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Fuga, canon e indeterminación en la poesía de Marcelo Pellegrini

Por Miguel Gomes
The University of Connecticut-Storrs
Publicado en Inti: Revista de literatura hispánica, N°75, abril 2012



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I

No es usual que un poeta joven recoja sus trabajos para empezar a darles la fisonomía de obra, es decir, de escritura en la que cristaliza o se construye una trayectoria vital dotada de sentido y destino, aunque este, tras las lecciones del simbolismo—soterradamente asimiladas durante la primera mitad del siglo XX en medio del bullicio de las vanguardias y su colapso—, se confine al libro mismo o a la “vida” de las palabras. Mucho menos usual es que el poeta joven en cuestión recoja sus trabajos con persistencia, unos dentro de otros, para insinuar que la existencia literaria, la del autor y lo que escribe, es una especie de mise en abyme de identidades inestables, precarias, al menos parcialmente ficticias. Marcelo Pellegrini (Valparaíso, 1971) tenía solo treinta y seis años en el momento en que apareció La fuga (poemas 1992-2007), donde incluía Ocasión de la ceniza (2003)—que a su vez reunía, con nuevos materiales, Poemas (1996) y El árbol donde envejece la muerte (1997)—y El sol entre dos islas (2005)—donde se juntaba a los inéditos una plaquette anterior, Partitura de la eternidad (2004)—, así que debemos descartar como estímulo central una “sinceridad” emparentada con el autobiografismo romántico (Steltzig 8), aun advirtiendo aquí y allá la mención de nombres como los de Coleridge o Dickinson. La nota significativamente titulada “Previa”—frase trunca para que de inmediato reparemos en hechos del lenguaje—formula su admonición con una afable sonrisa:

Si la experiencia del poeta es [...] verbal, espero que estas páginas den fiel testimonio de ello [...]. No publico aquí todo lo que he escrito; no pensé al compilar este libro en unas quiméricas “obras completas”, algo que estoy reservando más bien para los deleites de la vejez literaria. Tampoco pude resistir la tentación de modificar algunos poemas. (7)

Iniciar la compilación de una carrera poética con semejantes negaciones nos da la clave y reorganiza nuestra percepción: la ausencia de autobiografismo tradicional no exige que borremos del todo el legado romántico, en particular el menos obvio, porque el tipo de “subjetivismo sentimental” que solemos atribuirle al movimiento tal como se manifestó en la tradición hispánica (Paz 117) había sido, en sus orígenes alemanes, sometido a severo juicio por varios escritores y pensadores esenciales. Friedrich Schlegel y sus allegados desarrollaron una teoría de la ironía que la concebía como fuerza subversiva que irrumpía tanto en la escritura como en la lectura, “bufonería trascendental” (fragmento de Liceo 42) capaz de construir y a la vez destruir al sujeto y los temas de los que se ocupaba (Liceo 37; Ateneo 51, 305). La ironía nos distancia de nosotros mismos porque, además de manifestarse como parabasis, aparte histriónico (Liceo 42), “es la forma de la paradoja” (Liceo 48) y todo, para ella, se convierte en “síntesis radical de radicales antítesis, permanente mutación producida por opuestos” (Ateneo 121). Tratar de dar con un fondo de sinceridad se vuelve, así, materia de fábulas eleáticas. Cuando Pellegrini completaba su nota “Previa” con las siguientes disquisiciones, nos instalaba definitivamente en el espacio de lo irónico:

La fuga es una sola y es múltiple. Es la huida del poeta de sí mismo hacia sí mismo y hacia ninguna parte. Es el escape hacia las últimas fronteras del lenguaje y hacia las palabras más cotidianas. Es el arte de Bach y el poema “Fuga de muerte”, de Paul Celan. Es la luna a mediodía y el sol a mitad de la noche. Es la permanencia de lo efímero [...]. Es el habla y la mudez [...]. (8)

Cabría agregar entonces que La fuga es lo autobiográfico y aquello que lo contradice, un libro que nace para desmentirse en cada una de sus líneas, corroyendo cualquier ingenua fe en instancias superiores de la “verdad” que pueda albergar a estas alturas de la historia algún lector distraído. La ironía, en efecto, se concebía en el romanticismo como lucha contra la entelequia de un conocimiento absoluto (Man “The Concept” 166-167)). La “Previa” de Pellegrini es una estilizada—probablemente involuntaria—reelaboración ensayístico-poética de la árida definición “teórica” que Paul de Man había ofrecido de la ironía, con ocasión de comentar el texto donde Schlegel va más a fondo en su visión de esta, “Sobre la imposibilidad de comprensión” (Über die Unverständlichkeit): “el acto irónico revela la existencia de una temporalidad no orgánica al relacionarse con su origen en términos solo de distancia y diferencia, sin permitir finales o totalidad” (Man “The Rhetoric” 222).

