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Una elección glótica
Pierre Joris

Traducción de Marcelo Pellegrini

 


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¿Por qué, cómo, escribir en un idioma que no es el que llamamos la lengua materna?

(Escribo esto —o, más exactamente, lo escribí originalmente y ahora lo traduzco yo mismo de esa lengua a ésta— en un idioma que no me gusta, o mejor dicho que ya no me agrada más, si es que alguna vez de verdad me gustó, aquel que llamo mi tercera lengua y que como todas las otras no es mía, a pesar de que ahora la uso nuevamente a diario, aunque nunca será en la que los poemas aparecen.)

Nací entre lenguas. Primero hablé Lëtzebuergesch, un dialecto del oeste del Rhineland y del valle del río Moselle, proveniente del Alto Alemán con raíces francas. No un dialecto, un idoma, una langue, una lengua, una lengua materna que nunca me enseñaron a escribir —y cuyo pasaje de dialecto hablado a forma codificada y estándar de escritura aconteció, sin que yo lo supiera, mientras yo pasaba por una serie de instituciones escolásticas, para florecer en una irredenta aunque útil herramienta para una literatura local cuando yo ya me había ido al Oeste para escribir en mi cuarta lengua…pero me estoy adelantando.

Aprendí a leer y a escribir en alemán y francés, en ese orden. Un orden que ahora se desvanece con rapidez mientras escribo esto en francés —o, para ser exacto, redacté a partir/desde una entrevista oral que ahora traduzco como composición francesa, lo que me ha causado algunas dificultades al comienzo pero que no hubiera podido hacer para nada ahora en alemán sin sonar iletrado.

A los quince conocí a Inglés —no, me equivoco: conocí a V, la primera mujer de la que estuve locamente enamorado, y, la coincidencia así lo quiso, era inglesa. Un verano y luego aquello que es el origen de la escritura: la separación, la dispersión, la distancia. Distancia que hay que alcanzar por medio de la escritura. A ella le escribía cartas y poemas en su lengua. ¿Por qué el lenguaje debiera estar inserto sólo en la vieja cruz familiar, fijo en el nudo de mamá-papá, en la lengua materna y la patria, en la nación-estado decimonónica y en la psicología “profunda”, ese Jano controlador tratando de convertir lo que Ed Dorn llamó “lo real de adentro y lo real de afuera” en espacios victorianos atestados de cosas? ¿Por qué no considerar como el gran momento del lenguaje el momento del descubrimiento del otro, el momento en que nuestro propio sexo se manifiesta, sale al mundo, se encuentra con su realidad, adentro y afuera?

De cualquier modo, uno siempre escribe en una lengua extranjera. Ya sea la lengua materna o una foránea, la lengua siempre es extranjera, otra, segunda —y sólo así uno puede encontrar una casa dentro de ella. Toda escritura, toda poesía es un camino hacia el lenguaje, nuestro otro, la estación, la estadía en el pasaje a través del tiempo; soy un viajero del espacio tratando de escribirme a mí mismo hacia la esquina de un oasis, una esquina de ruego mientras circunvalo la polis de mi vida, deteniéndome aquí y allá. Aunque incluso esa estación, ese mawqif nunca es una garantía, sino siempre una lucha para expulsar la escoria, incendiar la madera inútil y arreglar nuevamente las piedras del viejo campamento. Porque toda poesía reescribe el lenguaje contra sí mismo.

