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Ondulante-Oblicuo

Sobre los dibujos en forma de onda
en la cerámica jonio-masálica.

Gustaf Sobin

Traducción: Marcelo Pellegrini



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Si el vino, como se ha dicho, le permitió a la civilización mediterránea penetrar en el todavía protohistórico mundo de la Provenza, la historia del vino no puede desligarse de las ánforas en las que fue transportado, ni tampoco de los vasos, vasijas y pocillos en los que se bebía.[1] Aquí, “continente” y “contenido” forman una sola entidad cultural. Importado a la Provenza en el siglo séptimo A. C. tanto por etruscos como por fenicios, el vino, e, inseparablemente, los recipientes de greda en los que llegaba, constituían —a modo de trueque— la mercancía más preciada. Con el arribo de los jonios un siglo más tarde, este intercambio creció considerablemente. Los jonios no sólo establecieron comercio con las poblaciones nativas (permutando sobre todo vino, artesanía y artefactos de bronce por estaño, hierro y sal) sino que establecieron emporios para almacenar y distribuir esos productos. El primero y sin duda más importante de esos emporios —puestos comerciales fortificados— fue Massalia, que hoy en día conocemos con el nombre de Marsella.

Calificados por Heródoto como los “progenitores de la historia”, los jonios eran griegos que se establecieron en Asia Menor y asimilaron las culturas de las sociedades afines que florecieron en esas regiones. Esta asimilación probó ser altamente generativa. Al fundar, en un breve periodo de tiempo, sus propias escuelas filosóficas, su propio arte y su propia arquitectura, al inventar el sistema monetario y propagar los logros de una cultura enteramente original a través del Mediterráneo, se convirtieron rápidamente en el centro resplandeciente de todo el helenismo. Nada de lo que tocaron, al parecer, no estuvo marcado por un sentido natural de medida, gracia y proporción innata, por lo que puede ser llamado, en efecto, una “inteligencia auroral”.

En ningún otro lugar la expresión de aquella inteligencia iría a difundirse más que en su artesanía, especialmente en los estampados con que fue decorada. Un motivo en particular, el de la onda (catalogado de manera errónea en inglés como “corteza de árbol”) parece ser especialmente relevante. Ahí, en oscilantes rizos, los jonios darían expresión a las energías mismas que participaron en ese fértil periodo de su evolución. Si las cerámicas en cuestión se originaron en la misma Jonia o en su emergente colonia del oeste, Massalia, importa poco, ya que en ambos casos el motivo tuvo una evolución casi idéntica. Al trazar el camino de esa evolución, nos encontramos siguiendo —de manera totalmente inadvertida— la onda vibratoria de una visión originaria. Nos encontramos llevados, sobre la pura oscilación, hacia umbral de una ocasión inaugural.

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“En el tornillo del apretador el camino recto y el curvo es uno solo y el mismo”.[2] Así lo señaló Heráclito, él mismo nacido en Jonia, al describir la aparente contradicción de los opuestos en el inseparable flujo de lo singular: el del Ser. No hay declaración más adecuada para describir las energías inherentes en ese estampado ondulante. Escrita en el mismo momento en que las decoraciones jonias se habían liberado de ciertas características “orientalizantes” (manifiestas en el motivo estático y geométrico), expresa la fluidez de la nueva filosofía. Señala un universo en continuo movimiento, en perpetuo cambio, en el que “todas las cosas son gobernadas por todas las otras” gracias a un solo principio organizador.[3] Las ondas, en efecto, ilustran ese principio. Al existir en una “armonía de fuerzas opuestas”, vibran, como la lira de Heráclito, en una serie de tensiones y liberaciones.[4]

Al estudiar este motivo particular en los museos regionales y en aquellos curiosos documentos arqueológicos dedicados a la helenización de las Galias, a uno lo sorprende un extraño fenómeno. En el siglo VI A. C. —al comenzar la colonización jonia de Marsella— los dibujos en forma de onda tienden a oscilar libremente, a hacer rizos en imprecisos grupos de intervalos en apariencia erráticos. Calificados por los arqueólogos como oblicuos, desiguales o irregulares, han sido por lo general desechados por los especialistas como algo primitivo y hasta sencillamente torpe. ¿Pero es así? Parece, más bien, que estamos en presencia de una representación gráfica de ese mismo flujo que Heráclito evocó. Esto es, ante la presencia de una incipiente —o emergente— energía, interpretada aquí a través de un medio artesanal. Ante el burilado que el alfarero delineó en la arcilla fresca.

