. Pensé que si lo hacía, iba a tener una comprensión más cabal de lo que podríamos llamar el espíritu del lugar donde ahora me tocaba residir. Comencé con Kenneth Rexroth y unas muy tímidas versiones (años después, ese trabajo incipiente sería retomado y modificado en La señal de todas las cosas, la antología de Rexroth que publiqué con mi amigo y compañero de tareas traductoriles Armando Roa Vial); éstas no pasaron de ser intentos, pero el virus de la traducción ya lo tenía inoculado. Seguí leyendo y adquiriendo una rutina de trabajo, conocí a otros poetas, en Seattle (la primera ciudad de este país en la que viví) tomé un seminario con Richard Kenney sobre James Merrill que muy pronto derivó en ejercicios de traducción, fui a recitales, conversé con poetas jóvenes, etc. Descubrí –y ese descubrimiento siempre te llena de entusiasmo- que traducir es muy parecido a escribir, y comencé a leer libros sobre teoría de la traducción. Casi sin darme cuenta, acumulé una serie grande de versiones castellanas tanto del inglés como del portugués (idioma que aprendí siendo un adolescente, en sucesivas visitas a ese país por motivos familiares), que reflejaban lecturas dispares, todas ellas generadas por el entusiasmo y la casualidad. Ya en California, tuve un encuentro fortuito, vía Paul Celan, con los sonetos de William Shakespeare, y ahí todo cambió. Comencé a situar ese ejercicio dentro de mi propia actividad como poeta, y elaboré para mí mismo lo que yo pretenciosamente llamaba “teorías” de la traducción, siempre plurales porque todos los poetas que uno aborda para esos menesteres exigen estrategias distintas. Shakespeare y Celan, que representan dos extremos de la poesía occidental, son para mí los poetas más propicios para pensar estos temas; ambos producen textos que generan otros textos con una urgencia poco habitual, ambos dan la impresión de que sus obras no tienen límites y que, a pesar de las dificultades que presenta traducirlas, jamás pierden su fuerza en otros idiomas. Siempre que leo a Shakespeare y a Celan pienso en el carácter universal de la poesía, a despecho de las diferencias idiomáticas y temporales; con ellos la poesía se vuelve realmente un lenguaje común, logrando, como quería Mallarmé, darle un sentido más puro a las palabras de la tribu. Mis ejercicios de traducción han fructificado en libros como el mencionado La señal de todas las cosas, en la selección de 21 sonetos de Shakespeare que publiqué hace un par de años (Constancia y claridad), y en la compilación Figuras del original. Vienen otros títulos, uno hecho también en colaboración con Armando Roa Vial (una antología de poetas de lengua inglesa) y otro con un poeta mexicano que se llama Román Luján (una antología de Michael Palmer). Si hablamos de “deudas” personales y tareas pendientes, un proyecto a largo plazo que tengo es traducir todos los sonetos de Shakespeare (son 154) e hincarle el diente a la poesía de Emily Dickinson, James Merrill, Richard Kenney, y a la de dos autoras que están explorando los límites de la expresión poética sin hacer mucha bulla, cada una encerrada en su respectiva esquina geográfica del continente norteamericano: Susan Howe y Anne Carson.

- Ahora adentrémonos en tu poesía, en lo que significa para ti, Marcelo, escribir, en tu proceso creativo, en las directrices que arguyes y que son parte de tu visión como poeta.
--Si las razones por las que un poeta escribe se pudieran determinar bien y con claridad, y, además, pudieran recopilarse por escrito, creo que estaríamos haciendo una muy grande –aunque no por ello menos curiosa- contribución a la historia de la psicología. No hay respuestas definitivas para nadie, y cuando alguien dice haberlas encontrado, muy pronto se ve siendo infiel a sus propias opiniones. Quizás esa sea la gracia de todo el asunto: que la poesía nos enseña a tener la valentía de embarcarnos en cualquier tarea sin planes previos, sin prejuicios, sin premeditaciones. Lo único que te puedo asegurar es que hay en mí, como en muchos otros poetas, una fuerte sensación de necesidad de poner por escrito algunas cosas en verso. ¿A qué obedece esa necesidad y cuál es su naturaleza? Francamente no lo sé. Hay, por cierto, aprendizajes que se adquieren y experiencias que nos enseñan unas cuantas cosas útiles, pero la pregunta siempre está ahí. Te puedo señalar, además, que considero que lo que define al poema no es una vocación de contenido, sino una voluntad de forma. No importan los “temas” del poema, sino la manera en que éste los dice. La forma es ritmo: altura y caída, expansión y contención. Poesía: lenguaje transfigurado por obra de una operación que el poeta pone en funcionamiento cada vez de manera distinta. Los poetas que leo con interés y de los que aprendo tienen –con las lógicas variantes del caso- esa posición respecto de su oficio. Por otro lado, descreo de aquellos que consideran su labor como la exploración de una siempre dudosa “trascendencia”. Los poetas no son los guardianes del templo, ni del mito, ni de la palabra. La poesía es una redención privada. No reclamo para el poeta ninguna utopía, ningún privilegio, ningún “más allá” o “más acá” que no sea el del lenguaje. Tampoco éste tiene que ser una entidad más privilegiada para el poeta que para los demás. La diferencia radica en la intención del que escribe respecto de las palabras, algo que dura lo que un poema en su proceso de nacimiento, tome éste un minuto, un mes, un año o lo que sea.

