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La sombra luminosa
Pedro Lastra: Obras selectas. Santiago:
Editorial Andrés Bello, 2008. 266 pp.
Por Marcelo Pellegrini
In memoriam Eugenio Montejo
Hace justo diez años, Pedro Lastra publicó, bajo los
auspicios de Lom ediciones, la última entrega de sus Noticias del
extranjero, libro que viene reuniendo y reordenando su obra poética
desde hace más de tres décadas. En el año 2000, también con el sello
Lom, Lastra publicó un conjunto de ensayos y notas sobre literatura
chilena e hispanoamericana con el título de Leído y anotado,
expresión que Ricardo Latcham, uno de sus maestros más queridos, utilizaba
a menudo para señalar que un libro recientemente publicado le era
familiar. Otros títulos de este autor han aparecido en Ecuador, Colombia,
Venezuela, España y Grecia, todos ellos compilaciones y –otra vez-
reordenaciones de su corpus
poético. Su magisterio literario, por supuesto, no ha quedado atrás:
a los artículos y ensayos que Lastra ha publicado en revistas de diversos
países se le suman las conferencias que ha dado en instituciones académicas
y en encuentros de escritores alrededor del mundo, algunos de los
cuales han sido la ocasión para homenajearlo como el maestro que desde
hace tiempo es.
Estas dos actividades lastrianas, la poética y la
ensayística, en apariencia separadas y para algunos hasta contradictorias
(esos algunos o algunas, por cierto, poco familiarizados o familiarizadas
con una tradición que hunde sus raíces en el primer Romanticismo),
se unen por primera vez en un volumen como este que, con el título
de Obras selectas, publicó la Editorial Andrés Bello. Hacía
falta un libro de Lastra en Chile, luego de sus periplos latinoamericanos
que lo han llevado también a tocar las costas de Europa (sin abandonar,
por supuesto, su observatorio de Sound Beach, Long Island, en Estados
Unidos, donde vive desde 1972); más falta hacía aun que ese libro
reuniera sus poemas con su prosa, hecho que nos permite ver otra dimensión
de la obra de este poeta, esa que tiene que ver no sólo con sus versos,
cuyo tono de carácter clásico –ese mismo que Gonzalo Rojas alabó alguna
vez- es perpetua fuente del buen decir, sino, además, y por sobre
todo, con el pensamiento que hay detrás de cada poema, es decir, con
sus dimensiones físicas y también metafísicas. Estos dos ámbitos,
que ahora podemos recorrer a nuestras anchas navegando entre los géneros
que los constituyen y amalgaman, adquieren para mí un rostro que no
tengo más remedio que calificar de paradójico, porque su claridad
pertenece a la noche. Así, tal como en los mejores cuadros de Rembrandt,
Georges de la Tour y René Magritte, la poesía y la prosa de Pedro
Lastra revelan su luz porque nacen de la oscuridad, o viven en ella
su mejor momento; no podemos comprender la una sin la otra. Es en
ese cruce, que Paul Valéry supo describir tan certeramente como la
“luz que supone la otra mitad en sombra”, es donde quiero concentrar
las observaciones de esta breve nota.
Obras selectas se abre con “Ya hablaremos de
nuestra juventud”, poema que desde hace tiempo es el que inaugura
las compilaciones de nuestro autor. Su temple es nocturno, como se
ve en la segunda estrofa:
Ya hablaremos de nuestra juventud
casi olvidándola,
confundiendo las noches y sus nombres,
lo que nos fue quitado, la presencia
de una turbia batalla con los sueños.
(p. 15)
Sueños y años perdidos, pero inmediatamente reencontrados
con una idea de futuro (hablaremos en algún momento, quién sabe cuando);
una especie de nostalgia adelantada que nos anuncia el derrotero de
los poemas que siguen. A veces la sombra, dadora de melancolía, ilumina
paisajes y personajes literarios que nos son familiares o al menos
no enteramente extraños, como ese monarca “sin cetro ni corona” del
poema “Puentes levadizos”, segundo de la serie, y del que cito un
fragmento:
¿De quién pues esta mano
inhábil, estos ojos que sólo ven fronteras
indecisas o el viento
que dispersa los restos del banquete?