Un libro que se titula La fuga anuncia, de entrada, que distancia y diferencia se han integrado en la sustancia del canto.


II

El proyecto lírico de Pellegrini se entiende mejor cuando lo situamos en el contexto cultural del que surge. En los albores del siglo XXI, un vistazo al canon de la lírica chilena percibe sin esfuerzos un desfile de héroes y antihéroes que por escrito y en los roces paratextuales con la vida “pública” han practicado y propuesto modelos de actuación intensos, grandiosos, cada uno a su manera extraordinarios. Rafael Gutiérrez Girardot, en una frase que no necesita demasiadas aclaraciones, caracterizó al personaje nerudiano como “Narciso telúrico” (15); el de Nicanor Parra es una estrella letrada cuyas carcajadas todavía animan recitales, exposiciones y proclamas de su añeja candidatura al Nobel, sin la cual la vehemencia periodística no consigue aparentemente valorarlo;[1] Raúl Zurita consolidó con ácido su leyenda de víctima y marginado, poeta-mártir, aunque ya tempranamente recompensado en el Cielo de los premios con pensión vitalicia.[2] Bastan tres ejemplos, aunque podrían multiplicarse: en tal panorama, el tono contemplativo, discreto que adoptan los hablantes de Pellegrini —y el compendio de todos que “edita” y prologa La fuga— podría dar la impresión de medianía, cautela o falta de vigor a un lector superficial o ensordecido para otro tipo de poesía luego del estruendo de tantos titanes que ocupan pedestales. Para quien esté acostumbrado a poemas concebidos para el megáfono o aderezados con los rumores de una videomasturbación (Maldonado-Zurita), ciertamente, el recato de Pellegrini resulta ininteligible, porque su crítica se hace con el silencio o, como diría Kierkegaard de la ironía, con “una negatividad infinita” (287). El comedimiento y la timidez expresiva se convierten en un auténtico atentado si se colocan en un escenario donde la superhombría o el escándalo son la norma.

Pellegrini no está solo en esta empresa. Otro creador indispensable en el panorama chileno actual, Luis Correa-Díaz, comparte varios de sus principios, aunque los pone a funcionar al revés: sus personajes-autor —piénsese en el que nos da la bienvenida en la “Advertencia” al Diario de un poeta recién divorciado (7)— son extrovertidos; con su democrática llaneza y su cotidianidad les hacen frente a profetas, mártires autoflagelantes o stand-up comedians en su propio territorio, el de lo gregario. Algo similar habría que decir de poetas jóvenes que hasta ahora sabiamente se han abstenido de entregarse a una poesía signada por el espectáculo o a él encaminada, dedicándose más bien, en sus términos, a explorar “el provisorio firmamento de una hoja de papel” (Armando Roa Vial 22), a “fabular en el aire” (Ismael Gavilán), a ejercer un “oficio menor” (Andrés Anwandter) o a “callar cuando hablan” (Jorge Polanco 34). El de Pellegrini es un nombre sobresaliente en lo que constituye desde hace algunos años —finales de los ochenta si deseáramos mayor precisión, y más adelante me detendré en lo que ese período socialmente implica— un momento de renovación profunda de la sensibilidad poética chilena, que propicia nuevas maneras de leer y entender la literatura, y cuyo canon nacional no es el habitual en los manuales escolares o los medios de comunicación de masas que incursionan en la “alta cultura,” sino que incluye escritores como Omar Cáceres, Eduardo Anguita, Rosamel del Valle, Jorge Teillier y Pedro Lastra, adeptos a una minoridad —en el sentido de Deleuze y Guattari— que contrarresta los excesos espectaculares de la vanguardia y de la posvanguardia.