- ¿Qué estás escribiendo hoy? ¿Qué proyectos escriturales no te dejan dormir?
--Escribo una serie de poemas que, espero, algún día formen parte de un conjunto mayor. Nunca he escrito un libro pensando en confeccionar un ciclo cerrado en sí mismo; para mí, toda coherencia poética ha sido retrospectiva. Los poemas salen con mayor o menor facilidad y obedecen a las más diversas circunstancias, muchas de ellas inesperadas, y luego los agrupo. Es en ese momento que descubro las conexiones, los lazos escondidos, el hilo de Ariadna, como se dice. Quizás esa es la razón por la que, en sucesivas publicaciones, he reunido mis poemas “completos” hasta ese momento, reordenándolos en el camino; es un ejercicio que se parece mucho a la relectura de uno mismo. Lo más que te puedo decir sobre lo que escribo ahora es que no sé dónde ni cómo irá a terminar, ni siquiera si sobrevivirá la última revisión antes de decidirme a incluirlo en el próximo libro.

- ¿Cuál es tu mayor defecto como Poeta?
--Estar demasiado pendiente de la escritura y dejar un poco de lado la muy importante dimensión oral de la poesía. Creo que es un defecto adquirido gracias la tradición moderna. La música del poema es mucho más concreta que la abstracta música mallarmeana del Libro del mundo. Las lecturas más detenidas que he hecho de poetas que se han preocupado por la música del lenguaje –desde el Romancero hasta Carlos Germán Belli, pasando por Fray Luis de León, Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío, Martín Adán y Gabriela Mistral- ha corregido un poco esa tendencia. No desprecio, por cierto (¿cómo podría?) la idea del Libro ni otros fascinantes juegos que nos ha dado y nos seguirá dando el concepto de escritura, pero estoy convencido de que un poeta está condenado a la sordera si no presta atención a esa otra dimensión del oficio.

- ¿Cuales son tus diez libros preferidos?
--Respondo en un orden cualquiera (“el mejor orden cualquiera es el orden alfabético”, decía Roland Barthes), con algo de respeto por la cronología y sin ningún orden jerárquico, dejando en claro, además, que es muy difícil reducir la lista de los libros preferidos de uno a sólo diez:

1.- Residencia en la tierra, de Pablo Neruda.
2.- La poesía completa de Fray Luis de León.
3.- La poesía completa de San Juan de la Cruz.
4.- Los Sonetos de Shakespeare.
5.- Prosas profanas, de Rubén Darío.
6.- Tala, de Gabriela Mistral.
7.- The Phoenix and the Tortoise, de Kenneth Rexroth.
8.- Cambio de aliento, de Paul Celan.
9.- Muerte sin fin, de José Gorostiza.
10.- El Aleph y Ficciones, de Borges (son dos libros, pero para mí funcionan como uno).

- ¿Cuál es para ti el gran libro olvidado de la poesía chilena?
--El adolescente sensual, de Joaquín Cifuentes Sepúlveda. Es un libro que enseña mucho sobre dónde poetas como Neruda y Gonzalo Rojas adquirieron parte de su lenguaje; es una especie de eslabón perdido de nuestra poesía. Un libro juvenil, digamos, lleno de poemas ingenuos que ahora nos hacen sonreír, pero que vale la pena leer. Por ejemplo, estos versos de un poema que se llama “La casa de la plenitud”:

Hembra dorada y jubilosa,
pulpa de treinta soles rubios,
madura estás como las pomas
y hueles a pan de centeno,
a fruta y a vino y a cántaro
y a heno.