Llegué tarde, no tengo
nada que hacer aquí,
no he reconocido los puentes levadizos
y éste que se tendía
no era el que yo buscaba.
Me expulsarán los últimos centinelas despiertos
aún en las almenas: también ellos preguntan
quién soy, cuál es mi reino.
(p. 16)
La sombra u oscuridad no es en este texto (así como
en muchos otros) literal, sino metafórica: el monarca posee un destino
que lo deja marginado de la historia, en la no-luz del tiempo sin
tiempo, derrotado e irreconocible hasta para sus vasallos. No debiera
extrañarnos la insistencia de Lastra sobre este tema, al punto de
convertirse en algo recurrente en su poesía; si leemos su “Arte poética”
comprenderemos que se trata de algo mucho más sustancial que episódico:
En un cielo ilegible he pintado mis ángeles
y es allí que combaten por mi alma,
y en la noche me llaman de uno y otro lado:
no en el día,
porque la luz les quita la palabra.
(p. 107)
La noche es, aquí, dadora del verbo; la poesía nace
de ella, y hacia ella viaja, porque es su centro de gravedad. Lastra
sabe muy bien que esa tradición de la poesía nocturna en América Latina
posee una ilustre genealogía, desde el conocido poema “Dos patrias”
de Martí, hasta “Al silencio” de Gonzalo Rojas, pasando por el Darío
de Cantos de vida y esperanza, el José Asunción Silva de los
“nocturnos” y el Xavier Villaurrutia de los poemas homónimos. Pero
si en estos poetas la noche es, digamos, el fin de las cosas (la muerte,
el cansancio del universo y de la palabra, la ominosa presencia del
peligro) en Lastra es el comienzo de todo, en especial de la poesía.
Un “principio de realidad”, como dice el poema “Carta nocturna”:
Recuerda, pues, recuerda
que a la vuelta de las estaciones
tú serías mi principio de realidad,
y no hubo estaciones ni regresos,
sólo figuras entrevistas y sentidas por un durmiente,
un ir y venir de días a lugares
cruzando esas arenas movedizas
sin temor ni alegría.
(p. 55)
El “tú”, que podríamos asimilar a la noche, es ese
comienzo o principio que establece la existencia del mundo sublunar.
Esto se intensifica en el poema “Homenaje a René Magritte”, donde
el hablante retraza el recorrido de lo oscuro (ese “ir y venir de
días a lugares”, del poema “Carta nocturna”) hacia su propio cuerpo:
Sin ninguna confianza en la luz
que apago con temor y reverencia
veo la sombra de mi cuerpo
del otro lado de la pared
(p. 92)
Un cuerpo (y los ojos, su sinécdoque) se contempla
a sí mismo a partir de la oscuridad, o más bien gracias a ella. Esa
proyección del hablante en la pared tiene para mí al menos dos consecuencias
cruciales para la poesía de Lastra: la primera es la analogía con
la pintura, una de las artes que se encuentran entre las adhesiones
más perdurables del poeta, y que también le da pie para habitar la
oscuridad (en el poema “Anunciaciones en el taller de Miguel Loebenstein”,
por ejemplo (p. 95), tenemos la “revelación gozosa / del sueño de
la luz, / del sueño de la sombra”); la segunda es que ese viaje produce
un pensamiento que encontraremos desplegado con singular gracia y
erudición en la prosa de este autor. Es ahí donde ese desplazamiento
del lenguaje, podríamos decir, ilumina desde la sombra los ámbitos
que recorre en el género del ensayo y, como tal, hace que fijemos
la atención en los reveladores detalles de lectura que Lastra describe
cuando glosa un texto, detalles que, si no fuera porque él nos indica
su existencia, pasarían por completo desapercibidos para nosotros.
