Manuel Rojas: Ensayo de la mañana. Revista Babel. Nº13 (septiembre/octubre de 1940.)


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Ensayo de la mañana


Por Manuel Rojas
Revista Babel. No.13 (sep./oct. 1940), pp.41-47

 

 


Ignoro cómo principian los días para los demás seres humanos e ignoro también cómo principian para mí. Apenas sé cómo terminan. Y al hablar del principio de los días no me refiero al hecho sideral, inexistente para el hombre dormido, sino al día como acontecimiento civil y a la forma en que se hace presente en la conciencia del que al salir del sueño se encuentra, como todos los días de su vida, con un nuevo y vacío espacio de tiempo. ¿Cómo penetra el día en el hombre y cómo el hombre en el día? Este no surge de improviso ni aquel despierta de repente. Hay, entre el día que retorna y el hombre que se reincorpora, una aproximación lenta y compleja, gradual y lenta. ¿Cómo se verifica? Es lo que no sé. Sospecho sólo que se realiza por medio de elementos hasta cierto punto indiferentes al día y al hombre, y que en un comienzo, supongamos que al amanecer, las cosas están ahí, cercanas y distantes, y entre ellas, distante y cercano, yace el hombre, con la sensación, puramente muscular, de estar sumergido en algo que impide sus movimientos. No hay relación entre las cosas y las cosas, entre las cosas y nosotros ni entre nosotros y nosotros mismos. Los objetos muestran en el alba sus formas rígidas, y nosotros, a pesar de nuestras formas humanas, no tenemos, pálidos y con la boca abierta, nada de arrogantes. No existe dependencia ni servidumbre y yo no tengo conciencia de nada, ni aun de que existo; nada me pertenece y yo no pertenezco a nadie ni a nada.

Entregué hace horas mis armas y mis herramientas, y aquí estoy, desarmado, sin saber si avanzar o retroceder, luchar o entregarme. Una angustiosa lucha se libra en mí y alguien me anima y alguien me detiene, y ese alguien soy yo, yo, que lucho, como siempre, contra mí y en defensa mía, y que soy, a la vez que el actor inanimado, el espectador dormido. Pero no soy yo solo el que, a pesar mío y sin yo saberlo, trabaja y pelea contra quien posee mis finas herramientas y mis poderosas armas. Un sonido surge de alguna parte y atraviesa este instante sin relaciones. La cabeza del hombre rueda sobre la almohada, y la conciencia, tocada por el sonido, se mueve en su caracol, estira los palpos y tacta aquí y allá. Pero no es la conciencia ni el cuerpo, el caracol ni su espiral de sueño, quienes han de decidir: es el sonido el que decidirá, el que organizará esta mañana las influencias y el que hará surgir, de entre este momento intacto, el mundo subjetivo. Es un sonido vertical, que mientras más sube más penetrante es y que subiría y subiría si alguien, alarmado de su crecimiento, no lo cortase. Empieza a morir entonces, y se apaga lento, de arriba a abajo, recogiendo, mientras desciende, las vibraciones que irradió y que al reunírsele engruesan su delgada voz inicial. Suponen muchos que el sonido muere apenas se le corta y que lo que percibimos después no es sino la imagen auditiva que deja en nosotros; pero no hay tal: la verdad es que el sonido, éste por lo menos, tarda en morir casi tanto como demoró en desarrollarse, porque, ¿cómo podría cesar, en una fracción de segundo, aquella fracción que alguien se demora en cortarlo, un sonido que necesitó dos o tres minutos para llegar a su plenitud? Cada sonido, breve o prolongado, fino o grueso, penetrante o sordo, es independiente del que lo antecedió y del que lo sucederá, y una vez salido de la válvula no tendrá que dar cuentas a nadie de su existencia: persistirá según el ímpetu que trajo y morirá a conciencia, dándose el plazo que necesita. Esta es, por lo menos, la opinión que yo tengo de los sonidos verticales y es también la del hombre que yace de bruces, de espalda o de costado, aunque él, entregado a su obscura lucha, no tenga en este instante opiniones ni le interese como a nosotros el sonido, ya que ese sonido no es para él tal cosa sino otra muy diversa: un elemento que no podría precisar ni reconocer y que, sin que haya sido requerido, aparece y crea con su presencia otros, con los que se asocia y disocia hasta encontrar los que poseen su mismo color o su mismo metal. El barco, por ejemplo, tenía también su sonido y fue éste, el del barco, el que al ser rechazado por el hueco de la bahía y volver impetuosamente hacia el mar, amenazando volcar la chalupa del práctico, lo despertó. Era un bramido horizontal que no toleraba ensueños ni disimulos. Abrió los ojos y miró: abajo, en la segunda litera, dormía la mujer, no la suya, pues no la tenía y apenas si había tenido alguna vez, así, de pasada, una que otra, sino la del hombre que dormía en la litera más baja de aquel estrecho camarote de segunda clase. Había también un niño, rubio, de cuatro o cinco años; pero no era el niño, la mujer o el hombre los que lo inquietaban, a pesar de que la mujer lo había inquietado en otra época, no; sabía ya que estaban allí, lo sabía desde la noche anterior, desde muchos días atrás. Lo que le sobresaltaba era el silencio y la inmovilidad que sucedían al bramido. ¿Qué pasaba? Recordó que se había recogido tarde, cansado de vagar por los pasillos de aquel barco que navegaba en medio de una violenta tempestad de otoño. El español, fotógrafo, aparecía sobre cubierta con el salvavidas colocado y tiritando: ¿tardaremos mucho en hundirnos?, ¿cuánto tiempo puede permanecer un hombre en el agua, con el salvavidas puesto, antes de morirse de frío? El marinero chilote, zarandeado por los bandazos del barco, sonreía y pasaba. ¡Guardia! Un timbre muy claro resonaba en las entrañas del barquichuelo, y sobre su cabeza, en la cámara del timonel, oía los insistentes pasos del capitán. El viento, de gruesos músculos, azotaba la proa y los costados del barco y erguía aquí y allá torbellinos que se deshacían en llovizna. La corredera giraba desatinada, y el mar, excitado por el viento, asomaba al ras de la cubierta su obscuro lomo. Regresaba el chilote, moreno, de escaso bigote:

- ¿Qué dice la corredera?
- A toda máquina y hacemos apenas siete nudos; el viento nos roba siete.

El español, navegante por muchos años de los mares del Cabo de Hornos en embarcaciones que navegaban mejor por debajo del agua que por encima, desaparecía con su salvavidas, como un músico de banda con su instrumento, agarrándose a los cables y pasamanos, disminuído por el viento. ¡Guardia! Y como la luz que entraba por la claraboya le diera la sensación de estar sumergido en el mar, se enderezó en su litera y abrió el ojo de buey: frente a él se balanceaba un barco cargado de maderas y de papas; a un costado erguía sus palos el mezquino muelle y al fondo el acantilado resplandecía de árboles y de enredaderas. Estaba ya en el norte, en Chile, como se decía en las márgenes del Estrecho de Magallanes. Un bote pasó cerca, y en él, de pie y accionando con gran energía, iba el español. Rió, y fué la risa, no el sonido, la que al rasgar la ya delgada epidermis del sueño lo empujó hacia los primeros acontecimientos.

No era la primera vez que llegaba a Chile. Se dió vuelta en la cama y semidormido luchó con el sueño, que lo cubría aún, con el día, que acechaba sus movimientos. El sueño empezaba a desvanecerse, y veía como a través de neblina el brillante pecho de la mañana; pero nuevas imágenes brotaban del sueño, ensombreciendo al día, mientras el día brillaba aclarando al sueño. Por fin, y sin saber si venían del sueño o del día, cuatro hombres aparecieron marchando en la noche. Era en abril, pasado ya el verano y madurando a toda prisa sus últimas uvas el otoño; la nieve caía ya en las bocas del túnel grande. El camino era ancho y cabían bien los cuatro, aunque el de la orilla sintiera muy cerca de su oreja el hálito del viento que surgía del abismo. La voz del río sonaba entre las rocas y los álamos. Avanzaban en silencio y las pisadas devolvían un eco sin brío ni ritmo sobre la áspera piedrecilla. Uno fumaba y alguno dormía mientras marchaba. Eran cuatro hombres que avanzaban sin prisa, pero con persistencia, y que poco a poco se desvanecieron.