Con razón Neruda le dedicó esa gran elegía “Ausencia de Joaquín”, de la primera Residencia, cuya primera estrofa es:

Desde ahora, como una partida verificada lejos,
en funerales estaciones de humo o solitarios malecones,
desde ahora lo veo precipitándose en su muerte,
y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo.

Con razón también Gonzalo Rojas escribió “La litera de arriba”, que dice:

Total me leí el libro de Joaquín
Cifuentes Sepúlveda: “El adolescente
Sensual”, a una semana
de “El Artista Adolescente”;
                                               cuánto espejo
en el oleaje de Talcahuano a Iquique con las gaviotas
inmóviles como cuerdas en el arpa del cielo
amenazante.
                       Más y más Dédalo
me recojo en el mío.

- ¿Que libro de poesía te hubiese gustado escribir y por qué?
--La respuesta a esa pregunta puede variar entre hoy y la próxima semana, porque son tantos los libros que a uno lo sorprenden, pero ahora mismo te puedo mencionar un título sin dudarlo mucho: Recherche de la base et du sommet (Indagación de la base y de la cima), de René Char. Es un libro admirable en muchos sentidos: un conjunto de poemas en verso y prosa que recorren varias décadas de la vida creativa de Char, un libro donde la reflexión sobre la condición humana y la condición de la poesía no se distinguen, un saludo a la belleza física del mundo que no se queda en el simple elogio sino que busca explorarla con un lenguaje que no ceda en su afán de comprenderla hasta las últimas consecuencias. Buena parte de lo que pienso sobre ese libro se resume en esta frase, sacada de uno de sus poemas en prosa: “El acceso a un estrato profundo de emoción y de visión resulta propicio al surgimiento de lo real irrestricto”. Ahí hay una clave: lo “real irrestricto”, el mundo sin máscaras, el lenguaje diáfano y acerado, la mirada limpia. Ese es uno de mis ideales poéticos, que no sé si he logrado alcanzar.