La sombra, así, se vuelve deslumbrante, y arroja claridad sobre sus
poemas también. No se trata, por cierto, de ninguna sombra negativa
o cosa parecida, sino de algo que el mismo Lastra ha llamado en su
poesía “lo indeciso”. Ese concepto ayudará a ejemplificar, ojalá de
manera nítida, lo que he propuesto como hipótesis de trabajo.
De su obra de juventud, señalada por libros como La
sangre en alto (1954) y Traslado a la mañana (1959), Lastra
ha rescatado muy poco, quizá por los pudores y distancias con que
el poeta maduro mira su obra temprana; un solo verso, incluido originalmente
en el libro del ’59, podemos ver en estas Obras Selectas: “El
tiempo con sus ramas indecisas”, que ahora forma parte de un poema
titulado “Noticias breves” (p. 96). Este solitario endecasílabo tiene,
sin embargo, una importancia capital, porque la idea de “lo indeciso”,
cuya primera manifestación es este verso, posee una presencia constante
en la obra poética y crítica de Lastra. Ahí tenemos, por ejemplo,
además del ya citado “Puentes levadizos” y sus “fronteras indecisas”,
el poema “Lección de historia natural”, cuyas primeras cinco líneas
dicen:
Entre las plantas y las aves,
las criaturas sigilosas
y las ardillas indecisas,
urde la vida de allá afuera
sus movimientos circulares.
(p. 117)
O el poema titulado, precisamente, “Con letras indecisas”,
homenaje al poeta Omar Cáceres, que comienza: “Omar Cáceres dice /
que escribió su poema con letras indecisas.” (p. 106).(1)
Esa “indecisión” pertenece a la penumbra, a lo que no puede
verse con claridad, a lo borroso o tenue que la sombra nos entrega,
pero que podemos intuir como una potencial revelación; ahí está el
conocimiento que produce esta poesía, su inteligencia y su modus
operandi. No podemos sino pensar, entonces, que es en lo indeciso
donde hay una poética, que, como dije líneas atrás, tiene una equivalencia
en la prosa de Lastra, donde se vuelve, como en su poesía, de una
claridad meridiana que viene de la noche.
La sección de prosas de Obras selectas se abre
con un significativo epígrafe de Pedro Mexia, extraído de su Silva
de varia lección. Cito un fragmento:
…aviendo gastado mucha parte de mi vida en leer y passar muchos
libros, y assí en varios estudios, parescióme que, si desto yo avía
alcanzado alguna erudición o noticia de cosas (que, cierto, es todo
muy poco) tenía obligación a lo comunicar y hazer participantes
dello a mis naturales y vezinos, escriviendo yo alguna cosa que
fuesse común y pública a todos.
(p. 147)
Esta declaración de modestia (por supuesto, lo que
Pedro Lastra sabe, tras haber dedicado su vida a leer, no es poco,
sino abundante) tiene a mi juicio, en su frase final, una clave de
lectura: “cosa que fuesse común y pública a todos”. Esa es la misión
del crítico según Lastra, aprendida sin duda en las conversaciones
que tuvo con Ricardo Latcham: darnos lo que nos es común, lo que nos
permite formar una comunidad intelectual gobernada por la amistad
y la poesía. Pocos lo hacen con tanta propiedad como Lastra, quien,
además, posee una habilidad extraordinaria para captar los pormenores
más escondidos del texto que lee. Ahí está, en mi opinión, lo indeciso
transformado en conocimiento claro y luminoso, porque el lector apasionado
que es Lastra recorre los ámbitos más oscuros –por escondidos- de
nuestra tradición hispanoamericana para proyectarlos y presentarlos
ante la comunidad de sus lectores. Si su poesía nos da imágenes que
vienen de la sombra, su prosa nos da imágenes equivalentes que provienen
de los tesoros escondidos que descubre. Ahí tenemos, por ejemplo,
el recorrido que Lastra hace por la literatura colonial de nuestro
continente, en donde textos de índole histórica y documental se transforman
en sorpresivas fuentes poéticas. Un caso notorio es el libro Relación
y naufragios, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, cuya larga empresa
de exploración de lo que hoy es el sur y el sur oeste de los Estados
Unidos significó para Lastra no sólo el aprendizaje sobre una empresa
desaforada de nuestra historia, sino el “descubrimiento” de uno de
sus poemas más conocidos. El relato de Cabeza de Vaca, incluido en
el capítulo III de su libro, dice:
Otro día siguiente, que era Viernes Santo, el Gobernador se desembarcó
con la más gente que en los bateles que traía pudo sacar; y como
llegamos a los buhíos o casas que habíamos visto de los indios,
hallámoslas desamparadas y solas, porque la gente se había ido aquella
noche en sus canoas. El uno de aquello buhíos era muy grande, que
cabrían en él más de trescientas personas; los otros eran más pequeños,
y hallamos ahí una sonaja de oro entre las redes
(p. 161)
La última frase (“una sonaja de oro entre las redes”)
es un endecasílabo perfecto, lo que llamó la atención del poeta Lastra,
quien, animado por ese descubrimiento, escribió su poema “Espacios
de Alvar Núñez”:
Los buhíos o casas desamparadas, solas
(la gente se había ido aquella noche en sus canoas).
