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LOS BIBLIOTECARIOS

Por Martín Prieto
Publicado en Diario de Poesía N°7, verano de 1987/88



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Veía un cartel de cartón amarillo pegado contra una puerta de madera marrón. Veía que el cartel, en letras negras, decía "biblioteca" y veía, al cruzar la puerta, dos salones pequeños, tres mesas veía y entre quince y veinte sillas. Veía, contra la pared, desde el piso hasta el techo —como en una metáfora que quiere indicar una idea de cantidad excesiva— estantes de madera clara y sobre los estantes libros era lo que veía. Estaba en mi lugar de trabajo, sentado ahora a mi escritorio en forma de ele sobre el que había una máquina de escribir, dos cajas de fichas y un atado de cigarrillos que yo mismo acababa de apoyar. Ya no veía, porque estaba.

Dicen que en la biblioteca de la academia van a comprar, el año que viene, una computadora. Y que van a echar a algunos empleados. Todos los empleados estudiamos ahora computación para que las autoridades tengan un motivo menos para despedimos. En verdad, a ninguno de nosotros nos gusta ser bibliotecarios. Pero todos tenemos en casa una carpeta con poemas. Pequeños y mezquinos poemas, epígonos de aquello que más nos gustó. A uno le gusta Novalis y Eliot. A otro Henri Michaux. Y todos escribimos nuestros pequeños y mezquinos poemas germano-argentinos, anglo-argentinos, franco-argentinos. Pero deseamos, también, un destino de grandeza donde los pequeños y mezquinos poemas no tengan lugar.

Siempre recordamos que Borges —como nosotros— fue bibliotecario. Nuestras mentes —aletargadas de llenar fichas cada mañana, de saludar gentil al académico lector— sospechan que una de las formas, y tal vez la más sencilla, de escribir esos poemas argentinos argentinos que escribió Borges surge de pasarse todas las mañanas —como él— en una biblioteca, reconociendo a los libros por el lomo, por el color, plumereando el polvo que se asienta sobre el borde de los estantes los fines de semana, recomendando al cliente una novela de suspenso, una traducción de Baudelaire, señalando, con un dedo omnisciente, el índice de la revista donde está el primer artículo de Ricardo Piglia. Como estamos grandes y ya no podemos estudiar en Europa, como ya no podemos promover vanguardias españolas ni escribir en revistas murales que inunden de poesía las columnas del centro, hemos resuelto que el único acercamiento posible al mejor de los nuestros es —miserablemente— trabajar en una biblioteca.

Las autoridades conocen esta debilidad nuestra y conocen, también, el precio económico y político que implica una indemnización. Por eso han dejado correr, hace unas semanas, un libelo que proclama la profesión de bibliotecario que ejerce el poeta Roberto Juarroz.

Nosotros, mientras redactamos nuestras renuncias, nos hemos comprometido a leer seis horas por día y a escribir otras.





 



 

 

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Por Martín Prieto
Publicado en Diario de Poesía N°7, verano de 1987/88