- ¿Cómo ves la poesía chilena actual, qué autores destacas? También me encantaría te explayaras sobre tu visión del panorama poético de la V región, sus Antologías, Mellado y su virulenta invectiva a la poesía porteña y a los poetas en general a propósito del disgusto que sintió cuando le robaran un ordenador portátil en una lectura de bar, la gran cantidad de lecturas y rescates a sus poetas mayores en el último tiempo ¿O ya te sientes un extraño dada tu residencia académica en el país del jazz y el expresionismo abstracto?
--Parto por lo menos importante, y te digo que lo que sucedió con Mellado no pasa de ser un hecho delictivo que ojalá las personas competentes hayan resuelto. No tengo los antecedentes completos, no conozco el caso en detalle, y de lo que sucedió supe de oídas en uno de mis viajes a Chile. Si ese lamentable episodio que afectó a Mellado lo ha puesto en pie de guerra contra los poetas de Valparaíso, creo que se trata de algo parecido a la situación de los soldados japoneses asentados en el Pacífico que seguían luchando años después de que la Segunda Guerra había terminado. Nadie se toma en serio a ese señor en Valparaíso, y habría más bien que preguntarle a él qué es lo que gatilló su virulencia. Pasando a lo que realmente importa, pienso que la poesía chilena actual goza de muy buena salud. Más que de poesía, creo que es apropiado hablar de “poesías” chilenas, aunque suene cacofónico. Tanto  apego por los artículos definidos (“el” poeta, “la” poesía, “la” voz, etc.) ha terminado por hacernos mal. Con esto quiero decir que en un país relativamente pequeño como el nuestro, con un mundo literario cuyas esquinas y pasadizos se recorren en poco tiempo, la variedad de proyectos y escrituras es asombrosa. Nunca me he creído el famoso “Chile, país de poetas”, pero no se puede negar que la cantidad de autores y autoras de gran talento que hay entre nosotros es, en ocasiones, sorprendente. Durante mi último viaje a Chile, entre julio y agosto de este año, pude retomar el diálogo con los amigos y amigas de siempre y que continúan escribiendo excelente poesía: Ismael Gavilán, Sergio Muñoz Arriagada, Enrique Winter, Marcela Parra, Luis Andrés Figueroa, Rubén Jacob, Elvira Hernández y Armando Roa Vial. Pude también conocer –es decir: iniciar el diálogo- con poetas como David Bustos, Guido Arroyo, Rodrigo Arroyo (este último autor de un primer libro sorprendente y necesario: Chilean Poetry), Antonio Rioseco y Andrés Ajens, uno de los poetas más personales e “indefinibles” de nuestra tradición reciente que acaba de publicar El entrevero, un extraño –con extrañeza de la buena-y muy notable libro. Acá en Estados Unidos, mantengo contacto permanente con tres buenos amigos que forman parte de la “Colonia poética nacional” en Norteamérica y le dan, por cierto, su excelencia: Cristián Gómez Olivares, Luis Correa-Díaz y Christian Formoso. En cuanto a la poesía escrita en Valparaíso y las actividades que hay en torno suyo, creo que ya era hora de que se empezara a rescatar la pequeña porción de historia que nos corresponde en todo este cuento. En agosto tuve la fortuna de estar presente en el homenaje a Ennio Moltedo, organizado por Marcelo y Patricio González, mis entrañables amigos de la Librería Altazor de Viña del mar, y en el coloquio sobre Juan Luis Martínez que Sergio Muñoz Arriagada organizó en Valparaíso. En ambos eventos, el espíritu de don Hugo Zambelli andaba rondando como ángel benefactor. También asistí, como público y participante, a algunas lecturas de poesía en el puerto, invitaciones que siempre agradezco. Una de las maneras en que se ha redefinido esa historia de la que te hablo son las antologías El mapa no es el territorio, de Ismael Gavilán, y Carta de ajuste, de Juan Eduardo Díaz y Antonio Rioseco; son ejercicios necesarios, reflejos y resúmenes de época, intenciones y proyectos. Están confeccionadas con seriedad y sin mayores pretensiones, y son un excelente ejercicio de lectura crítica. Ambas, además, no se quedan con el marbete “de Valparaíso” como si la poesía escrita ahí fuera especial o se diferenciara de la de otros lugares del país. Estoy incluido en la antología de Gavilán (en la otra no porque es un libro que reúne a poetas inéditos) lo que me permite ser, desde la lejanía, parte de ese territorio que no se reduce al del mapa de Valparaíso. Ese es otro de los grandes aportes de ese libro, porque el concepto de pertenencia a un lugar expande ese lugar hacia dimensiones que antes no habían sido pensadas. Después de libros así, uno no se siente tan lejos ni tan extraño, aunque en mi caso esa lejanía, marcada por la muy objetiva condición de vivir en el extranjero desde hace tanto tiempo, se dio desde un principio; si bien participé en reuniones poéticas a mediados de la década pasada (momento en que se comenzó a fraguar la idea de la “generación de los 90”), participé en el Taller de la Fundación Neruda en 1993, asistí a lecturas aquí y allá, conversé con otros poetas e inicié amistades que perduran hasta hoy, lo cierto es que mi primer libro (que fue, por lo demás, el segundo título que publicó La Calabaza del Diablo) apareció literalmente una semana antes de partir de Chile a los Estados Unidos, adonde vine a hacer mi doctorado. Mi bautizo poético, digamos, sucedió en ese nebuloso terreno que habita el que está pero en realidad ya no está. Recuerdo ahora con una sonrisa el día en que fui a buscar a la imprenta de La Calabaza en la calle Santa Elvira los diez ejemplares de mi librito que me correspondían. Estaba tan feliz que tomé la micro equivocada para ir a la casa de mi padre, donde a esa misma hora se estaba llevando a cabo una reunión familiar de despedida. El resto de mis publicaciones han aparecido, obviamente, mientras he estado acá, por lo que la condición de ser un extraño y casi “extranjero” continúa. Constato no más el hecho, y no me quejo; yo elegí irme, opté por quedarme en este país, al menos por un tiempo largo, y me siento tranquilo con esa decisión.