La fuga se ciñe a la ironía cuando las inclinaciones enunciativas esbozadas en su arquitectura libresca se refuerzan con epígrafes como el proveniente de José Gorostiza, al frente de la primera sección del volumen: “cegados por la recia tempestad del instante” (11). Invocar a Gorostiza como voz tutelar nos recuerda que la abstracción es necesaria para combatir el imperio de figuraciones, poses teatrales y caudillismos letrados al que la poesía hispanoamericana tiende desde la fundación en el siglo XIX de su campo literario moderno (Gomes 57- 61) —al poeta mexicano le tocó hacerlo en la atmósfera declamatoria, inflada y operática (no se nos olvide: también muralista) de la cultura que promovió la Revolución en vías de institucionalizarse. Sus palabras evocan, tal como el ironista se lo propone, la vastedad de lo mínimo cuando la poesía denuncia lo rotundo o solemne. Y un inteligentísimo desparpajo hay en la cita de Pellegrini, sin duda, puesto que la estrofa completa del “Nocturno” de Gorostiza perfila un poeta chileno futuro que se encuentra con su reflejo o identidad velada en lo que irremediablemente es ludismo verbal, lenguaje desprendido de actitudes demagógicas— incluso por el anticipado camp con que se acude a la entonces fosilizada retórica modernista:

Esta noche sin luces y esta lluvia constante
son para las historias de aquellos peregrinos
que dejaban el lodo de sus buenos caminos,
cegados por la recia tempestad del instante,
y con paso más firme seguían adelante,
al lucir de los nuevos joyeles matutinos. (Gorostiza 47)

Evidentemente Pellegrini, uno de aquellos peregrinos, socava la autoridad del autor al retratarlo no como fuente del decir, sino como ingrediente de este, una forma más entre las que se explayan en el espacio y el tiempo del libro enfáticamente diseñado, lo que convierte al poeta en una especie de “arqueólogo” que reclama para la lírica la perspectiva que aconsejaba Foucault respecto de la noción de œuvre (139).

Pero en sus poemas el estro paradójico de la distancia romántica de sí mismo se manifiesta de maneras diversas. Una pieza reciente, no recogida en volumen antes de La fuga, señala el punto exacto donde las escisiones e inversiones del plano de la enunciación se cruzan con el enunciado. La extensión y el prosaísmo del título demuestran de una vez lo que señalo: “El libro de (sobre) Wittgenstein que se perdió, bloqueando así mi identidad.” Tras la “bufonería” con que el hablante ofrece sus primeras señas, los dos primeros fragmentos que componen el poema son suficientes para captar, por una parte, la honestidad de una escritura que no oculta su índole lingüística —casi espectral, si se la compara con la del mundo empírico— y, por otra, el rigor con que se expone la lucha interna de las palabras con sus significados en movimiento, a duras penas portadores de una esencia fija o eterna:

[1]
Die Welt ist alles, was der Fall ist.
The world is everything that is the case.
El mundo es todo lo que es el caso.

[2]
Mi caso, sin embargo, no fue el mundo,
ni lo es ahora. Es hacer y deshacer
las manchas, extirpar la niebla,
ver con las manos, tocar con los ojos. (193)

En algunas ocasiones, la composición reúne referentes que entre sí se rechazan, amplificando los oxímoros o las antítesis que acabamos de ver—con los cuales la vivencia mística suele formularse. La “Nota para un poema de José Antonio Ramos Sucre” se elabora como versión laica de la coincidentia oppositorum, menos por la matriz vida-muerte desarrollada que por bosquejar una curiosa paradoja enunciativa: el poeta venezolano y el que lo evoca se entreveran mediante un “tú” de referente inasible y una preposición esquiva —¿escribe Ramos Sucre la nota, en una situación ficticia, para uno de sus poemas en prosa, o leemos un homenaje que alguien más le rinde?:

El suicidio es la rosa perfecta del jardín. Sobre ella danzamos en busca de la ambrosía que nos dará la vida eterna. Tú, suicida angélico, eres el que sufre de insomnio en la cueva de la metáfora. Tú balbuceas el hambre de morir en la respiración del mundo. (34)

El espacio en blanco de la página y otros elementos gráficos refuerzan la sensación “trascendental,” aunque íntima, de muchos poemas de Pellegrini, especialmente los iniciales:

El rasgo
La tarea
La letra en la sangre
Su dibujo en la mano
Y, sin embargo,
Cósmico (15)

Como en la inscripción previa, “Pájaro” sitúa sus contradicciones en una reflexión sobre la poesía misma que no agota, con todo, las posibilidades de interpretación:

Sobre el cielo un pájaro
trata de describir la eternidad,
pero solo le salen instantes,
el aire de su vuelo,
un espacio hecho de nada. (17)

“Los mesteres del poeta,” por su parte, hasta en la enfática duplicación del tres que se produce en las estrofas, confirma que la inflexión que se les da a los conflictos es dialéctica, como se sospecha en muchos de los pasajes donde Schlegel aborda el tema de la ironía:

La mano teje el libro en el destierro.
Mientras fulgura una palabra
el viento apaga una lámpara.