Estaba entonces enamorado de ella, que era la manera en que hablaba, y por lo tanto estaba enamorado del inglés. Una elección glótica se impuso por sí misma. Ocurrió lentamente: después de esas primeras cartas y poemas en inglés, mi juventud buscó lo que estaba más al alcance, lo que me llevó a volver a escribir en alemán y en francés por dos o tres años. Pero en el corazón de Europa, una Europa que desde el 45 se había convertido en un “Quasi-Protektorat” (para usar la palabra alemana de los más inflamables momentos del final de esa década) de los EE.UU., el inglés americano se estaba convirtiendo en el espacio cultural de moda para un adolescente: rock ’n roll en Radio Luxemburgo, la revista Playboy desde el Bitburg PX, jazz en las estaciones de radio AFN, blue jeans o “pantalones texanos” como les decían nuestros padres. Y, por supuesto, el cine, en la lengua original con subtítulos en francés y en flamenco: películas yankees en el teatro de la pre guerra de mi abuela, donde mi abuelo Joseph había visto a solas las películas de Abel Gance, pero donde ahora todos devorábamos las películas de Audie Murphy y el Rebelde sin causa de James Dean, y leíamos novelas de Mickey Spillane y pasábamos por los rituales en memoria de la Segunda Guerra con la participación del ejército norteamericano (mi pueblo natal, Ettelbrück, era conocido como “ciudad Patton”, recordando al héroe del Rundstedt cuyas tropas liberaron el área de los alemanes, cerrando la ciudad durante días y en el proceso quemando la gran biblioteca de mi abuelo junto con su correspondencia, sin dejar rastro de nada). Quince años después, en una playa de España, un joven matrimonio inglés en su luna de miel olvidó un libro de tapa blanda en la arena, y lo agarré: En el camino, de Jack Kerouac. En la librería gay (de corta vida) de la ciudad capital, Luxembourg, buscando literatura erótica en la serie “Guía del viajero” de Maurice Girodias, compré El almuerzo desnudo, de William Burroughs. Me tomaría dos o tres años poder leer ese libro.

(Pero decir que mi escritura se movía entre el alemán, el francés y el inglés ya es de algún modo erróneo: años antes mis primeros escritos fueron hechos en lenguas totalmente diferentes o en idiomas incluso más radicalmente otros: me pasaba el tiempo repasando los viajes y novelas de aventuras de Karl May, copiando ínfimas partículas de los idiomas Mescalero Apache, Sioux, Comanche, Arabe, Persa, Ruso, Español y Americano incrustadas en los 72 volúmenes. De esta materia perfectamente heterogénea de lenguaje di forma a mis primeros escritos, que eran listas de héroes, líneas de parentesco, equemas tribales, frases hechas para exploradores y viajeros errantes, voces expletivas, et cetera. Había nombrado a Nikunta, Hadji Halef Omar, Tatanka Yotanka, Winnetou, Gall…)

Todo eso me preparó bien para cuando, a los diecinueve años, en París, descubrí a Eliot y a través de él fui rápidamente a los Cantos de Pound en la librería Shakespeare & Company, donde cada noche me sentaba a leer y me preguntaba si debía dejar la escuela de medicina, donde me pasaba el día diseccionando cuerpos, tiñendo microscópicos pedazos de tejido animal, leyendo los 3 volúmenes de la Anatomie de Rouvière (que incluso hoy en día yacen abiertos en el primer piso de la casa, sobre el escritorio de Nicole, entregando dibujos de huesos para su serie Cantata). Leer a Langston Hughes, a Bob Kaufman, a Allen Ginsberg, confirmó mi sentido de la intensidad del presente, de una salvaje vivacidad en el mundo que mi crianza europea había tratado de esconder. Leer a Pound me hizo entender que la poesía era una ocupación de tiempo completo, no una actividad de gentiles para lluviosos fines de semana. Había sabido lo que era la poesía desde aquel día en la escuela secundaria, cuando un profesor trajo a alguien para leernos en voz alta poemas alemanes contemporáneos, y entre ellos venía “Fuga de muerte”, de Paul Celan. Mi reacción había sido instantánea, epidérmica, total: los pelos del brazo literalmente se me pararon, un shock eléctrico que nunca antes había experimentado pasó por mi cuerpo, mi aliento se detuvo y, cuando comenzó de nuevo, salió y entró en alguien radicalmente distinto. Desde aquel momento supe que había un uso diferente del lenguaje, mucho más poderoso que los otros, y que a veces era llamado poesía. Ahora, en París, supe que eso era lo que quería hacer, y que la única lengua en la que podía hacerlo era el inglés. Y así, me fui a Nueva York, al norte del estado, para aprender y escribir, en el otoño de 1967.


1999



 



 

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