- ¿Cuál es tu relación con los poetas de tu promoción?
--En general buena, aunque no he estado sustraído de ciertas polémicas con algunos de mis compañeros de ruta, polémicas que se llevan al ámbito de lo personal y hasta lo privado con demasiada rapidez. Asumo la responsabilidad que me toca en esos menesteres, sabiendo que eso obedece, al principio en un nivel muy inconsciente, a la violencia que define la convivencia entre los chilenos al menos en un 90% de las ocasiones. Somos todavía un país de caciques, y así nos comportamos a veces, por desgracia. Pero me interesa pensar ahora en la idea de una promoción o generación desde su carácter íntimo, donde el encuentro con personas que comparten tus intereses desemboca naturalmente en una intensa conversación; ese diálogo tiene siempre un papel central, y pronto se transforma en el intercambio de bienes que no hay más remedio que considerar sagrados: poemas, libros, referencias varias. Muy pronto te sientes parte de un “grupo” cuya única razón de ser es seguir conversando y compartiendo intereses; luego se aparecen amigos de otros lugares que andan en lo mismo, se proyectan publicaciones (revistas o pequeñas antologías), se hacen las primeras lecturas públicas, hay escepticismo y fe al mismo tiempo en lo que uno escribe, se aprende todos los días con una velocidad hasta ese momento inédita. La llamada generación de los 90 nació para mí así, tal como nacieron y nacerán otras. En mi caso específico, esa eclosión se produjo en las aulas de la Universidad Católica de Valparaíso (cuando todavía no era Pontificia), adonde entré a estudiar la carrera de castellano el lunes 12 de marzo de 1990, justo al otro día del cambio de mando presidencial de Pinochet a Aylwin que se produjo a pocas cuadras, en el Congreso Nacional . Esa experiencia universitaria está indefectiblemente ligada a tres amigos, dos que estudiaban Castellano y otro que era alumno en Filosofía: Ismael Gavilán, Gonzalo Rojas Castro y Enoc Muñoz. Los cuatro formamos un círculo que nació sin proyecto alguno y que pronto comenzó a tener contactos con otros poetas que formarían parte de lo que se ha dado en llamar generación de los 90: Armando Roa Vial, Sergio Muñoz Arriagada, Cristián Gómez Olivares, David Preiss, Javiel Bello, Antonia Torres y Andrés Anwandter, por mencionar a algunos. La verdad es que nunca hubo entre nosotros un afán de hacer ninguna bulla con la pertenencia o no a una promoción, sencillamente ese nombre nació de repente, producto, como siempre, del afán de clasificar que tienen algunos. Es por eso que mi libro sobre ese periodo hace hincapié en la sospecha de su título, porque esa idea debe ponerse en cuestión a cada rato. Además, el pathos de ese grupo de poetas es, a mi entender, escéptico, así que no creo que tengan problemas en cuestionar esa y otras nociones que a veces se usan muy apresuradamente. Aunque no hay de qué preocuparse, en realidad, porque hemos tenido una corta vida: los que se autodenominan “novísimos” vienen desde hace tiempo declarando con bombos y platillos la muerte de mi generación y han organizado alegremente varios de sus entierros, poniendo en nuestra lápida el curioso marbete de “poetas académicos”. ¿Qué querrán decir con eso? Sí, hay poetas entre los de los 90 que trabajamos en la academia, algunos con doctorado y todo, pero hay varios que no poseen ninguna relación con ella porque no quieren o porque se dedican a otras profesiones. Si hablamos de ser académicos, son ellos los que se lo pasan tatuándose sus doctorados y sus títulos en la frente, son ellos los que han disfrutado de becas, viajes y publicaciones que esa misma academia que desprecian pero que utilizan como alero les ha dado. Nosotros ingresamos a la universidad literalmente al otro día del término de la dictadura (algunos incluso un poco antes), y vivimos por unos buenos años el espíritu pinochetista que la siguió administrando. Para nosotros, ir a una conferencia en Mendoza (hago referencia a una historia real) era un tema monetario porque resultaba absolutamente impensable que la universidad o alguna otra institución nos financiara nada, mientras ellos ahora viajan adonde quieren a leer sus ponencias y sus poemas pagados con el dinero que les da su casa de estudios o el estado, es decir, con la plata de los contribuyentes del país que odian con saña.