Ni luz ni oscuridad: sombra,
unión de dos frutos
crecidos en la memoria. (38)

Finalmente, en una de las secciones de “El ciego de los mares,” comprobaremos que la visión extrema desde la cual se genera casi cada poema halla su vehículo más apto en el antiguo topos de lo indecible, solo que remozado, con un guiño, por un roce sardónico con el trabalenguas dentro del ropaje fragmentario y fatigado de una silva y por la prosa en que poco a poco la dicción encalla:

Para leer lo que quiero leer
tendría que escribirlo.
Pero no sé escribirlo.
Nadie sabe escribirlo. (49)

Novalis, compañero cercano de Schlegel en pensamiento y escritura, anheló “el día en que el hombre no cesará de velar y de dormir a la vez,” “Soñar, y al mismo tiempo no soñar” (Béguin 263). Pellegrini apunta: “Sé que desperté: todavía duermo” (54). Si a ello agregamos lo que en su poema “La llama” leemos: “El Hacedor está en la llama. / Todo lo destruye y todo lo crea / con simultánea paciencia” (100), o lo que de “La palabra” se afirma: “Te haces y deshaces / dentro de ti misma, / como ese libro de la Sabiduría / cuyo orden desconocemos” (101), la raigambre germánica del neorromanticismo que triunfa en La fuga queda con seguridad establecida.

Lo anterior deja una cuestión por discutir: ¿pueden la abstracción y el “trascendentalismo” de esta poesía volverse prisión? Al hacerme la pregunta estoy pensando, por supuesto, en el ideologema que numerosos críticos repiten movidos por la antipatía hacia los “formalismos,” categoría elástica que abarca diversos productos estéticos o teóricos.[3] Para responder, declararía que no estimo que la poética de Pellegrini genere ningún tipo de enclaustramiento en la forma o ninguna estéril satisfacción con los límites del lenguaje. Un título como La fuga, entre sus acepciones, tiene la muy previsible en la tradición latinoamericana de “escape” tal como lo entienden los sacerdotes del compromiso. Inmediatamente, habría que plantearse que el autor se señala a sí mismo, una vez más irónico, con el dedo acusador. Si repasamos uno de los poemas más llamativos teniendo en cuenta ese detalle, la ironía se convierte en risa y nos aconseja debatir si el asunto de “C’est la mort o la morte?” es erótico o, más bien, “metapoético,” por retratar al obstinado protagonista como artífice (que “lima”), propietario de un discurso (“quejidos”) y hasta de un sistema retórico (“lugares comunes”). La metapoesía haría de él una sátira despiadada de todo formalismo, incluso el que pueda imputársele a su autor:

Y aquí vuelve este Onán,
el insensible amante de sí mismo,
limando el pedernal gastado de su sexo,
con sus quejidos llenos de lugares comunes,
con sus caricias sin sentido.
Quiere irse a una playa lejana
para acabar con su vida,
pero, dichoso él, su heroica
gesta nunca abandonará
las costumbres humanas. (65)[4]

Pellegrini cultiva lo que en literatura constituye la más suprema de las libertades: la de permitir al lector interpretar y localizar una verdad a su medida, no una impuesta por un Autor —en mayúscula— de dimensiones mitológicas, encarnación de la ley. Poemas como este quedan “abiertos” para enseñarnos que el lenguaje es una prisión, sin duda, pero creada y regentada por nosotros. Su forma nos encierra para iluminar, igualmente, cómo puede conmutarse nuestra pena.