Y así entra este día en este hombre y este hombre en este día, y cada uno está aislado dentro del otro. No hay entre ellos más relación que la luz; sin embargo, el día está allí y transcurre, y aunque el hombre esté inmóvil, aunque no piense, aunque cierre los ojos y calle, será siempre para él un día más. El tiene ya su conciencia y su memoria, sus armas y herramientas le han sido devueltas y sabe dónde está y qué hay a su alrededor: una mesa, una silla, la ventana, la puerta, cosas todas que existen fuera de él y, además, dentro de él, como un anticipo inútil, pues si esas cosas están donde están, ¿para qué, además, tenerlas adentro? Lo mismo le ocurría con la mujer, el hombre y el niño que viajaban con él en aquel estrecho camarote de segunda clase y que tan inesperadamente han surgido ahora en su sueño: sabía ya que estaban allí, pero ¿para qué lo sabía, si ya lo estaban? ¿No era suficiente que estuvieran? Es cierto que no le causaban inquietud, pero es cierto también que la mujer se la había causado en otra época. Era una mujer sin gran belleza, pero muy atractiva sexualmente. Esto lo comprende ahora. Tuvo algunos amantes y un marido: éste le hizo dos hijos y la obligó a provocarse algunos abortos, pues la vida estaba muy cara, y los primeros ayudaron al último agregando otro hijo y otros abortos; la vida continuaba tan cara como antes. Pero ninguno le dió lo que en ese tiempo él hubiera deseado darle: un espíritu. Más, sin duda, el estaba equivocado: la mujer tenía ya el suyo y ese era el que lo atraía a él y el que atrajo al marido y a los amantes, obligándolos, por consecuencia refleja, a embarazarla todas aquellas veces. No era, entonces, sólo aquel deseo el que lo aproximaba a la mujer: había algo más. En aquella época creía que el hombre que posee a una mujer puede infundirle algo de su espíritu o uno nuevo. Ahora, por experiencia, ya no lo cree. Puede un hombre dormir un millón de noches con una mujer y poseerla en cada una de esas noches, sin lograr transmitirle, aunque lo intente, la más pequeña porción de su espíritu. Si uno duerme con una mujer con el único objeto de dormir con una mujer, no le importará su espíritu, es decir, no le importará lo que ella piense o sienta o lo que, sin ser pensamiento o sentimiento manifestable, bulle en el fondo de ella, y si duerme llevado por algo que aparece como un deseo sexual localizado, pero que en realidad está más allá de esto, no logrará sino aproximaciones sexuales que podrán ser más o menos profundas, pero que no satisfarán lo que realmente le atrae, insatisfacción que lo obligará a repetir, en noches sucesivas, su intento, sucediendo así lo que sucedía, por consecuencia refleja, a la mujer del camarote, ya que esa forma de buscar una aproximación espiritual no es algo que se pueda llevar a cabo sin correr el peligro de reproducirse, aunque no sea eso lo que se desea. Por otra parte, ¿para qué y por qué pretender que nuestra mujer -esposa o amante- tenga nuestro mismo espíritu? Un hombre y una mujer que lograran crear o insuflar en ellos un espíritu idéntico, llegarían a sentir vergüenza de sus noches de amor, pues siendo uno igual al otro sería lo mismo que ser uno solo, es decir, sería como poseerse a sí mismo. Y mientras él, en ese tiempo, pensaba en el espíritu de la mujer y en el suyo, el marido y los amantes, que sin duda estaban más cerca del de ella que él, sin preocuparse de lo que ese joven indeciso pensaba, la poseían y le daban, no lo que él hubiera deseado darle, aunque ahora no está muy seguro de que fuese sólo eso lo que deseaba darle, y le daban lo que tenían más a mano y lo que no requería muy agudas reflexiones. Pero ahora ya no se trata de la mujer, se trata de la vida. La mujer murió y él está tranquilo: no contribuyó a destruirla con embarazos y abortos, y aunque esto no sea para él motivo de orgullo, pues si no contribuyó fué porque en realidad no pudo, el recuerdo de la mujer no le preocupa ni le inquieta, así como no le inquieta ni preocupa nada que sepa existente como hecho acaecido o como cosa terminada, hechos, seres y cosas en los que no se debe pensar o en los que no se debería pensar, pues existen o no existen y en todo caso existen dos veces: dentro de él y fuera de él, lo que es ya demasiado.

Si, demasiado. Quisiera olvidar todo eso y tener menos recuerdos, pues se le ocurre que mientras más recuerdos tiene un hombre menos capacidad activa posee y, en consecuencia, menos vive. Quisiera, por otra parte, poder elegir sus recuerdos, rechazando los que no son más que hojarasca que le impiden sentir el suelo bajo sus pies. Ahí están, por ejemplo, los cuatro hombres que marchaban en la noche y que no se sabía si venían del día o del sueño. Uno de ellos es la imagen más viva que posee del pasado. Dentro de esa imagen, o dentro de ese círculo aun no cerrado, pues el joven es en realidad las dos cosas, o, mejor dicho, es una imagen que traza su círculo, una imagen que madura, bulle un enjambre. Aquella noche el joven, como tal joven, no valía gran cosa. Estaba cansado y tenía sueño. Llevaba andados, desde las seis de la mañana, cincuenta kilómetros; eran las diez de la noche y sentía que de pronto iba a caer al suelo, dormido. En el kilómetro cincuenta y dos, al ver que el camino se ensanchaba y que en la parte que daba hacia el río había un grupo de árboles, enderezó hacia allá sus pasos. Los demás se detuvieron. El joven tactó el suelo y sintió que estaba cubierto de hierbas y de hojarasca. Sería un buen lecho, y dijo:

- Aquí está bueno.

Y los tres lo siguieron sin protestar. Desataron en silencio los bultos que llevaban a la espalda y extendieron sus mantas. Un momento después dormían los cuatro.


 

 

 

 


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Manuel Rojas: Ensayo de la mañana.
Fuente: Revista Babel. Nº13
(septiembre/octubre de 1940)