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Diagonales de Maori Pérez

Por Simón Soto
Publicado en 60Watts, 11 de junio de 2009



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“Algo indefinible flota en la atmósfera santiaguina, entre las partículas en suspensión y el polvillo de los aromos: un vaho de irrealidad, la sensación de que uno vive en ninguna parte, de que todos sus esfuerzos, sus sueños, sus designios, serán pasados a la cuenta del peso de la noche.”
Roberto Merino

El muchacho atraviesa las calles de una ciudad muerta. Los vestigios de una ciudad. Edificios derruidos. Calles resquebrajadas. Naturaleza salvaje en pugna con los restos de un Santiago que alguna vez estuvo vivo. El muchacho continúa su  caminata por la ciudad abandonada. Hace años que usa la misma ropa. Tampoco se ha cortado el pelo, ni la barba. Se alimenta de animales y plantas. Ha diseñado rebuscados sistemas para cazar. Los alimentos vegetales los recoge de distintas partes. Es una suerte que abunden los árboles frutales, y que las verduras crezcan como maleza por todas partes. El Mapocho se ha limpiado de tanta mierda. Ya no existen santiaguinos que boten fecas en su cauce. Ahora sólo arrastra las aguas del deshielo cordillerano. El muchacho se ha especializado en la pesca. Le gusta ver cómo los peces saltan al azar, elevándose unos cuantos centímetros sobre la superficie. La ciudad es particularmente fría en invierno. La nieve se acumula en las entradas de las casas vacías. El muchacho se abriga con las pieles de los animales que ha cazado. En verano seca raíces para fabricarse tabaco, que fuma compulsivamente en una pipa. No es como los cigarros que compraba antes, pero sirven. La cosa es impregnarse los pulmones con humo, piensa el muchacho mientras esboza una sonrisa disimulada. El escenario gigantesco de un Santiago apócrifo es compartido sólo por él, los animales y la flora que crece sin control. Una ciudad que más parece la obra de algún artista ciber-punk, o una película B de los ochenta. O quizás, una novela en clave sci-fi escrita a 4 manos por Cormac McCarthy y Kenzaburo Oé.

No me equivoqué de texto. Este es efectivamente el comienzo de la presentación de Diagonales. No es que quisiera aprovechar esta instancia para leer un relato inédito de mi autoría. Si pensaron eso, pues mis disculpas. Es otra cosa. Sucede que después de leer esta novela que hoy nos convoca, no puedo sacarme de la cabeza esa construcción ficticia: un muchacho, llamado Maori Pérez, habitando una ciudad en ruinas. No cualquier ciudad, por supuesto. Santiago de Chile después de una catástrofe, o simplemente después del abandono. Lo imagino con el pelo crecido y la barba transformada en una maraña de pelos, recorriendo a pie las líneas abandonadas del metro, y tropezando en algún punto con vagones descarrilados. En la oscuridad subterránea debe lidiar con ratas de gran tamaño y otras criaturas, que han desarrollado los sentidos para sobrevivir allí. El muchacho moviéndose por la ciudad e intentando buscar registros paralelos a la civilización que alguna vez pobló las calles. El remedo de una urbe agónica, de una urbe respirando a medias. Ahí está la locación, la única desde la cual es posible escribir esta novela.

En el escenario de la literatura chilena, Diagonales es el libro de un ermitaño. No de alguien que ha escogido libremente vivir lejos, sino de un autor que por su escritura se aleja considerablemente de sus pares. Las temáticas que Maori Pérez comenzó abordando en su primer libro de relatos, “Mutación y registro”, ahora, en su primera incursión en la novela, no hacen sino radicalizarse, tanto estéticamente como en el plano de la escritura misma. Siento que mis ensoñaciones con este libro quizás no son tan azarosas; me refiero a que puedo vislumbrar, como continuidad en la obra de Pérez, la fijación por narrar un Santiago que en la superficie pareciera la ciudad de una película animé, o de un cómic underground, o por qué no los escenarios de un videojuego futurista. Pero la ciudad que ha edificado Maori es bastante más que forma. Es en sí un proyecto literario de largo aliento, uno que estoy seguro continuará plasmándose en la obra venidera del autor. Hemos visto ya algunas primeras pinceladas; bien, en Diagonales están los trazos más definidos para erigir un Santiago único, que sólo es posible porque funciona como espejo de sus habitantes. La simbiosis que el narrador articula entre personajes y hábitat es la sangre negra que oxigena este proyecto, que me aventuro en calificar de largo aliento. Por algo la chica que al comienzo lee la noticia del japonés suicida, o el “Samurai de la Legua” (que bien podría corresponder a un titular de La Cuarta), a medida que avanza la novela descubrimos que es parte del elenco protagónico de la película que el mismo Takashi Mishima, el suicida, está viendo en el cine junto a su hija. He aquí cómo las líneas del Metro, no sólo diagonales, sino también curvas y de variadas formas, tropiezan una y otra vez en las interconexiones, estableciendo la estructura de esta obra.

Ahora que releo y escribo, me parece que, más que un plano onírico, el de Diagonales es uno derechamente pesadillesco. La prosa ágil y arriesgada de Maori Pérez se encarga de imprimirle al relato los tintes que esta urbe apocalíptica pide, donde personajes, ante todo frágiles y perdidos, intentas caminar a ninguna parte. Creen tener claridad y parecen conocer hacia dónde van, pero una mínima señal les hace ver dónde están. Ya sea una monja en pugna con Dios, 2 hermanos al borde del delirio, o un publicista con la cabeza perdida, los seres que deambulan por Diagonales han perdido toda fe en sí mismos. Hay también otro aspecto que me gustaría abordar. Sin duda un ámbito que el autor trabaja con particular agudeza. Se trata de las voces que están sobre los personajes, observándolos desde otro plano, vigilándolos con atención. Pienso en el autor del artículo sobre el suicida; la voz de un Dios siniestro, los gritos de un Dios que no ama, de un Dios que escupe a sus hijos. Y pienso también en la voz que les habla a los pasajeros del metro, cuando les avisa que están embarcados en un viaje de inimaginables consecuencias. Una voz hipnótica, ofreciéndoles la eternidad, tal como la voz de un anuncio televisivo transmitiendo comerciales a un mundo irremediablemente en penumbras. Por supuesto, el registro, las voces, los personajes y la narración se disparan en bastantes directrices, muchas más que las citadas anteriormente. Sería, entonces, un sinsentido intentar abordarlas todas aquí.

“Las palabras sobraban, todas esas palabras no valían nada”, dice en algún momento el narrador de Diagonales. En la ciudad de hoy es probable que valgan muy poco. Estamos en un escenario donde las palabras se han vuelto peligrosamente prescindibles. Sirven para atraer a los malls, sirven como artilugio para las fuerzas políticas imperantes; sirven, incluso aludiendo a un plano bastante más vano, para postergar al otro. Esa es la razón por la cual Diagonales no podría haber sido escrita en esta ciudad. Como habitantes de ella, hemos perdido la facultad de utilizar la palabra. Por eso Maori Pérez se traslada a las ruinas, por eso se transforma en un muchacho que merodea los escombros de un Santiago del futuro. El muchacho buscando los signos que subyacen en los huesos, en las paredes, en las calles abandonadas. El muchacho que, frente a la imposibilidad, encuentra la manera de escribir, cada noche, las partes de una novela donde, más que voces, hay susurros alternados con gritos desgarradores. Finalmente, palabras que sólo el muchacho puede escuchar, y esperemos, seguirá escuchando.



 

 



 

 

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