III

La libertad a la que me he referido se alía a una operación irónica cuyas antinomias apuntan en direcciones sorprendentes, en particular si el fantasma del escapismo no deja de inquietarnos. Lo cierto es que buena parte de la poesía de Pellegrini podría leerse políticamente, aun cuando sus temas no recalquen dicha opción. El juicio al que el poeta somete el canon chileno, que ensalza sin matices las actitudes “responsables,” se hace más efectivo y enriquecedor cuando nos obliga a ver que el salvacionismo, la ostentación épica y otras modalidades de lo que en estas páginas he denominado “espectáculo” no son imprescindibles para dialogar con la sociedad. Pellegrini no se ha propuesto volver a crear el mundo o reorganizarlo con su escritura, sino insertarse en él —y aquí parafraseo los términos con que H. G. Widdowson ha meditado, muy coherentemente, sobre la capacidad de intervención que tiene la literatura (191-192).

En ese sentido, una de las secciones más solventes de La fuga es “El sol entre dos islas,” donde se registra la experiencia colectiva chilena de los últimos años sin recaer en formas cansinas, fácilmente mercadeables y consumibles de testimonio. Estos poemas, de hecho, traducen una estructura de sentimiento colectiva al lenguaje de la lírica sin arrastrar a esta a dominios que le son ajenos. Si la transición a la democracia ha sido un camino lleno de incertidumbres, vacilaciones y ajustes de cuenta prorrogados, pero no por ello ha dejado de hacer realidad cambios, igualmente la cosmovisión que construye esta poesía refleja vivencias en suspenso a través de las cuales el deseo intenta orientarse e insinúa su acción sobre el entorno. El desplazamiento por un espacio impreciso sintetiza ese patrón de conocimientos e intuiciones que no puede, por el momento, verbalizarse de otra manera.

Antes de examinar textos específicos, conviene hacer un par de aclaraciones. Para vincular su obra al acaecer chileno no me parece problemático que Pellegrini se haya radicado en 1997 en los Estados Unidos, ni me parece un obstáculo que los poemas de “El sol entre dos islas” señalen “Berkeley, California 2003-2005” como el lugar y el período de la redacción: son poemas en español, “extranjeros”; en ellos podemos suponer en acción una cultura distinguible de la predominante en el país de la escritura, un horizonte vital y estético previamente interiorizado en el que el sujeto formó su sensibilidad y con el que sigue enfrentándose de una u otra manera al presente. Su extranjería aporta otra faceta a la “suspensión” o los “espacios imprecisos” a los que he aludido, porque es una condición para la que había estado preparándose en un Chile donde debería, más bien, haber sentido lo contrario, el arraigo—como correctamente se ha aseverado, el “exilio” de Pellegrini, que “no vive con las maletas listas para volver,” es “voluntario” (Gómez Olivares). La inestabilidad, la movilidad del pasado se confirma en el presente de la enunciación que se convierte, hasta cierto punto, en su consecuencia. Que “El sol entre dos islas” haya sido incorporado en la estructura de una autobiografía irónica lo corrobora: o ¿acaso hay fugas sin siquiera la sospecha de un origen?

La segunda aclaración tiene que ver con la transición chilena. Esta la concibo, por supuesto, de una manera más amplia y menos mecánica que la expuesta en 1999 por Manuel Antonio Garretón, que hablaba de un proceso concluido. Óscar Godoy Arcaya argumentó, por esas mismas fechas, que, pese a que en la superficie institucional la democracia parecía haberse consolidado en Chile, desde muchos puntos de vista no había habido ninguna consumación. Con una posición similar, y considerando que Augusto Pinochet muere en diciembre de 2006 sin que se lo haya penalizado convincentemente, no creo desacertado tampoco sostener que la llamada “transición” aún continúa, si no en el Estado visible, al menos en la subjetiva conversión del espacio social en experiencia —de allí que rememore la difundida noción de structure of feeling con que Raymond Williams estudió ese tipo de fenómenos (128-135). Por lo demás, la opinión nacional e internacional ha apoyado esa perspectiva cuando en 2005 alegaba, por ejemplo, que seguían librándose en Chile batallas legales contra una “herencia autocrática” (Cárdenas).