- ¿Qué te parece el Premio Nacional a Efraín Barquero?
--Hace unos meses aventuré, en el blog de mi amigo Cristián Gómez Olivares, con una seguridad que ahora me hace sonrojar, que este año el poeta que recibiría el Premio Nacional era Oscar Hahn. Me equivoqué rotundamente. Sobre Barquero no me pronuncio, porque no conozco bien su poesía. Pero hay que tomarse el Premio Nacional como lo que también es: un barómetro de cierto estado de cosas, el reflejo de la vida nacional en su dimensión literaria. El galardón a Barquero no es una excepción a esa regla. Si bien es cierto que este año yo hubiera preferido que lo ganara Hahn, para mí hay un solo poeta que merece más que nadie ese reconocimiento: Pedro Lastra. Su nombre no estaba en la lista oficial de candidatos (ojalá algún día lo esté) pero méritos le sobran para obtenerlo, tanto por su poesía como por su labor crítica. Un poeta admirable que es también un intelectual de primera línea, un observador melancólico y lúcido de la realidad, sin pretensiones de ninguna especie, y un lector que sabe como pocos compartir lo que descubre en sus innumerables itinerarios.

- ¿Qué libros no has podido terminar de leer?
--Demasiados como para confesarlo sin avergonzarme.

- ¿Qué te escandaliza?
--Muchísimas cosas, pero te menciono solamente algunas, tanto “del lado de acá” como “del lado de allá”, para que nos pongamos cortazarianos. Me escandaliza que en el país donde vivo desde hace poco más de una década, lugar que de muchas maneras es el mío, pero que en tantas otras no lo es ni lo será nunca, haya todavía gente que crea que las dos guerras en las que estamos involucrados sean justas y hasta “santas”, en donde incluso se utilice el nombre de Dios –un Dios bien conveniente y hecho a la medida de la ignorancia y la mendacidad de los gobernantes actuales- para justificar la invasión a Iraq, que se llevó a cabo gracias a falsas razones inventadas por los intereses económicos de las grandes multinacionales y de la industria militar. Esa guerra nunca debió ocurrir. Me escandaliza que incluso algunos de los más lúcidos ciudadanos de este país adhieran a la esquizofrenia que hay en la frase “estoy en contra de la guerra pero apoyo a los soldados”. ¡La única forma de apoyarlos es hacer que se devuelvan a sus cuarteles! Me escandaliza que haya gente que vote por un candidato –el senador republicano John McCain- que cree que ese acto de inmensa barbarie se justifica en nombre de una libertad y una democracia cuya credibilidad él mismo ha destruido. Allá ellos. Yo sigo creyendo firmemente en una hermosa frase de Octavio Paz: “Algún día la moral le cobrará cuentas a la historia”. Me escandaliza que Chile, a pesar de sus modernidades y posmodernidades injertadas a la fuerza, a pesar de su hambre por figurar en el mundo, de su ansiosa apertura al flujo de las más diversas ideas (de las que sólo se adopta la palabrería sin sentido) sea un país donde todavía rige una economía de fundo, con unos pocos patrones e innumerables capataces, algunos de ellos –muchos, al parecer- pertenecientes a la izquierda más “progre”, esa misma que protestaba contra Pinochet en Chile y en el exterior. Me escandaliza que sus herederos se preparen para continuar el modelo. Me escandaliza que nuestro país sea un lugar donde la violencia, una violencia que tiene varios rostros, una violencia –verbal, sexual, laboral, política- cuyo nombre es legión, todavía se practique con impunidad y tiña nuestra convivencia hasta en sus más mínimos detalles. Pocos son los lugares donde esas costumbres infames, donde esos abusos, encuentran justificación a todo nivel discursivo, desde los chistes hasta la ley. Si me permites recomendar un libro que dice estas y otras cosas mucho mejor que yo, te digo que hay que leer Leche amarga: violencia y erotismo en la narrativa chilena del siglo XX (Editorial Cuarto Propio, 2007), de mi amiga Rubí Carreño Bolívar.

- Y por último ¿A qué le temes?
--A ver seco el océano.

 

Marcelo Pellegrini: Selección de poemas

 

Mapache

.. . .. .. .. .. .. .. .. .. In memoriam K.R.