Flujo, cambio: recordamos aquí el infinitivo griego rhein, que describe ese mismo movimiento, y que Emile Benveniste calificó como el “predicado esencial” de la filosofía jonia desde la época de Heráclito en adelante. En el luminoso ensayo de Benveniste titulado “La notion de ‘rythme’ dans son expression linguistique”, nos enteramos de que rhein, como matriz generadora de rhitmos (de donde derivamos ritmo), significa la manera por la que los objetos se despliegan y se sitúan momentáneamente en la naturaleza. Al combinar rhein (fluir) con el sufijo –thmos (sugiriendo así la manera por la que una acción particular es percibida activamente por los sentidos), llegamos a un significante inmensamente rico y variado. Rhitmos, en este importante momento del pensamiento occidental, no debería ser visto como un concepto o idea fija e inalterable, sino como la fluida arquitectura de cada caso determinado. “Designa la forma”, en palabras de Benveniste, pero entendida como “forma moldeada por el movimiento, por lo que fluye; como algo que no posee consistencia orgánica en sí mismo. Es más bien como un adorno dibujado en el agua, como una letra arbitrariamente formada, como una vestimenta, un peplo colocado con cierto descuido, o como un cambio repentino en el ánimo de una persona”. Constituye una forma, por cierto, pero si entendemos forma como algo “improvisado, provisorio, modificable”.[5]

Cuán certeramente describe esta definición el arcaico dibujo en forma de onda, desechado con rapidez por los especialistas como algo “irregular”. Por el contrario, el alfarero no estaba dándole vía libre a sus caprichos y sus fantasías, sino al fluir vibratorio de energías no reguladas. Estaba, podríamos decir, expresándose a sí mismo en una escritura ontológica, en la caligrafía del Logos mismo. Las líneas paralelas que trazó parecen salir, apuradas y ondulantes, de un punto de origen inmediato aunque invisible. Ascienden, se desploman, se exultan —convulsivamente— por los flancos de una vasija terracota como una criatura recién puesta en libertad. Parecen, en efecto, seres vivos.

Estamos aquí muy cerca de una visión de la existencia que, luego de ser prontamente reprimida, tendría que esperar dos milenios y medio para verse reafirmada. Cuán familiar le suena esta idea a los lectores de La filosofía en la época trágica de los griegos, de Nietzsche, o —un poco más acá— de Ser y tiempo, de Heidegger. Puede recordarnos, también, en el ámbito de la estética moderna, la definición que Klee dio del arte como Gestaltung: como forma en perpetuo proceso, o acto, de formación. O la interpretación que Olson tenía del poema como “constructo de alta energía” en el que “la forma no es nunca más que una extensión del contenido”. [6] Estos son, en efecto, cánones arcaicos. Juntos, comparten una visión común. Dentro de esa visión, el mundo (y los objetos por los que ese mundo se manifiesta) emana continuamente de un irreprimible origen. Un caos iridiscente, como dijo alguna vez Cézanne: un lugar desde el que un mundo virginal puede, nuevamente, ser vivido. Un área que antecede la referencia, las coordenadas, los puntos de orientación, y que rechaza cualquier forma preestablecida de medida en su proteica capacidad de generar —y perpetuar— toda medida.

Las ondas se retuercen. Yendo por los bordes y las curvas de tantos objetos de cerámica, ese tipo de dibujo prospera en cada una de sus frescas descargas. Concebida por artesanos, es una celebración de lo preconceptual. Es testimonio de un mundo que todavía no ha caído en los dictados del determinismo humano. Espontáneo, frenético, este tipo de dibujo, sin embargo, adornó la cerámica jonio-masálica por un tiempo notablemente corto. Bajo el efecto de un emergente humanismo, el dibujo mismo se endurecería de manera muy rápida. Codificada en líneas de unidades idénticas y oscilantes, se desvanecería por completo como expresión de lo emergente. Hacia el siglo V A. C., no se parece más que a una escritura confinada a la repetición mecánica. Ha sido la víctima, para decirlo sin demora, del número.

Esta evolución siguió la de la filosofía misma. En un periodo de medio siglo      —esto es: desde Heráclito y los presocráticos hasta Sócrates— el rhitmos será redefinido de manera cada vez más estrecha. Platón mismo calificó al ritmo como “el orden del movimiento” manifestado, por ejemplo, por un bailarín en intervalos medidos y predeterminados. Hemos entrado en el reino del metron. Pasamos de una visión elemental de lo que emana a las nociones de número, discretas unidades de tiempo articulado, que comenzaron a predominar de manera creciente. La mano del alfarero sólo podía seguir esta tendencia. En efecto, en palabras de Henri Maldiney, “la medida introdujo la idea de límite (peras) en el ámbito de lo ilimitado (apeiron). Entre esos dos extremos, el destino del ritmo se desplegaría: moriría, finalmente, de inercia y de dispersión”. [7] Moriría, por último, con el latín de cadare y cadentia, con el aliento mecanizado de nuestras nociones adquiridas de “cadencia”.