Las vivencias en suspenso que sugiero en “El sol entre dos islas” se observan en varios mecanismos concretos. El primero afecta a la totalidad de La fuga y propone al libro como reto de interpretación. Me refiero a la estratégica selección del material gráfico de la portada, que actúa como uno de los muchos intertextos plásticos o musicales a los que Pellegrini nos tiene acostumbrados. La intertextualidad en general descentra la lectura y libera significados en un campo amplio de referentes, entre las exigencias de sentido del primer texto y las exigencias del que a él nos remite —“cruce (o estallido) de varios discursos,” según Julia Kristeva (2: 67). Si lo que se cruza o estalla proviene de lenguajes distintos —pintura, música, fotografía, cine, literatura—, solo cabe esperar una exacerbación del fenómeno. Pellegrini es un lúcido practicante de los traspasos que Roman Jakobson llamaría “intersemióticos” (429): el volumen que nos ocupa, recuérdese, desde su título convoca a Bach y a Celan. Las fotografías de Pellegrini han acompañado a sus poemas[5] y, para libros recientes, ha seleccionado obras de René Magritte.[6] La portada de La fuga, con su reproducción de La mesa, el océano y la fruta, también de Magritte—que contrasta dos sistemas de representación, el icónico y el verbal—juega ya con el tipo de indeterminación estudiado, entre otros, por E. H. Gombrich y Dario Gamboni, es decir, una suspensión hermenéutica.[7] Ni las palabras escritas sobre el retrato de las cosas dicen la “verdad” (vemos, más bien, una rama, una roca y un jarro), ni el icono agota el ser de lo representado, porque ambos códigos, superpuestos en un cuadro, pierden no solo su capacidad de equivalencia, sino de significación por separado. Magritte crea una oscilación permanente entre los sistemas que cita. ¿Mesas o ramas, océanos o rocas, frutas o jarros? La respuesta no está en las palabras o las imágenes que encabezan porque “todo arte es conceptual [...] y los conceptos no pueden ser verdaderos o falsos, solo más o menos útiles para una descripción” (Gombrich 89); lo decisivo son “el propósito y los requisitos” de la sociedad a la que toca decidir la pertinencia de la información transmitida por una representación (90). Magritte convierte al pintor en receptor de dos códigos y manipulador lúdico de ellos, con lo que a su vez nos recuerda que cuando vemos en el cuadro lo que él ha copiado, palabras o imágenes, estamos en presencia de un código más, el de la pintura, que no se limita a ser ni icónico ni verbal, obligándonos así a detener el proceso de interpretación o la ingenua denuncia de “errores” para aceptar que el arte es una especie de “magia sutil,” como diría Gombrich, donde debemos abandonar provisionalmente nuestras exigencias pragmáticas (115). Gombrich cuenta que Matisse le advirtió a una espectadora que criticaba la fidelidad de un retrato: “Señora, esto no es una mujer, sino un cuadro”; a nosotros, Magritte podría advertirnos: ni mesas ni ramas, ni océanos ni rocas, ni frutas ni jarros, sino pintura. Trasladada su obra a una carátula, es decir, a un umbral de la escritura de Pellegrini, la duda se intensifica y enmarca nuestra lectura, que ahora cuestionará toda certidumbre.[8]

En un terreno propiamente retórico, la frase “El sol entre dos islas” revela la matriz hermenéutica del conjunto. Ausente el verbo, un objeto y el espacio aguardan suspendidos la acción que extraiga de ellos su cabal significado —“el propósito y los requisitos” a los que Gombrich aludía—; pero la espera no es angustiosa sino que parece optimista: el sol es, además de luminoso, numinoso. Esa radiante paciencia recorre buena parte de las piezas dispuestas en la sección, muchas de las cuales comparten una persistente conducta elocutiva. El poema suele postular una imagen medular, tan autosuficiente y simbólicamente productiva como la del “sol,” y el discurso subsiguiente se desprende de esa potente visión. Sucede así en “Cristal,” en el que el primer verso es ya el momento álgido que irradia los demás:

Toda palabra se la lleva el mar,
ojos de Orión, promesa
invariable del cielo,
flecha y brillo, pie torcido,
voz anclada en el cristal. (141)

Cabría decir lo mismo de “Fin de verano,” que recurre a la suspensión mucho más explícita que ofrece la anáfora, frecuente en la poesía de Pellegrini:

Mira cómo la luz
abrasa las hojas
del único árbol del paisaje,
mira cómo cubre
de caricias a la montaña,
cómo se apodera del cielo,
del valle, de sí misma [...] (142)

En otras ocasiones, los paralelismos obligan al universo a hacer una pausa meditabunda en que se aprovecha la energía de imágenes ínfimas y elementales proyectadas sobre el telón de fondo de la inmensidad física o metafísica:

La araña, su tela contra una nube
que oscurece en el aire
de esta primavera temprana.