Tiene dos profundas esponjas de luz
en los ojos, dijo
Rexroth en un poema.
Una máscara blanca y negra también,
agrego yo luego de verlo
entre los arbustos.
Me mira y huye asustado,
sus uñas enterrándose
en las hojas secas, restos del otoño,
mientras su nombre hunde sus manos
en las vocales: mapache,
raccoon en inglés. ¿Cuál
de los dos más raro y extraño?
Mapache: Raccoon.
¿Cuál de los dos elegiría
si tuviera la oportunidad?
Ambos —al menos eso creo—
encarnan una extrañeza en el aire,
y su articulación es tan difícil
como cuando intentas verlo
entre los arbustos, escondido
del mundo, casi temblando,
mirando fijamente,
mientras lo llamas:
Mapache, Raccoon.

 

 

El mar

.. .. .. .. .. In memoriam Samuel Taylor Coleridge

De pronto el mar asoma entre la niebla,
llama húmeda, blanca lengua de sal;
bella ardiente cuya sonrisa tiembla
ante montañas de tierno mirar.

Su ir y venir de olas verdes y azules
es la marea de mi corazón;
el mar me envuelve con sus blancos tules,
quiere cantarme su leve canción.

Yo echo de menos el templo del mar;
su fresco y hermoso lecho de rosas
es como de las aves el trinar
y como el vuelo de las mariposas.

Llévame, eterno mar, sobre tus olas,
piérdeme en ti poblado de tu brisa;
tu abrazo es un perfume de amapolas
que me recoge y eleva sin prisa.

 

 

Canción del árbol en la noche

Cantaba el árbol en la noche
una canción que el viento le enseñó:

Mi flor clavada en el ojo,
cascada y remanso que viene y va;
la fruta, su cáscara este despojo,
mi estrella se fue y nunca volverá.

Cantaba el árbol en la noche
una canción que el viento olvidó:

El río una abeja mojada
en el recodo de esta pausa
las nubes allá arriba ensimismadas,
guerreros ajenos a esta causa.

El árbol limpió las nubes
cerca del agua que el viento movió.
Árbol y agua, voces que al cielo suben,
juntas cantan la última canción:

Mi estrella es un beso cristalino
que brilla diáfano en el agua clara;
el dulce murmurar de este ruido,
claridad del rostro de mi amada.

 

 

Tietê nocturno           
                                                          
A José Luiz Passos

 

                                                           É noite e tudo é noite. Uma ronda de sombras,
                                                           Soturnas sombras, enchem de noite tão vasta
                                                           O peito do rio, que é como si a noite fosse água,
                                                           Água noturna, noite líquida, afogando de apreensões
                                                           As altas torres do meu coração exausto.

                                                                                                                      Mário de Andrade

Como un dios destruido e iluminado
o como serpiente negra y lenta
apartas tus ojos del mar,
Tietê, río de siete vidas
y siete certezas,
huyendo de las aguas cual niño taciturno,
fija la mirada en las nubes que pasan.
Raro curso, como extraño abismo,
haces por los territorios de tu deseo.
Tu camino, capullo transparente,
pierde la memoria y se ata a su destino.
No hay nadie en las extensas planicies,
sólo un murmullo que no conoces,
un frío que habita esas rutas,
terrible viajero sonámbulo.
No eres nadie pero eres todo,
Tietê, río inconcebible,
pareja armonía de agua muerta
que todo lo transforma en légamo.
Nos apartas del mar
en tu peregrinaje
pero nos llevas hacia otras melancolías,
río, ajeno río de donde todos nacemos.
Tus puentes no son puentes,
son arcos en honor de fútiles victorias.
La noche camina junto a ti
como en tantas ocasiones,
y es ahí donde eres más río y más agua,
más asombro en la espesura,
lecho de estrellas,
alas de un águila caída.
Te pierdes, nos perdemos en ti,
somos hijos de ese viaje,
de los peces muertos a nuestro paso,
ángeles que nos hablan con voz muda.
A tu vera los oscuros habitantes de la ciudad
duermen el sueño de un sueño,
errancia de la luz.
Quizá nosotros también huimos
sin saber de qué, sin saber a dónde,
regresos sin fin y sin memoria.
¿Qué será de ti después de tanto tiempo sin tiempo?
¿Qué lugares te esperan, qué corazones muertos?
Seguirás en tu huida hacia el abismo,
hacia los brazos del horizonte oculto.
Seguiremos tu ruta
y veremos repartido tu cuerpo
en todas las planicies,
lento río sin nombre,
noche líquida que nos abandona.