Con el anquilosamiento del dibujo en forma de onda, somos testigos del enigmático nacimiento de cierto tipo de ideación tecnológica. Desplazándonos del Logos al Eidos, llegamos —en un periodo increíblemente breve de tiempo— a los umbrales del concepto, de un orden del pensamiento que ya no necesita reconocer sus orígenes, sus comienzos, su aparición. Al no reconocer ningún antecedente, no puede, a su vez, generar secuencias o traducir energías. Estático, autosuficiente, no puede hacer más que repetir —ex nihilo— sus propias formulaciones.

¿Cuánto del arte conceptual moderno celebra hoy en día esta misma inmovilidad y se exulta en su propia visión trunca? “Triste”, le advirtió Schiller a Hegel, “es el imperio del concepto: de mil formas cambiantes, creará sólo una: menesterosa, vacía”. [8] Lo vemos con demasiada frecuencia en las galerías de arte; lo leemos, una y otra vez, en las publicaciones posmodernas; nos encontramos expuestos cada vez más a una asombrosamente rígida visión de la existencia. Un arte tan deliberadamente sepulcral sólo puede ser, en efecto, un arte del final. Puede sólo ser, por último, un vano ejercicio de una estética terminal.

Aquí, sin embargo, no estamos preocupados de los finales, sino de los comienzos: de ese instante inaugural de la civilización occidental donde se reconocería a sí misma no en sus espejos sino en sus dibujos ondulantes, en el incontenible flujo de una incansable dinámica: la del Ser. Vectorial por naturaleza, se expresará a sí misma en multitud de maneras. El dibujo arcaico en forma de onda es una de esas formas. Como marca, ondea libremente a través de los flancos de tantísimas vasijas de terracota recuperadas en su propia inimitable escritura. Expresa, a su modo, la pura emisión.

¿Cómo no maravillarnos cuando descubrimos nosotros mismos una de esas vasijas? En Saint Blaise, por ejemplo, después de las lluvias invernales, un fragmento puede aparecer en la superficie de algún terreno en excavación. Al examinar el ágil restalleo de sus ondulaciones dando latigazos a través de un fragmento demasiado pequeño, comenzamos a preguntarnos qué es lo que realmente eso es, sino más que el flujo mismo. Sino más que el filamento vivo de una luminosidad perdida. Sino más, en efecto, que la límpida inscripción que ha sobrevivido de alguna manera (como los fragmentos de Heráclito) su discurso primaveral. Podemos vernos haciéndonos estas preguntas mientras sostenemos en nuestras manos ese pedazo de vasija entre el pulgar y el índice. Sostengámoslo como si fuera una llave. Sostengámoslo como si fuera un muy particular tipo de llave que abre un muy particular tipo de puerta. La puerta, por desgracia, hace tiempo se ha desvanecido.
                  

 

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[Gustaf Sobin (1935-2005) fue un poeta norteamericano que vivió desde 1962 en la Provenza, animado por el ejemplo de su maestro René Char. Publicó numerosos libros y plaquettes de poesía, varias novelas y tres volúmenes de ensayos histórico-arqueológicos, producto de incansables incursiones por su tierra de adopción y de sus vastas lecturas e investigaciones de archivo. Tradujo, además, algunas obras de René Char y Henri Michaux al inglés. En 2010, la editorial Talisman House publicó sus Collected Poems. Existe una antología de su obra poética en lengua castellana titulada Matrices de viento y de sombra (Antología poética, 1980-1998) hecha por la poeta mexicana Tedi López Mills (México: Hotel Ambos Mundos, 1999)]

 

Notas


[1] Tanto aquí como en otros pasajes de este ensayo le debo mucho al seminal trabajo Recherches sur l’hellénisation du Midi de la Gaule, de Benoit.

[2] Heráclito, fragmento 59, citado en Ancilla to the Pre-Socratic Philosophers: A Complete Translation of the Fragment in Diels, Fragmente der Vorsokratiker, edición y traducción de Kathleen Freeman (Cambridge: Harvard University Press, 1956), 28.

[3] Heráclito, fragmento 41. Mi traducción.

[4] Heráclito, fragmento 51. Mi traducción.

[5] Emile Benveniste, Problèmes de linguistique générale (Paris: Gallimard, 1966), 1: 333. Mi traducción.

[6] Charles Olson, “Projective Verse”, en Selected Writings, ed. Robert Creeley (New York: New Directions, 1966), 16.

[7] Henri Maldiney, “L’esthétique des rythmes”, en Regard, parole, espace (Lausanne: Editions L’âge d’homme, 1973), 158. Mi traducción.

[8] Friedrich Schiller, Tabulae votivae, citado por G. W. F. Hegel en su introducción a Einleitung in die Ästhetik. En Maldiney, “L’esthétique des rythmes”, 147. Mi traducción.




 


 

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