La tela, un diamante de viento
que flamea su mudez
y ruge su muerte interminable

El viento, frío de la tarde
contra el calor de la saliva [...]

La araña, alimento de sí misma,
criba de luz en la memoria [...] (143)

El procedimiento se invierte en varios poemas y la visión definitiva aparece no como origen del decir, sino como conclusión, incluso señalada gráficamente, lo cual ocurre en “Robert Duncan camina por la playa”:

La arena imagina su cristal
mientras sus pasos lo llevan
hacia la fría luz de la mañana.

Atardecer y duda
en la estrofa del mar
y los acentos de la espuma.

El cristal imagina su arena
mientras sus pasos lo atraen
hacia el sol que brilla en silencio,

sombra de otra luz que duerme en el viento. (185)

Las posibilidades infinitas del instante —su “recia tempestad”— son el tema de uno de los poemas más logrados no solo de “El sol entre dos orillas,” sino de La fuga: “Por siempre eternidad.” En dicha composición, una serie de simetrías fónicas y sintácticas se encarga de inmovilizar el discurso para entregarlo al ámbito del recuerdo que anuncia la dedicatoria, “In memoriam G.M.” El equilibrio formal capta la armonía tenaz que hay en el “cruce” mencionado y nos hace adivinar una aceptación de la estática trayectoria que se perfila lingüísticamente con ingeniosas perífrasis en torno al nunca pronunciado adjetivo saudoso —o al sustantivo saudade, tan caro a la (G)abriela (M)istral de Tala y bien conocido por Pellegrini, traductor del portugués—, ausencia presente que sustituye el núcleo visionario y genera neologismos:

Una palabra cruzó tu verano
y se hizo monte de mi gozo,
cadena desvanecida en la hora
como el venado en el sendero de sal,
solidario en soledad,
en ese monte que se repite en otro monte
y se derrama en un valle
sedoso y soledoso
contigo abrasado en eternidad,
tus brazos extendidos
tus párpados cerrados
por siempre en ese pan. (158)

La sensación de irresolución o suspensión que se percibe en estos poemas puede acoger el temor—incluso de índole social o política—, como ocurre imprevistamente, siempre con sutileza, en “Extraña fruta,” reescritura de la hermosa y siniestra canción de Lewis Allan (seudónimo de Abel Meeropol), hecha célebre gracias a Billie Holiday, a quien se refiere la escueta dedicatoria del poema con las iniciales “B.H.” (178). Pero lo que se impone en los versos de Pellegrini, por lo general, es un universo donde el sujeto se debate entre la claridad y las sombras sin salir de un umbral que separa y simultáneamente une. La indeterminación da voz al vértigo de un “golpe de noche, no de dados” en que, sin embargo, encontramos “la tiniebla de la noche / junto a la semilla” (166). No por casualidad la “Nota preliminar” al libro El sol entre dos islas —, no recogida en La fuga—, al reflexionar sobre el invariable sol “suspendido” entre espacios, sugiere como meta el afán de “construir puentes,” “uniones hechas de palabras.” Lo cierto es que el poeta no pretende señalar en qué dirección han de recorrerse los puentes o cuál es el propósito definitivo de las uniones. En medio de la imprecisión, sin sermones de un hombre de letras predicador o descifrador del destino colectivo, debemos partir por nuestra propia cuenta y con nuestra individualidad a cuestas en busca de sentido. Sea este el que sea, las revelaciones en última instancia provienen de un “celeste manantial” en el que tenemos que aprender a detenernos como hacen los elementos cósmicos que pueblan esta poesía (177).

La de Marcelo Pellegrini no es una lírica del instante, equívoco marbete que injustamente contribuiría a confundirla con un misticismo notarial del que abusaron demasiados autores de la segunda mitad del siglo XX. “El sol entre dos islas” y, en general, su poesía nos hablan de lo que una comunidad ha estado sintiendo o tal vez presintiendo en un instante particular de la historia y en un espacio humano que, con suerte, está en tránsito a lo que podría ser “semilla” o lo que aún podría depararnos la “secreta alianza” que entrevé otro poema (189). Los secretos, no obstante, solo se expresan plenamente con un lenguaje exento de prédicas, heroísmo o monumentalidad, y eso es lo que aquí recibimos.