 

 

La línea

Esa niña de cuatro años
nació cantando la canción:

Ayayayay canta y no llores
porque cantando se alegran
cielito lindo los corazones

Los ojos de la tormenta
aquí en la frontera:

Peuple de Tijuana,
no pasarán

Pero ella no canta, llora
en el puente sobre el río seco
como todos y como tú.

Caminando por la Revolución
no me encontré con mi amor.

De un lado al otro el verso y el reverso,
luz dentro de la luz

dibujando la línea

 

 

La niña que se sentaba a la mesa con Czeslaw Milosz 

                                         Nearby a little girl pumped water from a well.
                                                                                                                           C.M.

Por esa colina adonde se llega
a Grizzly Peak, el poeta
asciende para encontrarse con las nubes.
Hay aves en sus manos, como cuando los santos
las alimentaban en épocas muy lejanas.
El poeta sube a la morada
del cielo, a su luz verdadera,
entre el terror y la dulzura,
como él hubiera dicho, de esos días
en los que el mar es el diamante
más azul en la quietud del verano.

Una familia amiga lo espera,
y entre ellos, la niña de ojos verdes,
su cabello entre las nubes silenciosas
de un estío que se desliza calmo
entre sus dedos, agua solar
en los recodos de su piel.
A la hora de la cena,
la niña y el poeta
se sientan frente a frente.
La conversación es clara
como la luz que entra por el ventanal,
y discurre en un casi silencio,
pero, de pronto, ella pregunta
por Orfeo. El tenor de la cena
se alteró un poco, pero el poeta
quiso hablar con ella sobre
la historia del triste cantor
que bajó a los infiernos en busca
de su amada Eurídice. Su voz
era tan bella, y su lira tan diáfana,
que los dioses le concedieron
el privilegio de recuperar a su esposa,
con la condición de que, en el viaje de vuelta
a la superficie, no mirase hacia atrás
para comprobar si ella venía cerca de él.
“Pero Orfeo era muy desobediente”,
dijo el poeta, “y se dio vuelta y miró”.
“¿Y qué pasó entonces?”, preguntó la niña.
“Bueno” —dijo el poeta— “perdió su oportunidad.
No pudo volver con Eurídice al mundo de los humanos”.
“Es una historia muy triste”, dijo ella.
“Sí”, contestó él, “pero hermosa también.
Si lo piensas con cuidado, todos nosotros, en algún momento,
seremos nuestros Orfeos y Eurídices.
Tú todavía no lo sabes, pero lo sabrás.
¿Te digo por qué?”
“¿Por qué?”, preguntó ella.
“Porque en algún momento la lluvia mojará la arena de esta playa
al norte y al sur de la eternidad.
Y eso es muy hermoso”.
El poeta sonríe. La niña lo mira curiosa.

 

 

Sextina de la barca

Toda su vida amó la divina agua,
sin saber que la llamaba el desierto
para navegar sus bellos caminos.
Y a pesar que él puede ser un océano
la arena no permite que la barca
se desplace con la ayuda del viento.

Pero a la hora exacta en que sopla el viento
se ve el gentil movimiento del agua
que con suavidad desplaza a la barca
por un vasto mar igual a un desierto
donde, a lo lejos, respira un océano
plagado de inescrutables caminos.

Así es como el soplo hace los caminos;
ellos surgen del poderoso viento
cernido como un dios sobre el océano,
transformando su pecho en sagrada agua
deseada por el pecho del desierto
para que lo acaricie como barca.

Sobre la arena entonces va la barca
recorriendo los hermosos caminos
de aquel ancho y amoroso desierto,
entregada a la voluntad del viento
que domina el tierno cuerpo del agua
transformándola en proceloso océano.

Poderosa es la mano del océano
que agita el frágil cuerpo de la barca.
Y ella, así, teme el abrazo del agua
que la aparta de los bellos caminos
llevándola adonde desea el viento,
deseando ella vivir en el desierto.

Y, entonces, se vio en medio del desierto
clamando por el beso del océano;
pidió de nuevo que soplara el viento
para que su cuerpo de hermosa barca
vaya otra vez por los anchos caminos
y caiga alegre en los brazos del agua.

La barca ha andado todos los caminos,
y sin decir si ama desierto o agua
esperará los designios del viento.

 

 

[Todos los textos seleccionados provienen de La fuga (Poemas 1992-2007). Santiago de Chile: Beuvedráis Editores / Editorial Manulibris, 2007.]

 

 

 

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Marcelo Pellegrini.
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