Un buhío muy grande: en el cabrían
hasta trescientas almas.
Los otros más pequeños,
.. .. .. . y fue ahí donde hallamos
una sonaja de oro entre las redes.
(p. 84)
Como el brasileño Oswald de Andrade hizo a comienzos
de siglo con textos que pertenecen a la tradición colonial de su país,
Lastra prácticamente no escribió el poema, sino que “reordenó” algunas
expresiones del texto original, en una verdadera creación a partir
de nuevas dispositio de lo leído. Ahí se unen las búsquedas
del estudioso con las del poeta, ambas haciendo de la oscuridad su
punto de partida. Otros ejemplos hay en los textos en prosa incluidos
en Obras selectas: la inesperada relación entre un cuento de
Hernando Téllez y un capítulo del Facundo, de Sarmiento; una
curiosa “desviación” de un texto de Borges respecto de la historia
del Imperio Romano de Gibbon, que dará origen a una de sus opiniones
más conocidas; la inquietante reelaboración literaria que Vargas Llosa
hizo de César Moro, su profesor de francés en el colegio militar Leoncio
Prado, en La ciudad y los perros; y el constante redescubrimiento
de puntos de conexión entre autores y tradiciones aparentemente ajenas
entre sí, en especial respecto de la poesía escrita en el continente
durante los últimos cien años. En ese sentido, cobra especial importancia
la reflexión que Lastra dedicara al tema del exilio, nunca ajeno a
sus preocupaciones literarias y vitales, cuyo rastreo llega incluso
hasta un autor como Guido Cavalcanti.
Motivo de celebración es Obras selectas, el
nuevo libro de este luminosamente oscuro poeta, el más nocturno y
sutil de los que escriben hoy entre nosotros, capaz de darnos una
llama penumbrosa que nos revelará, como en un cuadro de Magritte que
él tanto ama, “el imperio de la luz”.
* * *
(1) El poema de Cáceres
al que Lastra hace alusión se titula “Iluminación del yo”, y es el
penúltimo de su libro Defensa del ídolo (1934). En realidad,
el poema caceriano dice “con letras imprecisas”, y no “indecisas”.
Fue Pedro Lastra el que “leyó” el poema cometiendo esta seminal equivocación,
verdadero lapsus verbal, que le da otro significado, a mi juicio muy
productivo. Para más detalles sobre estos cruces de palabras, olvidos
y “malas” lecturas (utilizo este último término en el sentido que
le da Harold Bloom en su clásico libro sobre las influencias poéticas),
ver mi artículo “Para una poética de la apasionada y sigilosa lectura.
Sobre Leído y anotado, de Pedro Lastra”, incluido en Arte
de vivir: acercamientos críticos a la poesía de Pedro Lastra.
Santiago de Chile: DIBAM / Archivo del Escritor, Biblioteca Nacional
/ RIL Editores, 2007 (pp. 173-183).