Indeterminación e ironía se complementan, sobre todo integradas en el marco neorromántico al que la poética de Pellegrini pertenece en tantos sentidos. Si, como aseveraba Schlegel, ironía es “permanente mutación producida por opuestos,” ello significa que la “síntesis radical” a la que también se refería constituye el proceso inagotable de jamás lograr una síntesis convencional: resignación al abismo del tiempo, en el que la perfección y el ser absoluto quedan descartados (Man “The Rhetoric” 220). La sistemática producción de ambigüedad en el poema recrea esa diferencia constante y delata una postura para nada ingenua con respecto a las posibilidades del conocimiento. No menos, insinúa una crítica a los terribles autoritarismos que siempre tratan de respaldar sus prácticas y creencias en la posesión de verdades superiores, definitivas. Un poema, un poeta, desde luego, no pueden frenar con éxito el ejercicio abusivo del poder del que sociedades como la chilena han sido tristes testigos, pero pueden, sin duda, prepararnos para desmantelar sus discursos mostrándonos cómo ciertas “realidades” se hacen y pueden deshacerse igualmente con palabras.

 

* * *

 

NOTAS

[1] Véase, como muestra, los actos y el recital recogidos en Homenaje a Nicanor Parra, antipoeta Nobel 2001. Narr. Jordi Lloret. Panorama Comunal UCV-TV Cable. Taller de Acción Cultural y Televisión Independiente, Región de Valparaíso. Septiembre 2001.

[2] Pellegrini ha dedicado un artículo a reflexionar sobre la inserción de Zurita— aunque no sean estos sus términos—en el mercado simbólico de la cultura chilena (“Poesía en/de transición”). Cabe señalar que mucho de lo que discuto en este trabajo podría vincularse, como lo anterior, con fenómenos que Pellegrini ha observado en su sólida labor de crítico, sobre todo cuando muestra interés en explorar la poesía chilena de los noventa, o sea, la de sus contemporáneos, algunos de ellos estrictos coetáneos (véase el volumen Confróntese con la sospecha).

[3] Fredric Jameson, por ejemplo, ofreció una variante memorable del cliché en el título de uno de sus libros, The Prison-House of Language, extrapolando de su contexto original un tropo de Nietzsche. Empleo el término ideologema en el sentido que Kristeva le dio (1: 147-148).

[4] Los lazos “imaginales” entre masturbación y escritura no son, desde luego, nuevos. Consúltense las reflexiones de Derrida sobre Rousseau (214-217).

[5] La portada de Ocasión de la ceniza muestra su “Árbol de ceniza”.

[6] Figuras del original, traducciones de poesía, y Confróntese la sospecha, ensayos sobre poesía chilena.

[7] Consciente de las polémicas que ha suscitado, aptamente resumidas por Gerald Graff, empleo el término “indeterminación” tal como lo hace Gamboni, quien lo considera intercambiable con “ambigüedad,” pero lo prefiere esporádicamente para casos en que los sentidos suscitados no son “cuantificables” (19-20): ambigüedad programática, irreductible, afín a la célebre noción de “apertura” artística de Umberto Eco.

[8] Lo que he planteado sobre Magritte y La fuga es trasladable a lo que ocurría en 2005 en la edición como volumen de El sol entre dos islas, cuya fotografía de portada (Apéndice gráfico 2), de Manuel Álvarez Bravo, con su contraste de lo que parece fulgor y sombra, se inscribe en el tipo de indeterminación que Gombrich denomina “ambigüedad de la visión” (395): ni la mancha blanca es un cometa ni la oscuridad que la circunda es la del espacio exterior; lo que vemos, como puntualiza el título, es un “Vidrio raspado”; sus texturas no pertenecen a la vastedad sideral, sino a un microcosmos al alcance de la mano. En una breve nota publicada en 2006 he expuesto someramente estas cuestiones, que aquí desarrollo a fondo (“Los umbrales del sentido en la poesía de Marcelo Pellegrini” http://www.letras.mysite.com/mp250706.htm).


OBRAS CITADAS

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Fuga, canon e indeterminación en la poesía de Marcelo Pellegrini
Por Miguel Gomes
The University of Connecticut-Storrs
Publicado en Inti: Revista de literatura hispánica, N°75, abril 2012